Lo primero que sorprende cuando se revisa The Thief of Bagdad, la fantasía oriental dirigida por Raoul Walsh y protagonizada por Douglas Fairbanks en 1924, es su renuncia expresa al realismo. No me refiero con esto a que la película se halle ambientada en un oriente de cartón piedra, cruce de fantasias exóticas europeas con la modernidad del art Nouveau, sino a que toda la película está concebida como si fuera una lujosa representación operística, adjetivo que en esta ocasión si se puede usar con toda propiedad.
Frente al estilo de actuación sobrio y natural que empezaba a ser común en esa época - y que luego
Este claro entusiasmo de Fairbanks en la interpretación del ladrón que da nombre a la película lleva al problema de la autoría. Cuando se ve The Thief of Bagdad está más que claro que sin él, la película perdería bastante entero, fuera quien fuera el director. Y si está dependencia de su actor principal en el resultado final del filme es innegable - sin que eso signifique que se convierta en un mero vehículo para una estrella -, no es menos evidente que la película perdería todo su encanto sin la intervención de otras dos personalidades que normalemente no se tienen en cuenta a la hora de juzgar el valor de una película: el director artístico, William Cameron Menzies, y el director de efectos especiales, Coy Watson, tan importantes como Walsh o Fairbanks a la hora de conseguir que The Thief of Bagdad siga siendo una película actual casi 90 años tras su estreno.
La aportación de Menzies consiste en haber creado una ciudad de Bagdad que es, al mismo tiempo, verosímil e imposible, salida de un ensueño, como los mismos cuentos de las Mil y Una Noches en que se basa la cinta, y al mismo tiempo, habitable y explorable, plena de recovecos y escondrijos, cuya búsqueda y descubrimiento constituye un placer por sí solo. Un oriente que es completamente irreal, sin referencia o relación con lo que podría encontrar un occidental si viajase a esos países, y por eso mismo perteneciente al mundo de los sueños y las fantasías, de aquéllas que pudiera concebir ese mismo occidental si no hubiera salido jamás de su casa y sólo contase, para recrearlo, con narraciones, pinturas y grabados... y la influencia de la modernidad artística más avanzada de su tiempo.
Un escenario para lo maravilloso, por tanto, que podría haber permanecido baldío sino hubiera sido por la intervención de Watson, que se las arregló para poblar esos escenarios de auténticas maravillas y prodigios, como convenía a la narración. Unos trucos que no ocultan su raigambre meliesana o incluso su apariencia de guardarropía, pero que por su misma sencillez, por la sinceridad y elegancia con que son presentados y ejecutados, se tornan verosímiles, incluso posibles, resultado final al que ayuda que gran parte de esos efectos y trucos son realizados en el propio espacio de actuación o con el simple recurso a la superposición de imágenes reales. Es decir, que los paisajes de ensueño de Menzies realmente tienen esa altura y ocupan ese espacio, influyendo inconscientemente en el modo en que los actores se mueven y reaccionam, mientras que las acrobacias y audacias de Fairbanks realmente entrañan un peligro, a su vez percibido como tal por el espectador.
El resultado de la colaboración de tantas figuras de primera fila, especialmente inspiradas - y se me olvida Mitchel Leissen como encargado del complicado vestuario - es la construcción de una fantasía válida tanto en su tiempo como ahora, apreciable tanto para un niño pleno en ilusión como para un adulto desengañado, como demostraría las muchas veces que ha sido copiada y "actualizada" en el siglo tras su creación. Un producto al que sólo se podría hacer un reproche, el de orientalismo, es decir, la perpetuación de los errores interesados del colonialismo, pero que curiosamente, comparado con la exasperación actual frente al Oriente Islámico, se muestra curioso, fascinado, por el Islám y sus logros, religión y cultura que muestra llenas de sabiduría y experiencia, completamente válidos para el mundo moderno.
Sin contar con que puede ser una de las pocas películas occidentales que hace de un Imán un personaje positivo, quien con su ejemplo y lecciones, transforma al ladrón del inicio, en el príncipe virtuoso del final. Aunque eso sí, sin perder un ápice de su audacia y valentía.
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