martes, 22 de diciembre de 2015

Bajo la sombra del postmodernismo (XIX)

Estas graves alteraciones del orden, como lo había sido ya la rebelión del general Sanjurjo en agosto de 1932, hicieron mucho más difícil la supervivencia de la República y del sistema parlamentario, demostraron que hubo un recurso habitual a la violencia por parte de algunos sectores de la izquierda, de los militares y de los guardianes del orden tradicional, pero no causaron el final de la República, ni mucho menos el inicio de la guerra civil. Y todo porque cuando las fuerzas armadas y de seguridad de la República se mantuvieron unidas y fieles al régimen, los movimientos insurreccionales podían sofocarse fácilmente, aunque fuera con un alto conste de sangre. En los primeros meses de 1936, la vía insurreccional de la izquierda, tanto anarquista como socialista, estaba agotada, como había ocurrido también en otros países., y la organizaciones sindicales estaban más lejos de poder promover una revolución que en 1934. Había habido elecciones en febrero, libres y sin falseamiento gubernamental, en las que la CEDA, como los demás partidos, puso todos sus medios, que eran muchos, para ganarlas y existía un Gobierno que emprendía de nuevo el camino de las reformas, con una sociedad, eso sí, más fragmentada y con la convivencia más deteriorada. El sistema político, por supuesto, no estaba consolidado y como pasaba en todos los países europeos, posiblemente con la excepción de Gran Bretaña, el rechazo de la democracia liberal a favor del autoritarismo avanzaba a pasos gigantescos.

Nada de eso, sin embargo, conducía necesariamente a una guerra civil. Ésta empezó porque una sublevación militar debilitó y socavó la capacidad del Estado y del Gobierno republicano para mantener el orden. El golpe de muerte a la República se lo dieron desde dentro, desde el propio seno de sus mecanismos de defensa, los grupos militares que rompieron el juramento de lealtad a ese régimen en julio de 1936. La división del ejército y de las fuerzas de seguridad impidió el triunfo de la rebelión, el logro de su principal objetivo: hacerse rápidamente con el poder. Pero al minar decisivamente la capacidad del Gobierno para mantener el orden, ese golpe de estado dio paso a la violencia abierta, sin precedentes, de los grupos que lo apoyaron y de los que se oponían. En ese momento, y no en octubre de 1934 o en la primavera de 1936, comenzó la guerra civil.

Julian Casanova, República y Guerra Civil, Volumen 8 de la Historia de España Fontana/Villares


En entradas anteriores de esta serie, les he hablado ya de lo problemático que es ubicar el periodo de la Segunda República. Si se elige narrarla junto con la larga agonía de la Restauración, se puede acabar dando la idea de que la experiencia republicana fue un escalón más, el último, en la descomposición y desvertebración de la España surgida del siglo XIX. Si se prefiere, por el contrario, continuarla con la guerra civil, es difícil evitar una sensación de inevitabilidad y fatalismo: que la República, en definitiva, sólo podía concluir con el desastre de la guerra civil.

Por supuesto, ambas opciones descalificatorias son las preferidas por la derecha y amplios sectores del centro-derecha. Para los sectores de ideología más rancia y tradicional, la República fue una aberración que había que borrar por todos los medios, aunque estos consistieran en una guerra civil sanguinaria y en una dictadura no menos cruel y salvaje. Para los sectores de la ahora derecha civilizada y liberal, esa que se pretende orteguiana, la República no fue lo que debía haber sido, sino que pronto se convirtió en semillero de radicalizaciones nefastas, de manera que cualquier exceso posterior está plenamente justificado. Basta que finalmente, aunque fuera medio siglo después, se construyera una democracia como Dios manda, ésa que tan tocada anda ahora.



La conclusión, buena o mala, querida o indeseada, es que el periodo de la Segunda República sigue siendo central en la interpretación y valoración de nuestra historia. El debate sigue abierto, sea para denigrarla o para ensalzarla, con una pasión que parece fuera de lugar en sucesos ocurridos hace ya tres cuartos de siglo, en un marco ideológico que no se corrresponde ya con el nuestro y que debería sernos completamente indiferente. Tanto como en otros países, donde hace ya mucho que se ha llegado a un cierto consenso sobre sucesos contemporáneos - la ascensión de los fascismos y la segunda guerra mundial - aunque es cierto que el revisionismo fin de siglo también ha hecho una fuerte aparición en los últimos tiempos.

De esta guerra entre posturas opuestas, reflejo literario de los bandos en que se escindió la sociedad española de los años treinta, ha surgido un auténtico mar de escritos, en su mayor parte lastrados por su adscripción a un lado del conflicto. Los de la derecha, por su afán de dar un aspecto digno a la propaganda justificatoria franquista, tarea en la que no les importa semi-mentir, si con ello se despoja a la república de toda respetabilidad. Los de la izquierda, porque en su combate contra estas distorsiones se han dejado arrastrar a otras deformaciones no menos censurables, ya que construyen su relato sobre líneas rojas e ideas preconcebidas que ocultan la poca verdad histórica que se puede vislumbrar en ese periodo.

¿Mi opinión? La deberían saber ya. En todo el siglo XX y hasta la llegada de nuestra democracia del 78, consolidada en el 82, la República fue el único tiempo de libertad, justicia, progreso y esperanza que pudieron disfrutar los españoles. A ambos lados, nada más que dos regímenes nefastos. Antes, el reino de la mentira y la simulación, el intento de mantener el país en orden cocinando una falsa política en los ministerios, los clubes, los consejos de administración y los casinos, mientras se hacía caso omiso a la realidad del país. Un modo, por cierto, que ha pervivido hasta nuestro presente, en donde mercados e indicadores supraeconómicos nos cuentan a diario qué deberíamos pensar y votar para conservar nuestro nivel de vida.

Después, ya lo saben, una dictadura fundada sobre la muerte y la sangre, la represión y el destierro. Un régimen que no fue totalitario, si sólo porque nunca tuvo una ideología única ni un partido único, pero que sí se esforzo a fondo por eliminar cualquier idea que pudiese ir contra las creencias de sus componentes, llámense éstos catolicismo ultramontano, falangismo quasifascista, inmovilismo berroqueño. Un intento por dejarlo todo atado y bien atado, encerrado bajo siete llaves, sepultado bajo pesadas losas, que castró y esterilizó nuestra vida cultural e hipotecó nuestro futuro, hasta extremos que aún seguimos padeciendo hoy.

Y entre medias la República, aquella que se constituyó en el peor momento histórico, en esos años 30 de recesión económica en que Europa entera viraba hacia el totalitarismo. Ésa República que podemos decir matamos entre todos, por el mesianismo suicida de la izquierda y por el inmovilismo asesino de la derecha. Un régimen amenazado continuamente desde ambos lados, pero que se las arregló para sobrevivir, manteniendo siempre unas credenciales democráticas ausentes en los regímentes que lo precedieron y los sucedieron. Un sistema que, como dice Casanova, fue tumbado por la traición de aquellos que habían jurado defenderla.

Unos militares de ultraderecha, intolerantes e intransigentes, que trajeron, nos trajeron a todos, el horror y la masacre. Crimen por el que nunca podrán ser perdonados.

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