Como les había prometido, aquí va el primer cuento de los que formaban parte de Forjadores de Imperios, y que iré presentando cada lunes, aunque alguno de ellos, debido a su extensión, tendré que darlo en varias entregas.
Una última advertencia, los títulos son tal y como aparecen, una fecha y un lugar, supuestamente donde y cuando tuvo lugar la acción. No daré más pistas del argumento, excepto unas breves notas al final de cada cuento, y el hecho de que todos están sutilmente relacionados, así que sin más retrasos, aquí va el primero
Año 326 a.C, India
Los muertos cubren toda la orilla. Vagamos entre ellos, intentando encontrar a nuestros compañeros caídos. Vano intento. Hace ya muchos años que las ropas con las que salimos de Macedonia se hicieron jirones, que las espadas se doblaron y mellaron, que los escudos se abollaron y partieron. Hace ya demasiados años que nos vimos forzados a vestirnos y armarnos como los mismos bárbaros a los que exterminamos. Ahora, en la muerte, cubiertos de sangre, despedazados e inmóviles, amigos y enemigos son iguales, blandiendo las mismas lanzas y espadas, protegidos con las mismas armaduras. Aún así, seguimos buscando durante horas, bajo el sol abrasador de este país inhóspito, hasta que el agotamiento nos vence. Allí mismo, entre los muertos, buscamos asiento, la cabeza apoyada sobre las largas sarisas, indiferentes a todo lo que no sea nuestro cansancio.
Los oficiales caminan entre nosotros, amenazándonos, suplicándonos para que nos pongamos en pie y formemos, pero nadie se mueve. Sé que tienen razón. El deber de un soldado es estar siempre alerta, sobre todo cuando no se ha acabado con los enemigos. Quizás ahora mismo estén concentrándose y reorganizándose, para sorprendernos en cuanto bajemos la guardia. No nos importa. Sólo deseamos descansar, dormir, olvidarnos de las batallas, del camino interminable, de las montañas y desiertos que nos separan de casa.
Alguien sube a una colina. Su coraza refulge al sol. Desde donde estoy puedo verle mover los labios, pero su voz apenas me llega. El viento sólo me trae palabras inconexas. En otro tiempo no muy lejano hubiéramos corrido a su encuentro, ansiosos por no perder ni una sola de sus sílabas. Nuestras aclamaciones habrían acallado su voz y él nos hubiera contemplado largo rato, satisfecho, dirigiendo de vez en cuando miradas llenas de orgullo a los generales que le rodeasen. Esa deferencia hubiera bastado para compensar todo. La muerte de tantos compañeros, las penalidades sin fin, los años perdidos. Nuestro cansancio se habría desvanecido y habríamos emprendido con gusto mil nuevas batallas. Sin embargo, aquí, en medio de este cementerio, nadie atiende a sus palabras, nadie levanta la cabeza para mirarle. Sólo le responde el silencio. Sin aclamaciones ni vítores que lo acompañen, su voz suena extraña. Como la de un loco o un idiota.
Confuso, acaba por interrumpirse. Durante unos momentos permanece callado, sin resolverse a hacer nada. Mientras, la tarde cae, la obscuridad nos rodea, comienza a ser difícil distinguir quién está a tu lado. Sólo su silueta se destaca aún sobre la colina, recortándose sobre el cielo rojo del atardecer, desusada y desconocida. Sus labios se mueven de nuevo, pero ahora también gesticula. Señala al lugar opuesto al que se pone el sol, hacia el centro mismo de la obscuridad que avanza incontenible y que pronto nos engullirá a todos, vivos y muertos. Nos incita a ponernos en movimiento, a seguir caminando, batallando y pereciendo, hasta que no quede ninguno de los que partimos con él.
Alguien ha gritado a mi lado. Miro en todas direcciones, pero no consigo encontrarlo. Todos están ya gritando. Es imposible distinguir las palabras, sólo se escucha un estruendo atronador, procedente de cientos de gargantas. Es el aullido de unos hombres desesperados, sin hogar, sin familia, sin futuro, pues todo se quedó en Macedonia hace una infinidad de años. Me uno a ellos. Yo tampoco sé sí mis padres habrán muerto, sí mi mujer me espera aún, sí mis hijos me reconocerán cuando vuelva, sí mi casa permanece aún en pie. Grito hasta quedarme ronco y cuando no puedo más, golpeo el escudo contra el suelo. Cualquier cosa antes de permitir que aquel fantasma de la colina continúe atormentándonos. Él intenta apaciguarnos, se dirige hacia las primeras filas y trata de conversar con los soldados, como si éstos fueran sus amigos más íntimos. Pero no le escuchan, nadie le escucha ya. Sólo atenderemos una orden. Volver.
Repentino, se vuelve a hacer el silencio. El hombre de la coraza ha desaparecido. La noche se ha cerrado sobre nosotros. Quizá hayamos vencido. Quizá no. Da igual. Hoy sólo nos importa una cosa: Dormir. Recuperar fuerzas para el combate de mañana. Macedonia es sólo un sueño. La guerra no.
Encontré a Alejandro tirado en el suelo de su tienda, medio desnudo. Un fuerte olor a agrio impregnaba todo el interior. A su lado yacía una ánfora de vino, cuyo contenido se le había derramado encima. Los muebles habían sido derribados y algunos incluso hechos añicos. Nada parecía haberse librado de su furia. Los guardias habían escuchado el estruendo, pero no se atrevieron a entrar. Temían la ira del rey.
Aquello tenía que permanecer en secreto. Avisé a uno de los hetairos y le hice jurar que no revelaría nada. Entre ambos arreglamos como pudimos aquel desorden. Lo más difícil fue cambiar al rey de ropa y convencerle para que se acostase. Se revolvía contra nosotros, resistiéndose con todas sus fuerzas, golpeándonos e insultándonos. Apenas entendíamos lo que nos decía con su gangosa voz de borracho, pero a fuerza de repetir siempre lo mismo, acabamos por comprenderle.
Él era un dios y como tal tenía que ser obedecido. Nadie tenía el derecho de oponérsele o contradecirle. Sus súbditos bárbaros así lo habían comprendido. Nosotros, sus fieles macedonios, no. Lo pagaríamos caro, muy caro. Ninguno iba a volver a la patria.
Un sopor pesado se adueñó de él en cuanto le depositamos en el catre. Roncaba pesadamente y sólo de vez en cuando se estremecía levemente, apretaba los puños y enseñaba los dientes. Seguía combatiendo contra enemigos invisibles, conquistando los países a donde sus soldados le habían prohibido llegar.
Notas: La rebelión es cierta. Los soldados de Alejandro se negaron a seguir avanzando por la India. La descripción varía según los autores pero parece que Alejandro no se lo tomó muy bien. Algunos autores apuntan que él pensó en vengarse de los que le habían arrebatado la conquista del mundo.
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