Le cœur me battait. Je la décachette, et je vois l'adresse en italien: Au plus honnête homme que j'aie connu au monde. Je déploie,et je vois au bas de la feuille: Henriette. C'était tout. Elle avait laisse la feuille en blanc. A cette vue je suis resté immobile en corps et en âme. Io non mori e non rimasi vivo. Henriette! C'était son style, son laconisme. Je me suis rappelé sa dernière lettre de Pontarlier, que j'ai reçue à Genève, qui ne me disait autre chose que: Adieu. Chère Henriette que j'avais tant aimée et qu'il me paraissait d'aimer encore avec le même feu. Tu m'a vu, et tu n'as pas voulu que je te voie? Tu as peut-être cru que tes charmes puissent avoir perdu la force avec ils enchaînèrent mon âme il y a seize ans, et tu n'as pas voulu que je voie qu'en toi je n'ai aimé qu'une mortelle. Ah cruelle Henriette, injuste Henriette! Tu m'as vu et tu n'as pas voulu savoir si je t'aime encore. Je n'ai te pas vu et j'ai ne pas pu savoir de ta belle bouche si tu es heureuse. C'est la seule question que je t'aurais faite.
Giacomo Casanova, Histoire de ma vie, Volumen IX, Capítulo IV
El corazón me latía.Rompo el sello y veo la dirección en italiano: Al hombre más honesto que yo haya conocido en el mundo. La despliego y veo al final de la hoja: Henriette. Eso era todo. Había dejado el resto de la hoja en blanco. Ante esta vista permanecí inmóvil, en cuerpo y en espíritu. No moría y no estaba vivo. ¡Henriette! Ese era su estilo, su laconismo. Me acordé de su última carta desde Pontarlier, que recibí en Ginebra y que no decía otra cosa que Adiós. Amada Henriette que tanto había amado y que aún me parecía amar con idéntico fuego. ¿Me has visto y no has querido que te viera? Quizás creías que tus encantos podían haber perdido la fuerza con la que encadenaron mi alma hace dieciséis años y no quería que descubriese que sólo había amado a una mortal. ¡Ah, cruel Henriette, injusta Henriette! Tu me has visto y no has querido saber si aún te amaba. No te he visto y no he podido saber de tus bellos labios si eras feliz. Es la sola pregunta que te hubiera hecho.
Hablaba en otras ocasiones de la radical diferencia que existe entre los seductores Casanova y Don Juan, el primero preocupado únicamente por conseguir trofeos, mejor cuanto más difíciles y peligrosos, el segundo eterno enamorado, capaz de recordar con auténtica emoción a sus amantes de antaño, pasados los años, como muestra este pequeño extracto, en el que un Casanova de casi cuarenta años se topa con un antiguo amor de cuando tenía veinte.
Habría que añadir otra cosa, y que nos explicaría aún más esta emoción, y es simplemente que el Casanova que nos cuenta esta historia, todo lo decorada y deformada que se quiera, es un anciano de setenta años, convertido en una ruina por sus correrías a lo largo de toda Europa y las múltiples enfermedades sexuales contraídas en sus aventuras amorosas. Un hombre sin fuerzas y sin ilusiones, empleado como bibliotecario en Bohemia, en el castillo de Dux (actual Duchov) por un noble local, y que cuando escribe estas líneas, en la década de los 90 del siglo XVIII, contempla como todo el mundo que había conocido, el de sus amores y sus juventud, está siendo barrido por el viento de la revolución francesa, y como su propia patria, la serenísima república de Venecia ha dejado de existir tras 1000 años de historia, abolida por un Napoléon aún joven, pero ya temible.
Unas memorias nostálgicas y retrospectivas, celebración de una juventud y de una felicidad perdida, donde determinadas mujeres, como la Henriette de este pasaje, se convierten en recuerdos imborrables, presencias perennes, cuyo memoria es agridulce, teñidas de un romanticismo que suponemos muy posterior y no de un XVIII decadente, encarnado en novelas como Les Liaisons Dangereusses o especialmente el Marques de Sade. Una sentimentalidad amorosa que a nuestro tiempo, tan cínico y tan desengañado, le haría fruncir el ceño, extraña paradoja hablando de ese gran libertino que es Casanova, pero que inspirarían a las generaciones posteriores, esas caracterizadas por el puritanismo victoriano, como demuestra que muchas décadas más tarde, aún se mostrase en un hotel Ginebrino, el cristal de la ventana donde Casanova y Henriette habían gravado su amor y la posibilidad de su fin, asesinado por el tiempo... el famoso ¿te acordarás de mí, cuando esto haya terminado? tan temido por todos los amantes.
Romanticismo. Libertinaje. Puritanismo. Cinismo. Desengaño.
Como se ve, no hago otra cosa que acumular contrarios, lo cual es normal, ya que se quiera o no, estoy proyectando los conceptos de mi tiempo, sobre una época pasada, en la cual no encajan, por mucha fuerza que aplique.
Ya que en esta relación Casanova-Henriette, el famoso seductor, la joven en dificultades de la que éste se aprovecha, es ella quién le deja a él, sabedora de su inconstancia, e incluso le obsequia con una fuerte cantidad de dinero en pago de sus servicios y su amor, en curiosa inversión de los papeles sexuales y en contradicción abierta con ese delicado romanticismo que enamoró al siglo XIX y hace sonreírse con escepticismo al XXI.
