Dejé este libro y tomé otro: Sobre el ocultamiento de los objetos del culto. La cabeza me zumbaba un poco. Además me perseguía un olor difícilmente perceptible, una insoportable emanación que, como el hollín, cubría las pilas de libracos; no era un olor claro, de moho, por ejemplo, o de polvo arenoso del papel, sino una miasma nauseabunda del enmohecimiento secular, que parecía pegotearse invisiblemente a todo. En realidad debí haberme decidido a tomar cualquier volumen y alejarme, pero seguía dando vueltas, como si de verdad buscara algo. Dejé la Deontología de la traición y un pequeño pero abultado Imitación de la nada con orejas de burro y encuadernación negra; un libro de bolsillo Cómo actualizar la transcendentalidad parada, no sé por qué en la sección de espionaje; detrás de él había una fila de gordos volúmenes con tapas petrificadas por la vejez, el papel, medio podrido, amarillo, mostraba en las primeras páginas los títulos realizados con la técnica del grabado en madera: Acerca de la fortuna de los espiadores, o El ladero de la excelencia del espionaje en tres Vols. con proemio y paralipómenos, por el mugator Jonabery O. Paupe. Entre esos tomos habían metido un pequeño impreso viejo, sin tapas, con incunables, apenas legible, Cómo suspectar tangiblemente. Había un montón de eso; apenas podía leer los títulos: Sobre el lenocinio a distancia, Sobornancia, aparato personal del spía, Teoría del voyeurismo, bosquejo con índice de literatura escoptológica y escopognóstica, la escoptofilía y la escoptomanía al servicio de los servicios de inteligencia, Machina especularis, o sea Táctica del espionaje, un atlas negro titulado Sobre la lascivia exploratoria, manuales de tacto del espionaje, y El arte de la delación, o sea, El perfecto delator, y Caídas y quemadas, álbum desplegable con figuras, Trampas y emboscadas, hasta había algo de arte: un destartalado fajo de partituras, con un título manuscrito en lila: Pequeño provocatorio para cuatro manos con antología de sonetos de Agujita.
Stanislaw Lem, Memorias encontradas en una bañera.
Hace ya un tiempo, les había comentado esta misma novela, sólo que en traducción inglesa. Ahora la he vuelto a leer vertida al castellano, lo que me ha permitido entenderla y disfrutarla mejor, en especial los juegos mentales en los que se recrea el autor, además de ofrecerme un placer inesperado. Al estar traducida en Argentina, abundan los localismos de esa variante del castellano, lo que para un filólogo y linguista aficionado, como es mi caso, le ha permitido adentrarse en los amplios espacios americanos de la lengua común, tan desconocida en la península. Sin embargo, no le arriendo la ganancia al traductor, ya que debe haberle supuesto una tarea ímproba. No es que Lem sea un autor difícil, ni mucho menos, pero si es de sobras conocido que retorcía la lengua para burlar a la censura comunista, además de inventar expresiones y palabras nuevas para expresar lo inexistente o lo futuro. Acertijos y enigmas lingüísticos que si ya constituyen un reto para el lector nativo, para el traductor pueden pasar inadvertidos o ser, directamente, imposibles de expresar en otra lengua.
Esa condición de cajas chinas o muñecas Katiuska del lenguaje de Lem, tiene un correlato, esta vez, en la propia estructura de la novela. En primer lugar, Memorias encontradas en una bañera es la novelas más cercana a Kafka de la producción de este autor polaco. En ella se descubren las desventuras de un civil perdido en un inmenso cuartel general militar, a donde ha llegado encargado de una supuesta misión de espionaje. Nadie le explica en qué consiste, ni parecen tener muchas noticias de quién se la encomendo, así que las peripecias del protagonista se reducen a vagar de un negociado a otro, sin rumbo ni destino, dentro de un microcosmos cerrado en el que todos sospechan de todos. De ser espías de un enemigo que acecha en el exterior y que, a pesar de todas las precauciones, parece haberse infiltrado hasta las más altas esferas del poder.
