Veía, hace unos días, los capítulos 7 y 8 del Dekalog de Kieslowski, centrados en los mandamientos que dictan no robar y no mentir. Mientras lo hacía, no dejaba de pensar en la fiebre puritana en la que hemos recaído. Los actos que realizamos, incluídas las simples opiniones, son juzgados con el mayor rigor, sin tener en cuenta los condicionantes o los errores que a ellos pudieran haber conducido. Se condena sin dejar lugar a la clemencia, ni ahora ni en un futuro próximo o lejano, en el que la persona pudiera darse cuenta de sus yerros, cambiar y regenerarse. Todo se ve en términos absolutos, de maldad sin remisión opuesta a la bondad inmaculada, ambas inmutables e invariables, por lo que toda condena es a perpetuidad. El criminal, el pecador, el ofensor, está predestinado a serlo y nunca podrá alcanzar la salvación, ni mucho menos merecer nuestro perdón.
Ese pensamiento intransigente se halla en las antípodas del propuesto por Kieslovski. Ya en ocasiones anteriores, he señalado como los protagonistas de sus complejos cuentos morales se ven forzados a romper los mandamientos en cuyo enunciado radica el centro de su peripecia. No de manera arbitraria, puesto que, en aplicación de la moral cristiana, han quedado invalidados por uno sólo, el que obliga a amar al prójimo como a uno mismo. Pero no sólo ni exclusivamente por eso. En la concepción promovida por el director polaco se hace imperativo huir de todo juicio apresurado, de toda condena irreversible. Es necesario evitar juzgar, para no ser juzgados su vez con la misma dureza. La complejidad de nuestras vidas, la ceguera con que actuamos, la ignorancia que recubre nuestras motivaciones y justificaciones, provoca que nuestras faltas sean, la mayor parte de las veces, torpezas y malentendidos. Productos de la ignorancia y el desconocimiento, propios de seres imperfectos, a los cuales cualquier ser superior, omniscente y omnipotente, sólo puede observar con la mayor tristeza y compasión.
Tal y como hace el personaje mudo que aparece en casi todos los episodios del Dekalog.
Es, no obstante, en estos capítulos 7 y 8 donde Kieslowski hace hincapié en esa confusión e insolubilidad inherente a los asuntos humanos, que nos convierte a todos, al mismo tiempo, en víctimas y verdugos. En el capítulo 7, el dedicado al no robarás, nos introduce en un caso casi de telefilme, el rapto de una niña pequeña por un miembro de su familia. Una historia que, en manos de otro director, habría dado origen a una narración rebosante en excesos expresivos, golpes de efecto, sensiblería lacrimógena y juicios tajantes sin apelación. Sin embargo, Kieslowski nos descubre como la realidad es mucho más compleja de lo que nos gustaría aceptar, como sus claroscuros nos impiden dar un veredicto. Peor aún, nos impiden alcanzar uno que convenga y resarza a ambas parte.
El familiar que raptó a la niña es la verdadera madre, que perdió su custodia debido a un turbio asunto en el que ella fue la víctima principal. Su embarazo indeseado se vió rodeado de elementos escandalosos, que destrozarían las profesiones de otros implicados, así que se la convenció para echar tierra al asunto. Para callar y pretender que otra persona fue la madre. La suya, en concreto, quien le robo al infante que ahora ella vuelve a reclamar, robándolo a su vez. Kieslowski no nos lo cuenta, pero de la propia narración del rapto y fuga se deduce la tortura desgarradora que esa mujer debió sufrir viendo a su hija crecer como una extraña. Hasta que no pudo aguantar más y trató de recuperarla por la fuerza, pero para entonces ya era demasiado tarde. Las mentiras habían cristalizado en verdades, de manera que romperlas sólo causaría nuevos dolores, en especial a su hija, que no podía concebirla, mucho menos amarla, como su auténtica madre. Y así, para evitar un mal a su hija, esta mujer se ve obligado a causar otro, sobre ella misma, puesto que se queda completamente sola en el mundo, con todos sus lazos familiares rotos. Sin lugar al que retornar.
Aún más interesante es el conflicto en el capítulo 8, dedicado al no mentirás. El retorno de una superviviente del holocausto, ahora estudiosa de ese hecho histórico, le lleva a encontrarse con una profesora de ética, quien estuvo a punto de causar su muerte. En apariencia, esa profesora y su marido se negaron a testificar que la superviviente, entonces una niña, era católica, lo que hubiera permitido salvarla, acogiéndola en una familia no judía. Para esa negativa, pretextaban que su fe les impedía levantar falso testimonio. De nuevo, la aplicación estricta de la ley de Dios lleva a romper otras leyes más importantes aún, aquéllas en que reside nuestra humanidad, aquéllas que nos obligan a ayudar a nuestro prójimo, sea éste quien sea, sean cuales sean las consecuencias que de esa acción pudieran derivarse para nosotros. Porque toda justicia, toda integridad, todo principio, que acarree el mal a nuestros semejantes, que les abandone y les niegue auxilio, poco tiene de justa y si mucho de tiranía, nada de admirable, todo de despreciable.
