jueves, 31 de marzo de 2016

Leyendo a Tucidides (IV)

Melios: «Pues, si vosotros corréis un tan gran peligro para no ser desposeídos de vuestro imperio, y también lo afrontan aquellos que y a son esclavos a fin de liberarse, para nosotros que todavía somos libres sería ciertamente una gran vileza y cobardía no recurrir a cualquier medio antes que soportar la esclavitud».
Atenienses: «No, si deliberáis con prudencia; pues no es  éste para vosotros un certamen de hombría en igualdad de condiciones, para evitar el deshonor; se trata más bien de una deliberación respecto a vuestra salvación, a fin de que no os resistáis a quienes son mucho más fuertes que vosotros».

 Melios: «Pero nosotros sabemos que de las vicisitudes de las guerras a veces resultan suertes más equilibradas de lo que la diferencia entre las fuerzas de las dos partes permitiría esperar. Y para nosotros, ceder significa la desesperanza inmediata, mientras que con la acción todavía subsiste
la esperanza de mantenerse en pie».
Atenienses: «La esperanza, que es un estímulo en el peligro, a quienes recurren a ella desde una situación de superabundancia, aunque llegue a dañarles, no les arruina; pero a aquellos que con ella arriesgan toda su fortuna en una sola jugada (la esperanza es pródiga por naturaleza) les
muestra su verdadera cara en compañía de la ruina, cuando ya no deja ninguna posibilidad de guardarse de ella una vez que se la ha conocido.


Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso.

El llamado diálogo de los Melios y los Atenienses es una de las cumbres de la Historia de la Guerra del Peloponeso. Ilustra a la perfección la inevitable deriva a la que se ve sometido todo imperio y que ya les anunciaba en la entrada anterior. Ésta consiste en que poco a poco las decisiones políticas terminan por ser dirigidas por la facción más dura y radical de esa potencia imperial, de manera que el mundo acaba por ser dividido en amigos y enemigos, sin posibilidad de posiciones neutrales. Estos neutrales son obligados así a posicionarse frente al Imperio, bien eligiendo someterse para terminar convertidos en subditos de la potencia dominante, bien o enfrentarse abiertamente a ella. Una decisión que puede tener consecuencias catastróficas en el caso de que este neutral sea débil o se halle alejado y aislado geográficamente de los enemigos de la potencia dominante.

Hay que subrayar que ese enfrentamiento con la potencia imperial no tiene porque ser explícito. Como muy bien explica Tucidides en este diálogo, basta con ser neutral y pretender continuar siéndolo, manteniéndose al margen de alianzas y guerras, para atraer las iras de un Imperio, cualquiera que éste sea. Esta antipatía será tanto mayor cuanto más cercano esté ese neutral de la zona de influencia de la potencia regional, ya que su sola presencia allí, libre e independiente, es una justificación y una esperanza para cualquiera de los sometidos, que puede así intentar liberarse del yugo opresor de ese imperio. La potencia imperial se ve - o se cree -, por tanto, obligada a aplastar cualquier tipo de resistencia, existente o inexistente, implícita o explicita, real o imaginada, haciéndolo con tanta mayor dureza como declarada sea la oposición, la disidencia, de esos neutrales.

El problema es, por tanto, claro, meridiano, y su solución y consecuencias no mucho menos, generalmente trágicas. Queda justificado así que este pasaje, ilustración de ese destino irremediable, se considere una obra maestra, tanto del análisis y la teoría histórica como de la literatura.

Sin embargo, la primera vez que lo leí no me satisfizo. Echaba algo en falta.

Ese elemento perdido no era otro que un desarrollo dialéctico. Lo que yo esperaba era una presentación de las posiciones enfrentadas, las de los Melios y las de los Atenienses, seguido de un conflicto dialéctico entre ambas que llevase a una conclusión clara, a la victoria de una de las partes que diese la razón a su postura. Sin embargo, toda esa estructura polemista, existente y fundamental en otros discursos de Tucidides, que le lleva a agruparlo en parejas, uno por cada postura, estaba ausente en este caso. Cualquier debate parecía haber tenido lugar fuera de escena, antes de este enfrentamiento definitivo, donde los participantes parecían limitarse a recitar su papel, sabedores de que no conseguirían convencer al contrario y que la sentencia ya estaba dictada antes de entrar en escena.

