There is no consensus among social scientists about the conditions under which radical flanks either harm or help a social movement. In our estimation, however, many successful non violent campaigns have succeeded because they systematically eroded or removed entirely the regime's sources of power, including the support of economic and military elites, which may have hesitated to support the opposition if they have suspected that the campaign would turn violent. The more a regime's supporters believe a campaign may become violent, or that their interests will be gutted if the status quo is changed, the more likely that those supporters and potential participants may perceive the conflict to be a zero-sum game. As a response, regime supporters are likely to unite to counter the perceived threat, while potential participants may eschew participations for the reasons just identified. A unified adversary is more harder to defeat for any type of campaign. In conflicts perceived as zero-sum games, it is difficult for erstwhile regime supporters to modify and adapt their ideologies and interests according to shifts in power. Instead, they will fight tooth and nail to keep their grip of power, relying on brutal force if necessary. There is less room for negotiation, compromise, and power sharing when regime members fear that even small losses of power will translate into rolling heads. On the other hand, our central point is that campaigns that divide the adversary from its key pillars of support are in a better position to succeed. Non-violent campaigns have a strategic advantage in this regard.
Erica Chenoweth, Maria J. Stephan. Why Civil Resistance works
No hay un acuerdo entre los científicos sociales sobre en qué condiciones la aparición de frentes radicales pueden favorecer o perjudicar un movimiento social. En nuestro análisis, sin embargo, muchas campañas no violentas que han tenido éxito lo han hecho porque erosionaron sistemáticamente las fuentes de poder del régimen o las eliminaron por completo, incluyendo el apoyo de las élites militares y económicas, que podrían haber dudado en apoyar a la oposición si la campaña se hubiese vuelto violenta. Cuanto más creen los partidarios de un régimen que una campaña se tornará violenta, es tanto más probable que estos partidarios y los participantes en la campaña la conciban como un juego de suma cero. Como respuesta, es probable que los partidarios del régimen se unan para contrarrestar la amenaza percibida, mientras que participantes en potencia pueden rehuirla por las razones ya apuntadas. Un adversario unido es más difícil de derrotar para cualquier tipo de campaña. En conflictos concebidos como juegos de suma cero, es difícil que los partidarios anteriores del régimen modifiquen y adapten sus ideologías de acuerdo con los cambios de poder. Por el contrario, lucharan con uñas y dientes para mantenerse en él, recurriendo al uso de la fuerza si es necesario. Queda menos espacio para la negociación, el compromiso y la compartición del poder cuando los miembros del régimen temen que haya depuraciones incluso con pequeñas cesiones. Por otra parte, nuestro argumento central es que las campañas que separan al adversario de sus fuentes fundamentales de poder están mejor situadas para ganar. Las campañas no violentas tiene la ventaja estratégica a este respecto.
Gracias a la web La página definitiva descubrí este corto ensayo, pero aún interesantísimo, de las científicas políticas americanas Erica Chenoweth y Maria Stephan. En él, se plantea un problema de gran importancia en el mundo moderno: cuál es el mejor método para obrar un cambio político en condiciones de ocupación, opresión o dictadura. Con mayor precisión, si son más efectivas las insurgencias armadas y los movimientos terroristas o lo son las campañas de resistencia pacífica. Un estudio que rehuye las especulaciones sin fundamente, sino que toma como base objetiva una larga lista de movimientos, pacíficos y violentos, desde 1900 hasta hoy, analizando con medios estadísticos cuáles tuvieron éxito, cuáles no, y por qué razones. Sistematización y comparación que se complementa con cuatro análisis exhaustivos de movimientos particulares. La primera intififada palestina, a medias pacífica, a medias violenta, que acabó fracasando; la rebelión popular pacífica contra el gobierno autoritario de Marcos en Filipinas, que triunfó; la revolución islámica iraní, también pacífica y también triunfante; y por último, el fracaso del movimiento pacífico contra la dictadura Birmana, a finales de los ochenta.
Pues bien, las conclusiones de Chenoweth y Stephan son que, estadísticamente, los movimientos pacíficos tienen más posibilidades de triunfar que los violentos, por una abrumadora diferencia. Es decir, no sólo la inmensa mayoría de los cambios políticos se han debido a campañas no violentas, sino que, considerando sólo los violentos, la tasa de triunfo en ese conjunto es bastante baja. Además, cuando se comparan los regímenes sucesores de estas revoluciones, se observa que los surgidos de movimientos violentos tienden a ser dictatoriales y autoritarios, llevan aparejada a la represión sangrienta de los perdedores y dejan profundas cicatrices en las sociedades afectadas, que pueden llevar incluso a la guerra civil o la contrarrevolución pasados algunos años.
Es una tesis que yo comparto, aunque sea por razones éticas, pero la pregunta obvia es: ¿Por qué esa diferencia tan clara?