Pero me precipito. Olvido el no juzguéis y no seréis juzgados. Otra vez, como tantas anteriores, Kieslowski nos obliga a recordar que la realidad es compleja, que por debajo de lo que proclamemos y creamos, existen otras obligaciones, otras razones, otras motivaciones. En este caso, la mentira era doble, porque la razón de no prestar auxilio, de denegar el refugio, se debía a las difíciles y peligrosas condiciones en las que se movía la resistencia polaca en su lucha contra los nazis. Temiendo filtraciones, sospechando traidores, se decidió proteger a la red de resistentes, evitar detenciones que llevasen a su desarticulación. Se prefirió entregar a un inocente a las fieras, a sabiendas de que no tenía posibilidad de sobrevivir. A menos que interviniera el azar, como así ocurrió.
Excusas, excusas, excusas. Porque al final el pecado no es la mentira, sino nuestra inhumanidad. Permitir el sufrimiento con nuestra inacción, colaborar con los verdugos con nuestro silencio.
El familiar que raptó a la niña es la verdadera madre, que perdió su custodia debido a un turbio asunto en el que ella fue la víctima principal. Su embarazo indeseado se vió rodeado de elementos escandalosos, que destrozarían las profesiones de otros implicados, así que se la convenció para echar tierra al asunto. Para callar y pretender que otra persona fue la madre. La suya, en concreto, quien le robo al infante que ahora ella vuelve a reclamar, robándolo a su vez. Kieslowski no nos lo cuenta, pero de la propia narración del rapto y fuga se deduce la tortura desgarradora que esa mujer debió sufrir viendo a su hija crecer como una extraña. Hasta que no pudo aguantar más y trató de recuperarla por la fuerza, pero para entonces ya era demasiado tarde. Las mentiras habían cristalizado en verdades, de manera que romperlas sólo causaría nuevos dolores, en especial a su hija, que no podía concebirla, mucho menos amarla, como su auténtica madre. Y así, para evitar un mal a su hija, esta mujer se ve obligado a causar otro, sobre ella misma, puesto que se queda completamente sola en el mundo, con todos sus lazos familiares rotos. Sin lugar al que retornar.
Aún más interesante es el conflicto en el capítulo 8, dedicado al no mentirás. El retorno de una superviviente del holocausto, ahora estudiosa de ese hecho histórico, le lleva a encontrarse con una profesora de ética, quien estuvo a punto de causar su muerte. En apariencia, esa profesora y su marido se negaron a testificar que la superviviente, entonces una niña, era católica, lo que hubiera permitido salvarla, acogiéndola en una familia no judía. Para esa negativa, pretextaban que su fe les impedía levantar falso testimonio. De nuevo, la aplicación estricta de la ley de Dios lleva a romper otras leyes más importantes aún, aquéllas en que reside nuestra humanidad, aquéllas que nos obligan a ayudar a nuestro prójimo, sea éste quien sea, sean cuales sean las consecuencias que de esa acción pudieran derivarse para nosotros. Porque toda justicia, toda integridad, todo principio, que acarree el mal a nuestros semejantes, que les abandone y les niegue auxilio, poco tiene de justa y si mucho de tiranía, nada de admirable, todo de despreciable.
Pero me precipito. Olvido el no juzguéis y no seréis juzgados. Otra vez, como tantas anteriores, Kieslowski nos obliga a recordar que la realidad es compleja, que por debajo de lo que proclamemos y creamos, existen otras obligaciones, otras razones, otras motivaciones. En este caso, la mentira era doble, porque la razón de no prestar auxilio, de denegar el refugio, se debía a las difíciles y peligrosas condiciones en las que se movía la resistencia polaca en su lucha contra los nazis. Temiendo filtraciones, sospechando traidores, se decidió proteger a la red de resistentes, evitar detenciones que llevasen a su desarticulación. Se prefirió entregar a un inocente a las fieras, a sabiendas de que no tenía posibilidad de sobrevivir. A menos que interviniera el azar, como así ocurrió.
Excusas, excusas, excusas. Porque al final el pecado no es la mentira, sino nuestra inhumanidad. Permitir el sufrimiento con nuestra inacción, colaborar con los verdugos con nuestro silencio.
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