Lem lleva esta premisa al absurdo al describir una estructura jerárquica y burocrática en la que se siguen una serie de reglas a rajatabla, sin preguntarse nunca por su sentido o si son válidas. Sólo se confían en que serán útiles y efectivas para desenmascarar a tanto traidor que pulula y medra en su interior. O mucho peor aún, cambiando las tornas como suele hacer Lem con sus historias para desconcertarnos, se trata de una estructura en la que las reglas están modificandose continúamente, sin que se sepa el origen, el motivo o la autencidad de esas nuevas normativas, pero en la que todos fingen creer que siempre han estado en vigor, que son racionales y eficaces, como si ese disimulo consciente ante lo palpable, esa negación empecinada del caos, fuera a dejar en evidencia a los espías, incapaces de seguir ese juego de máscaras y apariencias continuamente barajadas.
Los dardos de Lem tenían un claro objetivo. Todo lector podía darse cuenta que esa estructura, en continua modificación arbitraria, pero en la que todos fingían creer en su racionalidad, tenía claras concomitancias con la errática trayectoria de la línea del partido en los países comunistas. En puridad, esta novela no tendría que haber pasado la censura polaca, pero para burlarla a Lem le basto un truco trivial: ambientarla en los EEUU. Así se podía hacer pasar como un ataque al imperialismo capitalista. Para rizar el rizo, alejar más las sospechas e incluso reírse un poco más de la censura, Lem añadió un prologo en el que esa jerarquía paranóica era el último núcleo superviviente de una catástrofe mundial, en la que la humanidad había perdido todo los registros históricos... con el resultado de que los investigadores futuros tomaban este manuscrito como una ventana veraz al mundo anterior a la debacle universal.
Ese prologo, en solitario, ya constituía una pequeña obra maestra, en la que Lem aprovechaba para carcajearse de su época y de sus pretensiones de perennidad y perfección. Esa vena humorística, tan característica de Lem, continuaba en el resto de la novela, solo que con una mayor carga vitriólica y desesperanzada. Así, la ciencia ficción quedaba de lado, mientras que la sátira pasaba a primer plano. No tanto de la sociedad, polaca u occidental, presente o futura, sino de nuestro modo habitual de entender y comprender la realidad. Responde, por tanto, a obsesiones muy propias de Lem, en particular, la concepción de que al final acabamos por conformar el mundo a nuestras concepciones mentales. Por muy erradas que éstas sean.
No es que Lem sea un posmoderno. Muy al contrario, me temo que estos serían también blanco de su desconfianza y escepticismo. Lo que el indica es que el ser humano, prisionero de su necesidad de creer, acepta cualquier idea que dé sentido a su vida, por muy descabellada o incongruente que sea. Lo que importa es que ofrezca una finalidad, lo que, una vez obtenida, lleva a la segunda etapa. Del continuo roce de estas convicciones con la realidad perceptible sólo surge una conclusión: una de las dos debe ser equivocada. Ante la disyuntiva, preferimos elegir la seguridad frente a la incertidumbre, de manera que la realidad debe perder. Debe ser modificada, a cualquier precio, para que se ajuste a nuestras fabulaciones, aunque eso nos lleve a la catástrofe.
Y no otra cosa es la que ocurre con esta jerarquía. De tanto creer en espías y conjuraciones, necesitan que estos se manifiesten. Su ausencia es inaceptable, de manera que proceden a crearlos, a identificarlos entre ellos mismos, a purgarse y represaliarse entre sí. Devienen prisioneros de sus fantasías, de las que ya no pueden desprenderse, puesto que no admiten otra realidad que no sea la imaginada, ni otro mundo que sea el anterior.
De hecho, aunque vieran las puertas de su prisión abiertas de par en par y sin vigilancia, no se atreverían a franquearlas. Por miedo. Por desconfianza. Por comodidad.
Porque el caos interior, al fin y al cabo, es su caos.
Y no otra cosa es la que ocurre con esta jerarquía. De tanto creer en espías y conjuraciones, necesitan que estos se manifiesten. Su ausencia es inaceptable, de manera que proceden a crearlos, a identificarlos entre ellos mismos, a purgarse y represaliarse entre sí. Devienen prisioneros de sus fantasías, de las que ya no pueden desprenderse, puesto que no admiten otra realidad que no sea la imaginada, ni otro mundo que sea el anterior.
De hecho, aunque vieran las puertas de su prisión abiertas de par en par y sin vigilancia, no se atreverían a franquearlas. Por miedo. Por desconfianza. Por comodidad.
Porque el caos interior, al fin y al cabo, es su caos.
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