Mais la comparaison est trompeuse, car elle suggère que le monde de l'Islam est aussi centralisé que feu le monde soviétique - nonobstant la dissidence chinoise -, et que la Mecque constitue réellement, pour retourner la célèbre formule, le Moscou de l'Islam. Il n'est rien, et le monde musulman n'est ni monolithique ni homogène. Il comporte une pluralité de centres en compétition acharnée pour l'hégémonie sur les valeurs politico-religieuses. Son rapport avec l'Occident, et la modernité que celui-ci invente et diffuse, s'avère plus complexe, profond, intime que l'antagonisme idéologique et militaire tranché que prévalait entre États-Unis et Union Soviétique. Il n'existe pas de Komintern islamiste dont les mouvements radicaux à travers la planète appliqueraient les instructions comme les partis communistes de chaque pais suivaient aveuglément la ligne stalinienne eu égard aux intérêts de l'URSS.
Gilles Kepel, Fitna
Pero la comparación es engañosa, ya que sugiere que el mundo islámico está tan centralizado como lo fuera el soviético - a pesar dela disidencia china -, y que la Meca en realidad consituye, por darle la vuelta a la famosa fórmula, el Moscú del Islám. No lo es en absoluto, mientras que el mundo musulmám no es ni monolítico ni homogéneo. Se compone de una pluralidad de centros en competición encarnizada por la hegomonía en el campo de los valores políticos y morales. Su relación con Occidente y la modernidad que inventó y difunde, se revela más compleja y profunda que el antagonismo económico y militar que prevalecía entre los Estados Unidos y la URSS. No existe un Comintern islamista cuyas instrucciones sean aplicadas por los movimientos radicales dispersos por el planeta, de manera similar a como los partidos comunistas de cada país seguían ciegamente las línea estalínista en consideración a los intereses de la URSS.
Para el mundo entero, que los presenció en directo, los atentados del 11-S fueron como un rayo en un cielo sereno. Nadie los esperaba, nadie los previó. Ni ellos, ni la irrupción del islamismo radical como actor en la política contemporánea. Y eso que había habido multitud de signos ya desde 1980.
El primer aviso fue el triunfo de la revolución islámica en Irán y la constitución de una teocracía, que barrió tanto a las fuerzas laicas como a los partidos de izquierda, y que aún goza de perfecta salud. Otro lo fue la constitución de una guerrilla islámica en Afganistán contra los invasores soviéticos, que consiguió derrotarles con el apoyo estadounidense, pakistaní y saudí, para luego ir mutando en formas cada vez más radicales, cuyo último estadio fue el régimen fanático de los talibanes. O la confusa y mortífera guerra civil argelina de los 90, con islamistas del GIA y fuerzas gubernamentales rivalizando en cometer atrocidades.
Aún así, antes del 2001 esos fenómenos no nos parecían otra cosa que excepciones. O si lo prefieren, vistos desde un eurocentrismo aún dominante, cosas del tercer mundo, de salvajes atrasados a los cuales la modernidad aún no había llegado. Dolores de parto necesarios para el advenimiento de un progreso que no tardaría en cimentarse y producirse. Sin embargo, lo que se nos escapaba es que en todos los países del área islámica, de forma solapada, se estaba desarrollando un proceso de reislamización, paralelo a la decadencia y muerte del bloque comunista. Poco a poco, las fuerzas laícas, progresistas o de izquiersas eran marginalizadas, mientras que la fe rediviva ganaba adeptos y apoyos, como única corriente capaz de imponerse no sólo a un estado de Israel invencible en los aspectos militares, sino en especial a un occidente cuya influencia cultural se filtraba hasta los aspectos más recónditos de la vida cotidiana. Integrismo y reacción que, de forma paradójica, se granjearon el respaldo de la izquierda europea, quien veía en la protección de esas concepciones culturales una forma de lucha contra el neocolonialismo y el racismo, sin percatarse que protegía a los verdugos de sus camaradas ideológicos.
Pero anticipo conclusiones. En 2011, yo no sabía nada de esto. Abrumado por lo visto, decidí colmar mis lagunas y me compré una traducción del Corán y un libro enciclopedico de Gilles Keppel, de nombre La Yihad. En ella, el historiador frances narraba la evolución de estos movimientos neoislámicos, desde su aparación en Egipto en 1950, con el partido de los Hermanos Musulmanes hasta los atentados de 2001 en Nueva York. Utilizando multitud de fuentes, además de su conocimiento personal del mundo musulmán, Keppel analizaba como este movimiento se extendía, en multiples formas, por todo el mundo musulmán, en combate continuo contra las influencias externas, tanto occidentales como comunistas, pero, sobre todo, en lucha contra los regímenes nacionalistas de cada país musulmán. La Yihad contra el infiel, proclamada por estos partidos islámicos, en realidad era un Fitna interna del mundo musulmán, en la que hermanos luchaban contra hermanos, sin cuartel, piedad ni mucho menos compasión.
