En otras ocasiones, ya les he señalado que mi pasión por el anime ha ido debilitándose con el tiempo. Hasta tal extremo que apenas sigo ya series, mientras que me cuesta horrores terminar las pocas que aún veo. No les voy a martirizar con mis jeremiadas, pero creo que mi enamoramiento original, hace ya dos décadas, se debió a un malentendido. Las series y películas que despertaron mi afición, Cowboy bebop, Lain, Escaflowne, Evangelion, Utena, toda la filmografía de Ghibli, Ghost in the Shell y Akira, no eran otra cosa que excepciones. Caminos alternativos que nunca fueron tomados, puesto que la via principal, la que triunfó al final, consistía en halagar el infantilismo de los otakus.
He mencionado la palabra infantilismo, pero éste no es un problema privativo del anime. Creo que toda la cultura popular ha decaído en ese sentido, como vendría a demostrar la invasión reciente de películas de superhéroes. Escapismo en estado puro donde todos los problemas se resuelven a trastazos, sin contar que estos conflictos se reducen una oposición simplista y maniquea entre buenos y malos, definidos así porque sí. Terreno moral lejano y opuesto de la ambigüedad irritante e insoluble en la que solemos habitar y que tan difícil hace adoptar una postura racional y fundada, en medio del torbellino de conflictos que definen nuestra contemporáneidad.
Quizás exagero. Seguramente lo hago. Pero no puedo evitar sentir que se ha producido un cambio substantivo en el modo en que el cómic y la cultura popular observan el mundo. El punto de vista ha sido modificado. Si en mis recuerdos de infancia y juventud lo que yo leía era una anticipación de la vida adulta, incluso cuando los personajes eran adolescentes, lo que se escribe, rueda y dibuja ahora es presentado de manera contraria, como una regresión a un supuesto paraíso infantil, donde todo era más sencillo y las decisiones podían ser tajantes e inequívocas. Como he leído por ahí, el problema radica en que no sólo hemos infantilizado la edad adulta, sino que hemos infantilizado la infancia. Preferimos encerrarnos en un estado de inocencia eterna, o al menos en uno donde la duda no tiene cabida ni entrada.
Esto viene a cuento porque en estos meses he estado revisando la serie Shoujou Kakumei Utena (Utena, la chica revolucionaria, 1997) dirigida por uno de los grandes nombres del anime, Kinihiko Ikuhara, con la colaboración de la mangaka Chiho Saito a la hora de crear los diseños de personajes. Pues bien, veinte años tras su estreno, les debo decir que sólo tiene un defecto: la calidad de su animación. Utena fue producida cuando aún se utilizaban los acetatos en la animación, unos años antes de que el ordenador deviniese la herramienta por antonomasia de esa forma, y además en un tiempo de presupuestos escasos y ajustados. Esto obligó a reutilizar secuencias enteras una y otra vez en todos los episodios, a reducir al mínimo la animación en ciertas secuencias, además de tolerar imprecisiones, errores y tosquedades que ahora se corregirían apretando un botón.
Esto confiere a la animación de Utena un aspecto envejecido y envarado, que contrasta con la brillantez y dinamismo de las producciones presentes. Pero es su único defecto, porque en el resto de categorías alcanza la perfección absoluta. Hasta tal punto que me resulta difícil identificar una serie reciente que llegue a igualarla, con el permiso de Yuasa, por supuesto. Debajo del brillante envoltorio de tanta producción de moda no suele haber nada, fuera de estereotipos temáticos, bromas usadas hasta la saciedad, trucos narrativos tan viejos que ya huelen. En Utena, por el contrario, el aspecto visual es el soporte de un entramado conceptual tan tenso que en ocasiones amenaza con reventarlo, pero que cuando, de forma inesperada, es acompañado por una animación de primera clase, se eleva a alturas inalcanzables. Y ni siquiera, porque Ikuhara sabe hacer de la necesidad virtud, utilizando sus limitaciones expresivas para traducir en imágenes lo abstracto y lo oculto.
Parte de esa profundidad se debe a ese punto de vista en desuso que citaba unos párrafos más atrás. En Utena, los protagonistas son de una juventud incómoda. Utena y Anthy tienen 14 años, otros secundarios tienen trece y raro es el que sobrepasa los 16. Sin embargo, el diseño de Saito les coloca al final de la adolescencia, mientras que la exasperación de los conflictos que les atenazan es más propia de tiempos incluso posteriores. Más desengañados y más cínicos. Pulsiones cuyo ejemplo más claro son los muchos amores desgraciados en los que se hayan sumidos, prisioneros y dolientes, que además se trasladan al ámbito sexual, algo inusual y sorprendente en aquel entonces. No porque la serie sea particularmente explícita en ese respecto, sino porque esa exasperación y el simbolismo que los acompaña apunta a la pasión erótica más desatados, lindando algunas de las relaciones con lo escabroso y lascivo. Lo anormal e intolerable, pero a lo que nos sentimos atraídos sin remedio, sin escapatoria, ya sea como espectadores o participantes.
Pero no se queda allí, en absoluto. Esa sexualidad explícita, en sus aspectos más incómodos, es sólo una de las bases sobre la que se construye su meditación. Entre sus muchos conflictos, se haya la relación entre sexos, los diferentes papeles que los géneros se ven obligados a asumir, el peso deformante que los mitos e ideales ejercen sobre nuestras expectativas, el lastre que suponen conformismo y comodidad sobre nuestras decisiones, con independencia de nuestro carácter, convicciones y coraje personal. La necesidad, por último, de romper con convenciones y ataduras, de quebrar el miedo y atreverse a aventurarse en el mundo, fuera de la protección relativa que nos ofrecen los escondrijos, cubiles y abrigos en los que nos guarecemos, pero que no son otra cosa que ataúdes donde morimos en vida, como bien subraya la serie.
Dejémoslo aquí. Llevo ya demasiados parráfos aburriéndoles, sin haberles contado nada de provecho. Vale más continuar en una entrada posterior. En especial, porque el mundo de Utena es tan amplio y tan complejo que no basta con una entrada para agotarlo. De hecho, es tan rico y fértil que en cada visionado se descubren nuevos detalles, puntos cruciales que habían quedado inadvertido.
Entre ellos, la férrea unidad de lo que cuenta, propia de una obra meditada con profundidad y con anterioridad. Algo muy de agradecer en un tiempo en que las series se escriben a lo
que salga y no importa reescribirlas a mitad de camino, destruyendo
personajes, motivaciones y secuencia lógica. Mientras que en detalles que aparecen aislados, sin sentido, en los primeros episodios cobrarán pleno sentido al final de la serie.
Como los ataúdes con que se abre esta entrada.
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