sábado, 18 de agosto de 2018

Los hielos eternos

During further attempts to obtain information from the Inuit, the officers discovered that an Inuit woman, Iligluk, had an impressive ability for drawing maps. Lyon spent most time with her as she covered a strip of dozen sheets of paper with large scale sketches, while Parry attention was caught by Iligluk's depiction of what seemed to be a strait leading westward just to the north of her own island of Amitioke. By now other Inuit were enthusiastically drawing maps, but Parry noticed that 'no two charts much resembled one another. Iligluk was in a different class from the others, and the officers encouraged her to draw small-scale maps and taught her to 'box the compass' so that she could align natural features correctly. To their delight, after tracing the coast north of Winter Island, Iligluk 'brought the continental coast round to the westward, and afterwards to the SSW, so as to come within three or four days' journey of Repulse Bay', If she was correct, then the ships were near the northeastern tip of America, and once round that, the way westward should lie open. As Lyon described Iligluk's maps, he confessed that 'this little Northwest Passage set us all castle-building, and we already fancied the worst part of our voyage over'.

Glyn Williams, Artic Labyrinth

En el curso de intentos posteriores de obtener información de los Inuit, los oficiales descubrieron que una mujer Inuit, Iligluk, poseía una habilidad impresionante a la hora de trazar mapas. Lyon la acompaño durante la mayor parte del tiempo que ellas pasó rellenando docenas de hojas de papel con amplios esquemas. Mientras, Parry estaba absorto con por la descripción que Iligluk había hecho de un estrecho con dirección oeste justo al norte de su isla de Amitioke. En ese momento, otros Inuit estaban dibujando con entusiasmo mapa tras mapa, pero Parry señaló que « no había dos que se parecieran ». Iligluk estaba muy por encima de ellos, así que los oficiales la animaron a « seguir la brújula », de manera que los accidentes geográficos quedaran alineados correctamente. Para su alivio, tras trazar el perfil de la costa al norte de Winter Island, Iligluk « hizo girar el borde costero hacia el oeste y luego hacia el sursuroeste, a una distancia de cuatro días de viaje de Repulse Bay » Si estaba en lo cierto, los barcos estaban cerca de la punta noroeste de América y una vez doblada la vía hacía al oeste debía quedar abierta. Cuando Lyon describió los mapas de Iligluk, confesó que « este pequeño paso del noroeste nos llevó a construir castillos en el aire, como si viéramos ya tras de nosotros lo peor de nuestro viaje»

Les confieso que tengo debilidad por los relatos de exploraciones polares.  Mi fascinación tiene un doble origen, vernesco, de un lado, televisivo, de otro. El nombre de la novela de Verne es, por supuesto, Las aventuras del capitán Hatteras, donde el capitán homónimo y su buque Forward se pierden en el laberinto de islas del norte de Canada, buscando paso libre de hielos hacia el polo norte del planeta. La televisiva es una serie documental que vi siendo niño, dedicada a los viajes del explorador noruego Roald Amundsen. Un aventurero que fue, ni más ni menos, el primero en navegar el paso del noroeste, llegar al Polo Sur y, junto con el italiano Nobile, alcanzar el Polo Norte en dirigible, entre  otras muchas aventuras, no todas con éxito, que sería largo de relata aquí.

A lo largo de los años, espigando aquí y allá, conseguí hacerme una idea más o menos aproximada de como se había llegado a explorar los dos pasos, el del noreste y el del noroeste, así como llegado a los dos Polos y cartografiado el vasto continente antártico. Sin embargo, me faltaba una obra de conjunto en la que todos esos datos estuviesen recogidos juntos, una laguna que la obra de Williams que les reseño ha venido a suplir en parte. Y digo en parte, porque se centra en la exploración del paso del noroeste, con referencias sumarias al otro paso, y ninguna sobre la conquista de los polos. Éste es su mayor defecto, si es que eso se puede llamar así, y ya si quisiese ponerme tiquismiquis, me da la impresión de que la expedición de Amundsen de 1903, la que navegó finalmente el paso, queda un tanto desdibujada, comparada con la abrumadora cantidad de detalles de los intentos anteriores.

Pero son sólo defectos menores, porque la realidad es que el libro me ha fascinado. Leyéndolo he vuelto a ser, por unos días, el niño aquél que se quedaba embobado con las penalidades del capitán Hatteras y la travesía de Amundsen. En este libro está todo lo que yo recordaba y mucho más. El coraje temerario que supone adentrarse por mares desconocidos, en medio de un laberinto de islas casi deshabitadas, fuera de los Inuits, y completamente inhospitas para un europeo, con el peligro constante de quedarse atrapado entre los hielos y verse obligado a invernar. Con el frío, las enfermedades, principalmente el escorbuto, y el hambre acechando a cada instante. Con la soledad, la obscuridad y el tedio pesando sobre el espíritudurante días, semanas y meses interminables, royendo las fuerzas, carcomiendo la resistencia. 

Todo ello, no se olvide, sin GPS para orientarse, radio para comunicar las dificultades, ni posibilidad de ser rescatados en caso de catástrofe. Cualquier ayuda estaba a miles de kilómetros, en otro continente, sólo se pondría en marcha al cabo de varias años sin noticias y aún entonces, podría tardar meses en estar preparada.



Con todas esas dificultades, el descubrimiento del paso al noroeste es una empresa que va a llevar tres siglos largos de penalidades. Los que median entre la travesía de Amundsen en 1903 y 1576, cuando Frobisher avistó la tierra de Baffin, primer obstáculo en el camino. Un proceso en el que puede distinguirse cuatro etapas.