Sin embargo, en sus conclusiones Keppel cometía un error de bulto. Consideraba que, a la altura de 2001, el islamismo estaba en retirada, como así parecían señalar la derrota de los talibanes en Afganistán, las grietas visibles en los regímenes de Arabia Saudí e Irán, así como los primeros reveses electorales de Erdogan en Turquía. Sin embargo, tres lustros más tarde, la situación es la contraria, con multitud de regímenes más o menos islámicos, más o menos radicales, a lo largo y ancho del mundo musulmán, una creciente simpatía dentro de los musulmanes europeos por esas soluciones extremistas, además de una tolerancia por parte de la izquierda europea hacia la imposición de la religión, con todo su rigor, en otras culturas que no sean la suya.
Es evidente que en aquel entonces Keppel no podía prever la catastrófica invasión de Iraq por parte de la administración Bush, que dejó ese país dividido en varios reinos de Taifas; o el efecto domino de la primavera árabe, que tumbó a los regímenes sirio y libio, dio alas a Al-Qaeda y al aún más extremistas ISIS, además de reforzar a las pocas dictaduras árabes que sobrevivieron al torbellino, Arabia Saudí incluida. Ni mucho menos el giro del estado hebreo hacia un esencialismo excluyente propio, plasmado en su empeño por gethoizar palestina y utilizar su fuerza militar para reprimir revueltas e insurrecciones. Intransigencia que sólo llegó a la desaparición completa de la OLP y su subsitución por Hamas, Hezbolla y la Yihad Islámica, aún más radicales y peligrosos que lo nunca había sido el movimiento de Arafay.
Por esto, y llegó ahora el núcleo de esta entrada, tenía mucho interés en leer cómo había analizado Keppel la evolución del mundo posterior al 11-S. Eso mismo es lo que prometía la obra que paso a comentarles, Fitna, que además ponía el acento en un parte central del problema, aunque generalmente olvidada: el carácter de guerra civil dentro del Islám que tienen los movimientos islamistas. Contienda Civil que su expresión árabe, Fitna, tiene un claro componente religioso y condenatorio, ya que es provocada por aquéllos que buscan romper la unidad de los creyentes. Pecadores, malos musulmanes, por tanto, a los que Alá habrá de castigar sin posibilidad de remisión en el más allá y en el juicio final. Una acusación gravísima que ambos bandos en conflicto, proponentes de la revolución islámica por un lado, monarquías y dictaduras conservadoras por el otro, se arrojan entre sí, buscando desprestigiar al contrario ante la población creyente.
Pues bien, el mayor defecto del libro es que termina en 2004, justo cuando la invasión americana de Iraq comenzaba a revelarse como el inmenso despropósito que era, tanto fuente de inestabilidad para la región entera como justificación de cualquier extremista islámico, ya fueran radicales extremistas declarados. como Al-Qaeda o ISIS, ya solapados, como Erdogan o los príncipes de Arabia Saudí. Sin embargo, a pesar de esta constricción temporal, el gran acierto del libro era ampliar el ámbito geográfico de su estudio. Se indicaba así que ese movimiento reaccionario que afectaba al Islám era un síntoma de una enfermedad mundial: el giro reciente e imparable hacia el conservadurismo religioso, tanto en Occidente como el mundo musulmán.
Así, Keppel señalaba como principal responsable de este estado de cosas a la alianza transitoria entre dos neoconservadurismos: el estadounidense, promovido desde el partido republicano, y el saudí, promovido por la familia real de ese país. Ambos tenían como enemigo a la URSS y los movimientos de izquierdas, lo que les llevó a aunar fuerzas en la lucha contra la ocupación de Afganistán, década en la que con su apoyo se formaron los futuros líderes de los talibanes, del GIA argelino y de Al-Qaeda, como el saudí ibn Laden. Alianza temporal, puesto que si bien coincidían en su repulsa frente al progresismo izquierdista y a sus deseos de resucitar un conservadurismo de raíces religiosos, discrepaban en un punto fundamental: el destino de Oriente Próximo.
