Puesto que ya es lunes, aquí tienen el tercer cuento de Forjadores de Imperios, y a estas alturas ya habrán podido darse cuenta que los cuentos cortos tratan sobre las campañas de Alejandro de Macedonia, mientras que los largos de la formación del Imperio Romano en los últimos tiempos de la república; así como que el título es premeditadamente irónico.
Así que, sin más introducciones vamos a por el cuento de hoy
Año 325 a.C. Desiertos entre India y Persia
El desierto se extiende en todas las direcciones, inconcebible, inabarcable. Vacío. Ni siquiera las furias podrían vivir en esta desolación. Nosotros somos los primeros hombres que se han aventurado en esta tierra. Quizá seamos también los últimos. Nos ha arrastrado la ambición de nuestro rey, ese dios que vive entre los hombres y que, como ellos, padece hambre, le atormenta la sed y contrae sus mismas enfermedades. Fueran cuales fueran los motivos de Alejandro para anexionar estas soledades a su imperio, ya hace muchos días que dejaron de tener importancia. Sólo importa cómo salir de aquí. Cuanto antes, antes de que las arenas nos traguen y el viento nos entierre, porque quizás tras la siguiente duna se vea brillar el agua en la lejanía o se dibuje en el horizonte el perfil de los árboles. Sólo esa débil esperanza permite que los hombres se mantengan en pie. Aferrados a ella, continúan marchando, día tras día, estadio tras estadio, sin exhalar una queja, intentando olvidar que cruzamos el infierno.
Como en todas las regiones de Asia, aquí también hemos dejado nuestra huella. No hemos fundado ciudades, ni erigido fortalezas, pero cualquiera podría reconstruir nuestra ruta, sin más que seguir el reguero de carros desvencijados y animales muertos, abandonados a nuestro paso. Todas las riquezas del Asia están en ellos, aquéllas por las que nos hemos jugado la vida en mil batallas, aquéllas por las que hemos olvidado lo que significa la compasión humana. Ahora, cada medida de oro o de plata que se lleve a la espalda es sólo un obstáculo más que impide salir de este infierno. Más vale regalárselo a las arenas y los vientos a cambio de nuestras vidas. A ellos y a nuestros muertos, porque cada día son muchos los hombres que quedan en el camino, exhaustos, desesperados, incapaces de seguir caminando. Durante largo rato nos acompañan sus gritos y sus súplicas. Los primeros días les prometíamos volver a recogerles en cuanto estableciéramos el campamento, pero los que ahora caen saben que eso no ocurrirá. Ha habido que tomar la decisión de rematarlos antes de abandonarlos. Cualquier cosa antes que tener que soportar sus aullidos.
Seguimos caminando, un ejército de fantasmas enflaquecidos, los labios agrietados, la cabeza baja, la vista fija en los pies del hombre que nos precede. No sentimos ya ni el cansancio, ni la sed, ni el sol que cae sobre nuestros cascos y nuestras corazas, abrasándonos los miembros. Simplemente ponemos un pie delante de otro, sin pensar, como máquinas. Si los oficiales no nos obligasen a descansar un poco cada hora, estoy seguro que seguiríamos caminando hasta reventar.
No hemos visto al rey desde que comenzamos la marcha. Los oficiales intentan aplacar nuestra inquietud. Él está en todas partes, aseguran, velando por nuestro bienestar. Para animarnos, nos relatan durante las pausas los actos de heroísmo que ha realizado. Juran que ha abandonado su caballo y prefiere caminar, para sentir en su misma carne nuestro sufrimiento. Las raras veces que se ha encontrado una fuente, él ha sido el último en beber, para demostrar que entre los macedonios no existe favoritismo. Vano ejemplo. Su sufrimiento no va a liberarme del mío. Su vida no es la que se está escapando. Sus huesos no van a blanquear este desierto.
Cae la noche. El calor asfixiante cede paso al frío intenso. Esa última prueba resulta insoportable para muchos. El frío no les permite dormir. En el silencio que nos rodea, les oigo agitarse y llorar. Algunos no volverán a levantarse. A mi mente llega el recuerdo de las montañas de Macedonia, de las largas noches de verano al aire libre, cuidando los rebaños. Entonces contemplaba el profundo cielo estrellado y me sentía seguro, protegido. Ahora cubro mi cabeza con la manta, intentando no ver ni oír, y aguardo al alba. Las estrellas se han vuelto también nuestras enemigas, las montañas no acudirán en nuestro socorro. Aprieto los párpados e intento dormir. Imploro a los dioses que no me envíen sueños. No soportaría despertar de ellos y encontrarme de vuelta en este infierno.
Nota: La marcha por el desierto del sur de Irán a la vuelta de la India fue una catástrofe que estuvo a punto de aniquilar al ejército de Alejandro. La mayoría de las privaciones que se relatan son ciertas.
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