jueves, 10 de marzo de 2016

El hombre de las mil caras





















Hablando de mitos, si son cinéfilos de cierta edad sabrán que hay dos especialmente persistentes. Uno atribuye la invención del cine a los hermanos Lumière en 1895, el otro la creación del largometraje comercial a D.W. Griffith en 1916, Con The Birth of a Nation. Ambos son igual de interesados e igual de falsos, como pueden suponer. El primero olvida los muchos intentos e invenciones técnicas que llevaron a la primera sesión de proyección público, así como el sistema paralelo que Edison estaba comercializando en los EEUU, para subrayar y apelar a una pureza originaria del cine contrapuesta al comercialismo de Hollywood. 

Aunque equivocada, este primer equívoco cinematográfico nos ha traído mucho bien, puesto que las vanguardias de ambos lados del Atlántico en los sesenta invocaron ese fantasma para justificar sus nuevos modos de cine, más baratos, más sinceros y más libres. La segunda distorsión, la Griffithiana, es mucho más perversa y persistente, ya pretende erigir un estilo cinematográfico, el narrativo basado en el montaje y el artificio, como norma única al que deben ajustarse el resto de las películas, una opinión que, como ya sabrán, sigue enturbiando la concepción y consideración de lo que debe ser una obra cinematográfica.

Por otra parte, The Birth of a Nation se ha constituido como epítome de la genialidad, obra creada ex nihilo, que fundo las reglas por las que debía regirse la cinematografía y que no debe nada a sus predecesoras. Sobre ellas, la fama y prestigio de la película de Griffith ha extendido un tupido velo, imposibilitando su visión durante años e incluso llevando a que se perdiesen, ya que todas esas producciones "prehistóricas" se consideraban torpes y desmañadas,  como mucho germen informe de aquéllo que Griffith debería llevar a su perfección.

Para disipar este error historiográfico basta simplemente la propia producción de Griffith, quien en la década de los años 10 del siglo XX prácticamente construyó un laboratorio cinematográfico donde poner a prueba formas y soluciones que luego aprovechará en su obra mayor. Sin embargo, justo en esa década, en Europa, surgen obras que no sólo anteceden y anticipan a The Birth of a Nation, sino que tienen tanto derecho como la película de Griffith a considerarse como el origen del cine comercial y del modo narrativo. Se trata de Cabiria (1914) de Giovanni Pastrone, de la que ya les hable hace unas cuanteas entradas, y de los seriales de Louis Feuillade, Fantômas (1913-1914) y Les Vampires (1915-1916).

Precisamente, he estado viendo Fantômas, a la que pertenecen las capturas que abren estas anotaciones, por primera vez estos últimos fines de semana. Lo he hecho en la impresionante restauración del CNC Francés para Kino Lorber, que, como se suele decir, torna una obra rodada hace ya un siglo en filmada ayer mismo, con un contraste y una nitidez que realmente duele, y que hace pensar en cuantos de nuestros prejuicios sobre el cine mudo no son otra cosa que malentendidos, producto de la descomposición del celuloide y de los daños que el tiempo ha acumulado sobre él. 

Esta calidad del material fílmico, increíble en lo que era aún un arte artesanal y con importantes carencias técnicas que no se solventarían en muchos casos hasta los años cuarenta, hace olvidar los muchos tics que el cine arrastraba desde sus inicios. El más importante era su dependencia de los espectáculos teatrales contemporáneos, que le llevaba a adoptar el punto de vista de un espectador sentado en la platea, mientras que la representación de los actores abundaba en ademanes exagerados y estereotipados, que funcionan sobre un escenario, pero que chirrían plasmados sobre el celuloide.

Al mismo tiempo, esa misma renovada calidad prístina permite darse cuenta de lo maravilloso y revolucionario, de lo perfecto incluso, que era este arte desde sus inicios. De repente, vemos el Paris antes de la Primera Guerra Mundial ante nuestros ojos, retratado en unos planos que casi son documentales. Por otra parte, la cámara de Feullade ya no es teatral, aunque aún permanezca inmóvil. Busca efectos de iluminación, utiliza el contraluz, se atreve con los primeros planos e incluso los primerísimo. No sólo eso si no que en ocasiones llega a anticipar soluciones del mudo maduro, de aquellos directores capaces de expresar los conceptos más abstractos sólo con imágenes.

Fantômas es así una película semilla, un Ur-film, que dirían los alemanes, obra de la que surge todo  lo que habrá de existir después. No sólo por esta secuencia de hallazgos visuales que apuntan a una madurez propia del cine de los años veinte, sino porque en ella, en germen, se hallan fenómenos que siguen vigentes en nuestro presente, tan sofisticado y desengañado, como la serie interminable donde nada se resuelve para que pueda continuar al episodio siguiente, o la trama justificada por la acción. Mejor dicho por la acumulación de nuevos números circenses, que deben superarse continuamente a si mismo, y cuya única excusa, la razón en medio de su absurdo lógico, es precisamente ese más difícil todavía.

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