Para los republicanos de EEUU, la defensa de Israel frente a sus enemigos árabes era un imperativo categórico, objetivo para el que era esencial un apoyo sin fisuras a las políticas de ese país, por muy duras que fueran. Posicionamiento que llevó a sabotear los acuerdos de Oslo de paz por territorios durante la segunda intifida y, una vez atrapados en el callejón sin salida de las medidas represivas, a proponer una acción directa que transformase los regímenes árabes en democracias al estilo occidental. Democracias, claro está, sumisas a los deseos de Washington y en régimen de libertad vigilada, al igual que en EEUU, cada vez cercano a una oligarquía en que la mayoría de la población no tiene voz ni voto.
Para las monarguías del Golfo, en especial la Saudí, el objetivo era derribar los diferentes regímenes nacionalistas surgidos de la descolonización, en Libia, Egipto, Siria e Iraq, para extender su hegemonía sobre la región, además de propagar su versión rigorista del Islám por todo el entorno. Expansión en la que se conseguiría otro objetivo no menos importante: poner coto a las aspiraciones iraníes de control de las minorías chíies en Líbano e Iraq. Conflicto en el que no sólo se dirimía la supremacía entre dos versiones del Islám, sunismo wahabita y chiismo, sino el control de las reservas de petrolo iraquíes y el de los oleoductos hacia el mediterranéo.
En principio, tras la caída del Sha y la crisis de los rehenes de Irak, el apoyo estadounidense a Arabia Saudí parecía descontado. Sin embargo, tras la caída de la URSS, ambos conservadurismos, los neocóns americanos y los wahabitas saudíes, encontraron, para su estupefacción y zozobra, que sus ramas más radicales estaban en combate declarado. Los neocons americanos, junto con el evangelismo integrista de ese país, descubrieron en el islamismo radical a un nuevo enemigo contra el que dirigir la propaganda que justificase el lanzamiento de nuevas operaciones militares: aquéllas que permitiesen la reorganización radical de Oriente Próximo. Para el islamismo radical, de manera análoga, una vez derrotado el comunismo ateo era necesario hacer lo propio con el liberalismo y el progresismo occidental, que impedían la aplicación estricta de la Sharia y la vuelta al estado de pureza original bajo los primeros califas. Se hacía necesaria, por tanto, una doble acción terrorista, tanto contra los centros de poder occidentales, Nueva York, Londres, París, Madrid, como contra los malos musulmanes que se habían dejado corromper por las ideas occidentales, estuvieran estos en Kenia, Nigeria, Indonesia, Malasia o cualquier país del ámbito islámico.
El resultado ya lo saben. El choque entre ambas posturas sólo ha llevado a la desestabilización de Oriente Próximo y la extensión del islamismo radical por todo el mundo. Aún peor, a que la secuencia de movimientos cada vez más radicales haya conseguido hacer pasar por respetables los intransigentes e intolerantes de apenas unos años atrás. Una ceguera tanto más nociva cuanto que uno de los frentes de la guerra por el corazón del Islám está entre los musulmanes de Europa. Unas poblaciones que, por su cercanía a las corrientes democráticas y progresistas occidentales, estarían mejor situadas para liderar un movimiento contrario a la radicalización integrista. A obrar, dentro del Islám una transición similar, hacía la tolerancia, a la que ha sufrido el cristinanismo en Europa.
Lo que no parece estar sucediendo. Por culpa de todos.
El primer aviso fue el triunfo de la revolución islámica en Irán y la constitución de una teocracía, que barrió tanto a las fuerzas laicas como a los partidos de izquierda, y que aún goza de perfecta salud. Otro lo fue la constitución de una guerrilla islámica en Afganistán contra los invasores soviéticos, que consiguió derrotarles con el apoyo estadounidense, pakistaní y saudí, para luego ir mutando en formas cada vez más radicales, cuyo último estadio fue el régimen fanático de los talibanes. O la confusa y mortífera guerra civil argelina de los 90, con islamistas del GIA y fuerzas gubernamentales rivalizando en cometer atrocidades.
