Cuando se estreno Cross de Iron de Sam Peckinpah, y durante muchos años después, se la consideró como una obra menor en la filmografía de este director, como una película fallida que no había sabido armonizar su mensaje pacifista con su fascinación por la representación explícita de la violencia.
Ha llovido mucho desde entonces y en lo que concierne a la representación de la violencia, hace ya mucho que las películas de Peckinpah quedaron anticuadas. No obstante, lo que sí ha quedado claro es que Cross of Iron, a pesar de sus problemas, es una de las mejores obras de este director, su última obra maestra, y que parte de la confusión que provocó en el público se debe a que se trata de una obra que cierra una época y abre otra.
Como ya he dicho antes, se trata de una película pacifista que representa la violencia, el horror indescriptible del combate, sin recubrirlo con ningún tipo de tapujos, excusas, glorificaciones o romanticismos. En ella, la guerra no es más que un matadero universal, donde ninguna muerte tiene sentido o utilidad, excepto la de sobrevivir un poco más, junto a los camaradas que te han tocado. Una experiencia que no sólo afecta al cuerpo, sino también a la muerte, convirtiendo a los soldados en parias cuyas experiencias les impedirán volver a la vida normal, incapaces de olvidar el horror que han vivido y del cual el resto del mundo no tiene ni idea.
Un mundo exterior, el de la paz, que a pesar de su lejanía, sigue influyendo sobre el microcosmos de muerte y destrucción de los soldados, ya que las diferencias de clase y de riqueza, se reproducen en el estamento militar, otorgando poder absoluto a aquellos que ya lo tenían en la vida civil, y argumentando su repulsa a los conflictos no sólo en su condición de asesinato masivo, sino en su aspecto Clauseviano de continuación de la política por otros medios, según la cual los más pobres e indefensos, tienen que morir para defender la posición y los privilegios de otros, aspectos perfectamente reflejados en la cinta.
En ese sentido se une a una larga tradición cinematográfica de obras que rechazan frontalmente la guerra y cuyo único defecto, que las hace extrañas y lejanas al público real, era que las costumbres de la época impedían mostrar en todo su realismo los efectos que la munición y las bombas tienen sobre el cuerpo humano. Tras ella, todas las películas de guerra, excepto unas cuantas excepciones que no hace falta les recuerdem, han competido por ir un poco más en ese naturalismo, olvidando la denuncia de los efectos y las causas de las guerras, y deviniendo en relato de hazañas bélicas o glorificación de banderas, países y políticas concretas.
Esas banderas, ese uniforme, ésos grados militares, ese ejército en resumen, que Steiner odia con todo su corazón y que le lleva siempre a estar al borde de la insubordinación, tolerada por sus capacidades de combate. Una división interior, entre lo que piensa y lo que se ve obligado a hacer, que poco a poco le va conduciendo a la tierra de nadie, a desertar del ejército y despojarse de todas las mentiras y falsedades asociadas a vestir ese uniforme.
Para ser nuevamente libre y realizar un último acto de nobleza, aunque sea por un breve instante, antes de morir.
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