Más aún, ya que en este reencuentro Casanova/Henriette. Ella no se mostrará hasta el final e incluso en ese instante por carta, cuando el aventurero italiano ya esté lejos, y preferirá intimar con la mujer que acompaña a su antiguo amanta, llegando incluso, según nos relata Casanova, a compartir noche y lecho con ella, buscando hallar qué es lo que el prefiere y ansía ahora en una mujer, amándole en su objeto amado, como diría Hesse a principios del XX
Lo cual no encaja, como ya advertía, en los conceptos a los que estamos aconstumbrados.
Giacomo Casanova, Histoire de ma vie, Volumen IX, Capítulo IV
El corazón me latía.Rompo el sello y veo la dirección en italiano: Al hombre más honesto que yo haya conocido en el mundo. La despliego y veo al final de la hoja: Henriette. Eso era todo. Había dejado el resto de la hoja en blanco. Ante esta vista permanecí inmóvil, en cuerpo y en espíritu. No moría y no estaba vivo. ¡Henriette! Ese era su estilo, su laconismo. Me acordé de su última carta desde Pontarlier, que recibí en Ginebra y que no decía otra cosa que Adiós. Amada Henriette que tanto había amado y que aún me parecía amar con idéntico fuego. ¿Me has visto y no has querido que te viera? Quizás creías que tus encantos podían haber perdido la fuerza con la que encadenaron mi alma hace dieciséis años y no quería que descubriese que sólo había amado a una mortal. ¡Ah, cruel Henriette, injusta Henriette! Tu me has visto y no has querido saber si aún te amaba. No te he visto y no he podido saber de tus bellos labios si eras feliz. Es la sola pregunta que te hubiera hecho.
Hablaba en otras ocasiones de la radical diferencia que existe entre los seductores Casanova y Don Juan, el primero preocupado únicamente por conseguir trofeos, mejor cuanto más difíciles y peligrosos, el segundo eterno enamorado, capaz de recordar con auténtica emoción a sus amantes de antaño, pasados los años, como muestra este pequeño extracto, en el que un Casanova de casi cuarenta años se topa con un antiguo amor de cuando tenía veinte.
Habría que añadir otra cosa, y que nos explicaría aún más esta emoción, y es simplemente que el Casanova que nos cuenta esta historia, todo lo decorada y deformada que se quiera, es un anciano de setenta años, convertido en una ruina por sus correrías a lo largo de toda Europa y las múltiples enfermedades sexuales contraídas en sus aventuras amorosas. Un hombre sin fuerzas y sin ilusiones, empleado como bibliotecario en Bohemia, en el castillo de Dux (actual Duchov) por un noble local, y que cuando escribe estas líneas, en la década de los 90 del siglo XVIII, contempla como todo el mundo que había conocido, el de sus amores y sus juventud, está siendo barrido por el viento de la revolución francesa, y como su propia patria, la serenísima república de Venecia ha dejado de existir tras 1000 años de historia, abolida por un Napoléon aún joven, pero ya temible.
Unas memorias nostálgicas y retrospectivas, celebración de una juventud y de una felicidad perdida, donde determinadas mujeres, como la Henriette de este pasaje, se convierten en recuerdos imborrables, presencias perennes, cuyo memoria es agridulce, teñidas de un romanticismo que suponemos muy posterior y no de un XVIII decadente, encarnado en novelas como Les Liaisons Dangereusses o especialmente el Marques de Sade. Una sentimentalidad amorosa que a nuestro tiempo, tan cínico y tan desengañado, le haría fruncir el ceño, extraña paradoja hablando de ese gran libertino que es Casanova, pero que inspirarían a las generaciones posteriores, esas caracterizadas por el puritanismo victoriano, como demuestra que muchas décadas más tarde, aún se mostrase en un hotel Ginebrino, el cristal de la ventana donde Casanova y Henriette habían gravado su amor y la posibilidad de su fin, asesinado por el tiempo... el famoso ¿te acordarás de mí, cuando esto haya terminado? tan temido por todos los amantes.
Romanticismo. Libertinaje. Puritanismo. Cinismo. Desengaño.
Como se ve, no hago otra cosa que acumular contrarios, lo cual es normal, ya que se quiera o no, estoy proyectando los conceptos de mi tiempo, sobre una época pasada, en la cual no encajan, por mucha fuerza que aplique.
Ya que en esta relación Casanova-Henriette, el famoso seductor, la joven en dificultades de la que éste se aprovecha, es ella quién le deja a él, sabedora de su inconstancia, e incluso le obsequia con una fuerte cantidad de dinero en pago de sus servicios y su amor, en curiosa inversión de los papeles sexuales y en contradicción abierta con ese delicado romanticismo que enamoró al siglo XIX y hace sonreírse con escepticismo al XXI.
Más aún, ya que en este reencuentro Casanova/Henriette. Ella no se mostrará hasta el final e incluso en ese instante por carta, cuando el aventurero italiano ya esté lejos, y preferirá intimar con la mujer que acompaña a su antiguo amanta, llegando incluso, según nos relata Casanova, a compartir noche y lecho con ella, buscando hallar qué es lo que el prefiere y ansía ahora en una mujer, amándole en su objeto amado, como diría Hesse a principios del XX
Lo cual no encaja, como ya advertía, en los conceptos a los que estamos aconstumbrados.
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