Aún así, antes del 2001 esos fenómenos no nos parecían otra cosa que excepciones. O si lo prefieren, vistos desde un eurocentrismo aún dominante, cosas del tercer mundo, de salvajes atrasados a los cuales la modernidad aún no había llegado. Dolores de parto necesarios para el advenimiento de un progreso que no tardaría en cimentarse y producirse. Sin embargo, lo que se nos escapaba es que en todos los países del área islámica, de forma solapada, se estaba desarrollando un proceso de reislamización, paralelo a la decadencia y muerte del bloque comunista. Poco a poco, las fuerzas laícas, progresistas o de izquiersas eran marginalizadas, mientras que la fe rediviva ganaba adeptos y apoyos, como única corriente capaz de imponerse no sólo a un estado de Israel invencible en los aspectos militares, sino en especial a un occidente cuya influencia cultural se filtraba hasta los aspectos más recónditos de la vida cotidiana. Integrismo y reacción que, de forma paradójica, se granjearon el respaldo de la izquierda europea, quien veía en la protección de esas concepciones culturales una forma de lucha contra el neocolonialismo y el racismo, sin percatarse que protegía a los verdugos de sus camaradas ideológicos.
Pero anticipo conclusiones. En 2011, yo no sabía nada de esto. Abrumado por lo visto, decidí colmar mis lagunas y me compré una traducción del Corán y un libro enciclopedico de Gilles Keppel, de nombre La Yihad. En ella, el historiador frances narraba la evolución de estos movimientos neoislámicos, desde su aparación en Egipto en 1950, con el partido de los Hermanos Musulmanes hasta los atentados de 2001 en Nueva York. Utilizando multitud de fuentes, además de su conocimiento personal del mundo musulmán, Keppel analizaba como este movimiento se extendía, en multiples formas, por todo el mundo musulmán, en combate continuo contra las influencias externas, tanto occidentales como comunistas, pero, sobre todo, en lucha contra los regímenes nacionalistas de cada país musulmán. La Yihad contra el infiel, proclamada por estos partidos islámicos, en realidad era un Fitna interna del mundo musulmán, en la que hermanos luchaban contra hermanos, sin cuartel, piedad ni mucho menos compasión.
Sin embargo, en sus conclusiones Keppel cometía un error de bulto. Consideraba que, a la altura de 2001, el islamismo estaba en retirada, como así parecían señalar la derrota de los talibanes en Afganistán, las grietas visibles en los regímenes de Arabia Saudí e Irán, así como los primeros reveses electorales de Erdogan en Turquía. Sin embargo, tres lustros más tarde, la situación es la contraria, con multitud de regímenes más o menos islámicos, más o menos radicales, a lo largo y ancho del mundo musulmán, una creciente simpatía dentro de los musulmanes europeos por esas soluciones extremistas, además de una tolerancia por parte de la izquierda europea hacia la imposición de la religión, con todo su rigor, en otras culturas que no sean la suya.
Es evidente que en aquel entonces Keppel no podía prever la catastrófica invasión de Iraq por parte de la administración Bush, que dejó ese país dividido en varios reinos de Taifas; o el efecto domino de la primavera árabe, que tumbó a los regímenes sirio y libio, dio alas a Al-Qaeda y al aún más extremistas ISIS, además de reforzar a las pocas dictaduras árabes que sobrevivieron al torbellino, Arabia Saudí incluida. Ni mucho menos el giro del estado hebreo hacia un esencialismo excluyente propio, plasmado en su empeño por gethoizar palestina y utilizar su fuerza militar para reprimir revueltas e insurrecciones. Intransigencia que sólo llegó a la desaparición completa de la OLP y su subsitución por Hamas, Hezbolla y la Yihad Islámica, aún más radicales y peligrosos que lo nunca había sido el movimiento de Arafay.
Por esto, y llegó ahora el núcleo de esta entrada, tenía mucho interés en leer cómo había analizado Keppel la evolución del mundo posterior al 11-S. Eso mismo es lo que prometía la obra que paso a comentarles, Fitna, que además ponía el acento en un parte central del problema, aunque generalmente olvidada: el carácter de guerra civil dentro del Islám que tienen los movimientos islamistas. Contienda Civil que su expresión árabe, Fitna, tiene un claro componente religioso y condenatorio, ya que es provocada por aquéllos que buscan romper la unidad de los creyentes. Pecadores, malos musulmanes, por tanto, a los que Alá habrá de castigar sin posibilidad de remisión en el más allá y en el juicio final. Una acusación gravísima que ambos bandos en conflicto, proponentes de la revolución islámica por un lado, monarquías y dictaduras conservadoras por el otro, se arrojan entre sí, buscando desprestigiar al contrario ante la población creyente.