Para las dos estudiosas americanas la razón radica en dos puntos fundamentales. La primera es que la participación en una campaña no violenta es menos peligrosa que en una violenta. Las acciones pacíficas, como huelgas, sentadas, manifestaciones o boycott, pueden ser emprendidas por cualquiera sin tener entrenamiento especial y con cierta protección frente a represalias, que recaerán sobre los cuadros organizativos del movimiento. Por el contrario, en una campaña violenta, la especialización requerida a sus miembros y el peligro evidente que corren pondrán límites muy estrictos a su tamaño, que raramente pasará de unos miles. Esta diferencia de tamaño es crucial, puesto que, según el estudio, la probabilidad de triunfo crece exponencialmente con el porcentaje de población involucrada. Tanto, que el paso de 1 a 2 participantes por cada mil habitantes, que apenas supone incremento neto, puede ser decisivo.
Por otra parte, las insurgencias violentas tienden a ser bastante rígidas en sus tácticas, reducidas a atentados y asesinatos, mientras que la panoplia de acciones a la disposición de las pacíficas es bastante amplia. Tanto, que permite una flexibilidad que se convierte en otra ventaja, al permitir su adaptación continua a las condiciones cambiantes, conservando la iniciativa frente a la represión gubernamental. Esto lleva al segundo punto crucial en el análisis de Chenoweth/Stephan. La insurgencia sólo triunfará si consigue que haya defecciones en los órganos de poder, incluido el ejército. Esa división en el seno del poder conduce a una parálisis que evita, por ejemplo, la aplicación de una represión extrema y que puede amplificar la repercusión de cualquier presión internacional. Obviamente, estas defecciones sólo se producirán si los desafectos tienen la certeza de que su integridad física, su libertad y sus posesiones serán respetadas por el nuevo régimen, algo mucho más probable en el caso de una subversión pacífica que no en el de una violenta, más dada al ajuste de cuentas posterior.
Hasta aquí, nada que objetar, pero sí me gustaría llamar la atención sobre tres problemas, uno de ellos señalado por las propias autoras, otro metodológico y otro de aplicación práctica.
El primero es una advertencia. Aunque los movimientos pacíficos tengan una clara ventaja estratégica y grandes posibilidades de triunfar, tanto más cuanto mayor sea el porcentaje de población involucrado, esto no asegura que el nuevo régimen vaya a ser una democracia, ni que respecte libertades y derechos humanos. Un ejemplo claro es la revolución islámica de 1979, analizada en detalle por las autores, cuando un régimen dictatorial de especial crueldad como el del Sha fue derribado por manifestaciones masivas en las que participaron millones de personas. Sin embargo, el nuevo régimen se constituyó como una teocracia en la que se persiguió, encarceló y ejecuto a izquierdistas, liberales y progresistas, al mismo tiempo que se pisoteaban los derechos de las mujeres.
Mi segundo reparo es la ausencia, en el estudio de Chenoweth/Sthepan, de un breve resumen explicativo sobre las condiciones y resultados de cada campaña. Por ejemplo, resulta curioso que no se haga referencia al mayo del 68 francés, ni al largo ciclo de oposición contra el franquismo en la España de 1960 a 1977. Asímismo, en el caso de las resistencias violentas, no queda claro con qué criterios las autoras las atribuyen éxito o fracaso. Por ejemplo, durante la segunda guerra mundial, se señala que la resistencia francesa tuvo un éxito parcial mientras que la italiana fracasño. Sin embargo, en ambos casos la liberación de ambos países sólo se obró con el avance de las tropas aliadas, sin que los movimientos de resistencia tuviesen otro papel que no fuese secundario, ligado y sometido a las operaciones militares en el frente.
Esta referencia a la Segunda Guerra Mundial no es casual, ya que nos lleva directamente al tercer punto, el más espinoso. Llevadas por su entusiasmo, Chenoweth/Stephan concluyen que las revoluciones pacíficas podrían triunfar ante cualquier régimen, por opresivo que éste fuera e incluso ante políticas genocidas. Por desgracia, no puedo compartir ese entusiasmo, comprensible dado el éxito reciente de estos movimientos pacíficos ante regímenes dictatoriales, siempre prestos a utilizar la violencia ante la insurgencia. Sin embargo, este triunfo se debe solamente a que esos regímenes, aunque parezca mentira, se ven constreñidos por ciertas reglas inviolables: las impuestas por una comunidad internacional cada vez más opuesta a cualquier violencia contra la población civil y por ello mismo más dispuesta a intervenir para impedirla, así como la visibilidad creciente que la televisión y el periodismo han dado a esos conflictos, que ya no pueden permanecer ignorados ni silenciados
Por ello, se me hace difícil creer que un movimiento pacífico pudiera triunfar enfrentado a un régimen genocida como el nazi, para el cual todo conflicto se solucionaba rellenando fosas comunes con cadáveres. O por no parecer parcial, con el estalinismo de 1930-1950, que podía actuar a su antojo sabiendo que nadie se enteraría de sus desmanes... o que incluso los aplaudirían.
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