miércoles, 15 de agosto de 2018

Fantasías/Advertencias

Desfile nocturno de los 100 demonios

Ayer tenía la intención de realizar mi visita anual al museo de la Real academia de bellas artes de San Fenando, cuando me topé con que estaba cerrado durante todo agosto. Por suerte, se mantenían abiertas dos exposiciones temporales, ambas de gran interés, así que el día no se fue al traste.

La primera entra dentro de esa obsesión occidental con el Japón, cuya última manifestación es la invasión reciente de manga y anime. Una referencia que no está traído por los pelos, ya que lo  que la muestra busca rastrear es como las leyendas de monstruos sobrenaturales, los yokai, tan típicas del folklore de cualquier nación, sufrieron una metamorfosis a finales del siglo XIX, comienzos del XX. En esa época pasaron de ser potencias reales, peligrosas y temibles, capaces de dañar y matar a quienes caían en sus garras, para convertirse en imágenes entrañables con las que divertir a la infancia, tornándose cada vez más monas y adorables. Confundiéndose con esa pasión por lo kawai tan característica de la cultura popular japonesas, cuya última plasmación sería la serie Yokai Watch o los muchos muñecos comercializados.


Sin embargo, antes de completarse esta metamorfosis, el tema de los yokai dio origen a una rama rica y compleja del arte pictórico japones. A finales del XVIII y durante todo el XIX, se pintaron una serie de rollos que ilustraban una leyenda donde los yokai tenían un papel protagonista: El desfile nocturno de los 100 demonios. Esos rollos, en los que se representaban los yokais transmitidos por las leyendas, ofrecían una oportunidad única para dar rienda suelta a la imaginación del artista. No sólo por la profusión de tipos ya existentes, cuyo aspecto podía ser elaborado y complicado a voluntad, sino creando yokais completamente nuevos, que se unían a la procesión sin que parecieran estar de sobra.

La riqueza de estos rollos, cada vez más diferentes entre sí, condujo a una nueva etapa: la enciclopedia de yokais, en donde se intentaban sistematizar estas leyendas y reunir la mayor cantidad de datos posibles sobre cada tipo de yokai. Colecciones que, como puede imaginarse, eran una nueva oportunidad para aumentar ese catálogo ilimitado de monstruos, además de realizar nuevas variaciones, cada vez más imaginativas, sobre los más famosos y queridos por el público. Supuso además el primer paso hacia esa translación al mundo de la infancia de la que les hablaba al principio. Con mayor frecuencia, estas enciclopedias se destinaban a los niños, de manera que los yokais iban perdiendo su esencia de amenaza, al tiempo que adquirían la de juguete y entretenimiento.

Transformación que, no se olvide, es sincrónica con la occidentalización del país y que coincide también, en Europa, con la paulatina desaparición de leyendas y supersticiones de la consciencia popular, o al menos de la de las clases más cultas. No es de extrañar que sea en ese tiempo, en el siglo XIX, cuando surge el género de terror, donde se intentan resucitar, modernizados, unos miedos que ya no pertenecen a la consciencia colectiva. O que al menos se finge que ya no afectan.

Francisco de Goya, Los disparates, La lealtad
La otra exposición se centra en un artista máximo de la tradición occidental. Se trata de Francisco de Goya, de cuya obra, por mucho que se la conozca, siempre se puede aprender algo nuevo, incluso descubrir facetas inesperadas. En este caso, la profunda relación que su dibujo presenta con una "ciencia" que acababa de surgir en la Europa del siglo XVIII, la fisionomía, cuyo objetivo era diferenciar los diferentes tipos humanos de acuerdo con sus rasgos faciales. Bien para deducir de ellos consecuencias morales y de temperamento, bien para explorar los sutiles medios en que un retrato fiel podía convertirse en caricatura.

En ese sentido, la muestra es bastante clara al señalar como Goya utiliza esas herramientas de distorsión fisionómica, es decir, de caricaturización, para satirizar a la especie humana. Para destruir con ellas nuestro endiosamiento y vanagloria, le basta con vestir a sus personajes con máscaras ridículas, de forma que sus rostros digan lo contrario a sus vanidades ostentadas. Se trata así de un proceso contrario al las enciclopedias de yokais, puesto que si éstas partían del folklore y lo limaban para quitarle cualquier resto de horror atávico, Goya procede a afilarlo para que le sirva de arma contra una sociedad cuyo conformismo e ignorancia aborrece. Como conviene a quien ya era un expresionista rabioso un siglo antes de ese movimiento,.

Como ejemplo, valdría el grabado que he incluido en esta entrada. De nombre La lealtad, cualquiera que conozca un poco de la historia de la pintura apreciará las similitudes que presenta con la pintura religiosa. En concreto, con el martirio de un Santo, en el que éste es previamente escarnecido por sus enemigos, mientras él, por el contrario, se mantiene firme en su fé, incluso esperanzado, al estar seguro de su salvación. Asímismo, para ilustrar ese tema, era común que los torturadores del santo fueran caricaturizados como bestias, para así dejar claro su contumacia y la seguridad de su condenación.

Sin embargo, ahí se acaban las diferencias. Con toda la intención, Goya transgrede el mensaje que se supone al tema, incluyendo una sola variante. El personaje central, el Santo, es representado con rasgos de cretino. Su seguridad, su lealtad, su beatitud, no son producto de su inteligencia o de la revelación, lo son de su pereza e inercia mental. 

De su comodidad, si somos clementes, de su absoluta e irremediable estupidez, si quisiésemos ser cáusticos e hirientes.

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