Pues bien, el mayor defecto del libro es que termina en 2004, justo cuando la invasión americana de Iraq comenzaba a revelarse como el inmenso despropósito que era, tanto fuente de inestabilidad para la región entera como justificación de cualquier extremista islámico, ya fueran radicales extremistas declarados. como Al-Qaeda o ISIS, ya solapados, como Erdogan o los príncipes de Arabia Saudí. Sin embargo, a pesar de esta constricción temporal, el gran acierto del libro era ampliar el ámbito geográfico de su estudio. Se indicaba así que ese movimiento reaccionario que afectaba al Islám era un síntoma de una enfermedad mundial: el giro reciente e imparable hacia el conservadurismo religioso, tanto en Occidente como el mundo musulmán.
Así, Keppel señalaba como principal responsable de este estado de cosas a la alianza transitoria entre dos neoconservadurismos: el estadounidense, promovido desde el partido republicano, y el saudí, promovido por la familia real de ese país. Ambos tenían como enemigo a la URSS y los movimientos de izquierdas, lo que les llevó a aunar fuerzas en la lucha contra la ocupación de Afganistán, década en la que con su apoyo se formaron los futuros líderes de los talibanes, del GIA argelino y de Al-Qaeda, como el saudí ibn Laden. Alianza temporal, puesto que si bien coincidían en su repulsa frente al progresismo izquierdista y a sus deseos de resucitar un conservadurismo de raíces religiosos, discrepaban en un punto fundamental: el destino de Oriente Próximo.
Para los republicanos de EEUU, la defensa de Israel frente a sus enemigos árabes era un imperativo categórico, objetivo para el que era esencial un apoyo sin fisuras a las políticas de ese país, por muy duras que fueran. Posicionamiento que llevó a sabotear los acuerdos de Oslo de paz por territorios durante la segunda intifida y, una vez atrapados en el callejón sin salida de las medidas represivas, a proponer una acción directa que transformase los regímenes árabes en democracias al estilo occidental. Democracias, claro está, sumisas a los deseos de Washington y en régimen de libertad vigilada, al igual que en EEUU, cada vez cercano a una oligarquía en que la mayoría de la población no tiene voz ni voto.
Para las monarguías del Golfo, en especial la Saudí, el objetivo era derribar los diferentes regímenes nacionalistas surgidos de la descolonización, en Libia, Egipto, Siria e Iraq, para extender su hegemonía sobre la región, además de propagar su versión rigorista del Islám por todo el entorno. Expansión en la que se conseguiría otro objetivo no menos importante: poner coto a las aspiraciones iraníes de control de las minorías chíies en Líbano e Iraq. Conflicto en el que no sólo se dirimía la supremacía entre dos versiones del Islám, sunismo wahabita y chiismo, sino el control de las reservas de petrolo iraquíes y el de los oleoductos hacia el mediterranéo.
En principio, tras la caída del Sha y la crisis de los rehenes de Irak, el apoyo estadounidense a Arabia Saudí parecía descontado. Sin embargo, tras la caída de la URSS, ambos conservadurismos, los neocóns americanos y los wahabitas saudíes, encontraron, para su estupefacción y zozobra, que sus ramas más radicales estaban en combate declarado. Los neocons americanos, junto con el evangelismo integrista de ese país, descubrieron en el islamismo radical a un nuevo enemigo contra el que dirigir la propaganda que justificase el lanzamiento de nuevas operaciones militares: aquéllas que permitiesen la reorganización radical de Oriente Próximo. Para el islamismo radical, de manera análoga, una vez derrotado el comunismo ateo era necesario hacer lo propio con el liberalismo y el progresismo occidental, que impedían la aplicación estricta de la Sharia y la vuelta al estado de pureza original bajo los primeros califas. Se hacía necesaria, por tanto, una doble acción terrorista, tanto contra los centros de poder occidentales, Nueva York, Londres, París, Madrid, como contra los malos musulmanes que se habían dejado corromper por las ideas occidentales, estuvieran estos en Kenia, Nigeria, Indonesia, Malasia o cualquier país del ámbito islámico.
El resultado ya lo saben. El choque entre ambas posturas sólo ha llevado a la desestabilización de Oriente Próximo y la extensión del islamismo radical por todo el mundo. Aún peor, a que la secuencia de movimientos cada vez más radicales haya conseguido hacer pasar por respetables los intransigentes e intolerantes de apenas unos años atrás. Una ceguera tanto más nociva cuanto que uno de los frentes de la guerra por el corazón del Islám está entre los musulmanes de Europa. Unas poblaciones que, por su cercanía a las corrientes democráticas y progresistas occidentales, estarían mejor situadas para liderar un movimiento contrario a la radicalización integrista. A obrar, dentro del Islám una transición similar, hacía la tolerancia, a la que ha sufrido el cristinanismo en Europa.
Lo que no parece estar sucediendo. Por culpa de todos.
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