El diálogo entero tiene, por tanto, un desarrollo áspero, mellado,  que concluye en un final abrupto en el que los atenienses rompen las negociaciones y amenazan a los Melios con las consecuencias de su testarudez. Esta violencia - tan normal, por otra parte, en el mundo real - era lo que provocaba mi insatisfacción con este debate inexistente e interrumpido y me impedía concederle la primacía frente a otros, como el de la decisión y corrección de las represalias tras la rebelión de Lesbos, que ya les comenté la semana pasada. Sin embargo, ahora me parece que esta tosquedad en el desarrollo de un debate que nunca llega, ni puede, ser tal es una hábil estrategia de Tucidides a la hora de ilustrar la deriva imperialista en la que se hallan sumidos los atenienses, su conversión definitiva en halcones, para los cuales la violencia, el sometimiento y la conquista son las únicas soluciones válidas y posibles.

El debate no puede existir porque ambas partes no quieren escucharse. Mejor dicho, los atenienses no admiten otra solución que la rendición sin condiciones de los Melios y su conversión en subditos del imperio. Frente a esta inevitabilidad, no hay respuesta ni argumentación posible que valga, mucho menos aquellas basadas en la justicia o en la clemencia, en el respeto a la libertad y la integridad de los pueblos que son independientes y que con sus acciones jamás han perjudicado o favorecido a los distintos bandos en que se separa el mundo. Peor aún, ese recordatorio de la injusticia de las acciones de los poderosos provoca que éstos sean aún más inhumanos y crueles. Simplemente porque su dominio se basa en el poder, en la indiscutibilidad e inexorabilidad del mismo, de manera que cualquier gesto de clemencia, de templanza y magnanimidad sería visto como debilidad, como acicate para que los débiles tentasen el derribo de los poderosos. Algo posible cuanto más fueran los que osasen hacerlo.

Y así es el destino de los débiles cuando negocian con los fuertes, agachar la cabeza y someterse, porque la igualdad en las negociaciones sólo es posible en igualdad de fuerza y poder. Como bien se ha visto en el diferente trato con que la UE ha tratado a Grecia y a Gran Bretaña cuando han pretendido desviarse del camino trazado, poniendo en tela de juicio las normas dictadas desde lo alto. A los griegos se la humillado, no sólo obligándoles a aceptar condiciones vejatorias, sino convirtiéndoles, a ojos de la opinión pública europea, en culpables de todos los males de Europa. Por el contrario, a los otros, a los británicos, se les ha tratado con algodones, permitiéndoles hacer como gustasen a cambio de vagas y tenues promesas, que no se verán obligados a guardar y para cuyo incumplimiento siempre podrán encontrar excusas.

Aplaudidas y elogiadas por los que se dicen sabios y rectores.

Atenienses: No vayáis a tomar la senda de aquel sentimiento del honor que, en situaciones de manifiesto peligro con el honor en juego, las más de las veces lleva a los hombres a la ruina. Porque a muchos que todavía preveían adonde iban a parar, el llamado sentido del honor, con la fuerza de su nombre seductor, les ha arrastrado consigo, de modo que, vencidos por esa palabra, han ido de hecho a precipitarse por voluntad propia en desgracias irremediables, y se han granjeado además un deshonor que, por ser consecuencia de la insensatez, es más vergonzoso que si fuera efecto de la suerte. De esto vosotros debéis guardaros si tomáis el buen camino. No consideréis indecoroso doblegaros ante la ciudad más poderosa cuando os hace la moderada propuesta de convertiros en aliados suyos, pagando el tributo pero conservando vuestras tierras, ni dejar de porfiar por tomar el peor partido cuando se os da la oportunidad de elegir entre la guerra y la seguridad. Porque aquellos que no ceden ante los iguales, que se comportan razonablemente con los más fuertes y que se muestran moderados con los más débiles son los que tienen mayores posibilidades de éxito. Reflexionad, pues, cuando nos hayamos retirado, y no dejéis de tener presente que estáis decidiendo sobre vuestra patria, y que de esta única decisión sobre esta única patria que tenéis, según sea acertada o no, dependerá que sea posible mantenerla en pie.

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