El primero, más o menos centrado en las últimas décadas del siglo XVI y la primera mitad del XVII, en el que navegantes como Frobisher, Davis, Baffin y Hudson, en busca del famoso paso, van a encontrar dos vías prometedoras, pero que pronto se revelan traicioneras y tortuosas. Una libre de hielos, luego utilizado por los balleneros, que lleva muy hacia el norte, entre la tierra de Baffin y Groenlandia y otras, más merodional, que conduce a la bahía de Hudson, donde pronto se va a establecer un floreciente negocio de trata de pieles.  En la exploración de esa Bahía y de sus confines orientales, donde se creía que podía estar el paso, es en lo que se consume la segunda mitad del XVII y la primera del XVIII. Un esfuerzo que va a tener un resultado negativo. Los europeos descubren, muy a costa suya, que no están preparados para una invernada entre los hielos, donde el escorbuto y el frío diezman las tripulaciones y, al menos en una ocasión, causan la desaparición completa de una expedición.  

Esto lleva a que los siguientes intentos se realicen por tierra. Utilizando por primera vez el saber geográfico de los nativos, los comerciantes de pieles de la Compañía de Hudson se adentran por los espacios helados del norte de Canada en dirección Nornoroeste. Determinan así que no hay ninguna vía navegable entre la Bahía de Hudson y el Océano Pacífico, así como que el mar propiamente dicho se halla muy, muy al norte, casi en el límite de cualquier expedición a pie. El único resultado positivo es que los europeos empiezan a aprender a sobrevivir en aquellas tierras y a confiar en la experiencia de Indios e Inuit, aunque aún tardarían en adoptar sus métodos, como sí haría Amundsen.

La segunda mitad del XVIII se ocupa en grandes expediciones científicas, Bering, Cook, Vancouver, Malaespina, que van a cartografiar las costas canadienses y de Alaska. El principal logro es el descubrimiento del estrecho de Bering y el desmentido de los múltiples infundios esparcidos por anteriores exploradores en el siglo XVI, como Juan de Fuca, Maldonado o de Fonte, que habían dicho haber encontrado el paso y además uno libre dec hielos. Como ya habían demostrado los tramperos de la compañía de Hudson, no había tal y cualquier paso sólo era posible a través del estrecho de Bering, en latitudes donde los hielos obligarían a invernar.

la última fase, en la primera mitad del siglo XIX fue de predominio británico. Expediciones como la de Ross, Parry, McClure o Franklin se prepararon concienzudamente. Los barcos estaban diseñados para resistir el hielo y eran capaces de embarcar provisiones para más de tres años. Los capitanes y oficiales estaban entrenados para mantener la disciplina y la moral durante las invernadas, con todo tipo de actividades y esparcimientos, al mismo tiempo que las tripulaciones podían abandonar los barcos y caminar, llevando su equipo, cientos de kilómetros sobre el hielo. Estos avances aseguraban la integridad física y mental de las tripulaciones, además de permitir viajes de exploración más largos y concienzudos, pero también llevarón a que los capitanes se volvieran más audaces, casi temerarios. Así, a medida que avanzaba el siglo varias expediciones estuvieron a punto de perderse definitivamente, destino del que sólo les salvó la casualidad y el coraje. Hasta que la expedición de Franklin, en 1845, desapareció sin dejar rastro.

La búsqueda de sus barcos, el Erebus y el Terror, no comenzó hasta 1848, una vez que se consideró superado el límite de las provisiones que llevaban. Durante dos décadas, fueron incontables las expediciones en su búsqueda y algunas estuvieron a punto de desaparecer también. Ninguna encontró huella alguna, salvo tres tumbas en la isla de Beechey, donde se suponía que tuvo lugar la primera invernada en 1845-46, en parte porque la ruta que había seguido Franklin sólo estaba libre de hielos en años muy contados y no se había dejado, como era costumbre en caso de invernada, un informe de las intenciones de la expedición para el año siguiente. Fue sólo en 1859, cuando comenzaron a llegar informes de que los Inuits habían visto un nutrido grupo de europeos en marcha sobre el hielo, pero que todos habían muerto de hambre y agotamiento. Esas noticias venían acompañadas de objetos que sólo podían provenir de la expedición de Franklin, lo que se confirmó cuando, en la zona indicada por los Inuits, se encontró el único documento conservado de la expedición.

En él se confirmaba que Franklin había muerto en la primavera de 1848 y que la tripulación superviviente había abandonado los barcos, intentando llegar a pie a las factorías de la bahía de Hudson. Con tan pocas pruebas documentales poco se podía reconstruir y cualquier intento debía basarse, por fuerza, en las tradiciones Inuit,  al mismo tiempo exactas y contradictorias, así como en el largo rastro de restos y muertos, algunos con señas de canibalismo, que los expedicionarios fueron dejando en su camino de huida hacia el sur. Un misterio que en los últimos años ha dado un nuevo giro, con el hallazgo de los pecios intactos del Erebus y el Terror, justo donde los Inuit decían que estaban, pero muy al sur de la posición registrada en el único documento conservado. Se confirmaban así ciertos indicios que indicaban que parte de la tripulación podía haber vuelto a los barcos e intentado navegar con ellos. Empresa imposible puesto que el área donde quedó atrapada la expedición se caracteriza por ser una encrucijada donde convergen corrientes que arrastran los hielos. Una ratonera natural.

El principal resultado de la catástrofe de la expedición de Franklin fue que, una vez cesada la búsqueda, ya no se organizaron otra nuevas. Hubo que esperar a 1903 cuando Amundsen lo logró, cruzando, curiosamente, por las mismas aguas donde descansaban el Erebus y el Terror.

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