martes, 16 de marzo de 2010

Self Inflicted Wounds (y I)

No obstante, había una razón material muy buena para que la población rural permaneciera silenciosa y enfrascada en sus quehaceres cotidianos: En los campos florecía la mejor cosecha de trigo de los primeros ocho años del siglo. Por fin se producía un alivio con respecto a la escasez sufrida entre 1803-1805. Este botín tenía que ser recolectado y el grano puesto a salvo en los graneros. Ningún terrateniente grande o pequeño, ningún arrendatario o labrador estaba dispuesto a poner en peligro aquella cosecha por una guerra que inevitablemente dejaría al campo desprovisto de mano de obra. Era sin duda a esto a lo que la declaración de Orihuela hacía referencia al excusar de afirmar públicamente su patriotismo a aquellos que estaban ocupados en tareas agrícolas.

En resumen, era sumamente dudoso que el campo se hubiera sublevado cuando lo hizo de no ser por la acción de los trabajadores urbanos. El hecho de que la población rural apoyase la insurrección de éstos básicamente por las mismas tres razones de religión, rey y patria, salvó la apasionada reacción urbana del aislamiento y la casi segura destrucción.

Ronald Fraser, La maldita guerra de España.

De joven, cuando empecé a interesarme por la historia, esta parecía debatirse entre dos polos irreconciliables.

Por una parte, la historia de las abstracciones, de los conceptos y clasificaciones, cuyo conflicto y leyes internas regían el curso de los acontencimientos, a pesar de los humanos, casi podría decirse. Una historia que había sido vaciada de los hombres que poblaran aquel tiempo, y donde los acontecimientos, los resultados, las tendencias a largo plazo habían sido ya decididos desde su concepción, sin que nada pudiera evitar esa conclusión.

Una historia, en definitiva, teñida de fatalismo e inevitabilidad, que dejaba de lado el azar, ese factor imprevisible que, como muy bien saben los aficionados a la historia militar, puede decidir una batalla, frustrar una campaña, determinar un guerra.

Por otra parte, estaba la historia del mito, la historia de los grandes hombres y las grandes ideas, semejante a una representación teatral, donde las grandes personalidades salían a escena, pronunciaban unas palabras sonoras y volvían a hacer mutis, mientras un coro ponía la cara apropiada al sentimiento de la ocasión y se disfrazaba del colectivo correspondiente.

Una historia mito, donde el pasado era confimación del presente, o al menos de las ideas políticas de aquel que la invocaba y que, como los zombies que surgen de la tumba, y que es imposible matar, se nos volvió a aparecer casi nada, en ocasión del 200 aniversario del levantamiento popular en Madrid que constituyó la chispa de la guerra de la independencia. Un aniversario que se gasto en repetir los mitos de siempre, el pueblo que como uno solo, ricos y pobres, se levantó henchido de fervor patriótico para defender las esencias nacionales, sin flaquear ni retroceder jamás.

Nuevamente, como digo, el actor disfrazado de rey Fernando VII ante un coro que representaba la armonía nacional, rota por el malvado y felón Napoleón. Una obra donde los buenos eran los conservadores y los malos los reformadores, y en la que por supuesto el pueblo se había puesto de lado de sus gobernantes naturales, para que les condujesen y enseñasen.

Por supuesto, nada hay como leer el libro de Ronald Fraser, del que arriba incluyo un fragmento para disipar todos los fantasmas. Con el subtítulo de Historia Social de la Guerra de la Independencia, intenta estudiar las diferentes reacciones que se produjeron en España frente a la invasión francesa, utilizando los testimonios de sus propios protagonistas, región por región, y clase por clase. Una obra monumental a la que sólo cabe un pero, el hecho de dedicar la mayor parte de su atención al periodo 1808-1809, dejando un poco de lado el resto de la guerra.

Aún así es una lectura fascinante, ante la cual todos los mitos a los que hacía referencia se derrumban silenciosamente, enfrentados a los documentos de archivo y la investigación minuciosa, siendo uno de ellos el que consideraríamos más sólido y cierto, aquel de la insurrección total y unánime del pueblo español, una vez encendida la chispa del dos de Mayo en Madrid.

Para ello, basta considerar un simple dato, si la insurrección madrileña es el 2 de mayo, el resto de ciudades no sigue el ejemplo hasta finales de mayo, principios de junio, aun cuando las noticias habían llegado mucho antes. Una tensa espera en la que las autoridades intentan retrasar hasta el último instante cualquier levantamiento, temerosas, como así ocurrió, de que este supusiera perder el gobierno del país frente a la plebe desatada. Una plebe que, curiosamente, es excitada por otra facción de las clases pudiente, al rancio estilo de los motines del absolutismo, y que pasado el primer paroxismo de violencia, falta de experiencia en gobernarse, vuelve a depositar el poder que ha conseguido en los mismo que había derrotado.

Una tensa espera, asímismo, que tiene una motivación económica, esa cosecha que hay que recoger antes de desencadenar la guerra, y que obliga a retrasar el levantamiento de las ciudades hasta el último momento, ya que en una sociedad eminentemente agraria, sólo se puede mantener un ejército si los campesinos consiente en ser reclutados.

Un levantamiento, en fin que a pesar de empezar en una ciudad y propagarse a otras, sólo adquiere consistencia y empuje (el mismo que luego permitiría el despliegue y afianciamiento de la guerrilla) cuando el agro decide apoyarlo, salvada ya la cosecha y experimentada en propia carne la experiencia del ejército ocupante, sus requisas, coacciones y violencias, y que no busca la restauración de un rey o la revolución liberal, sino la defensa de su terruño y su modo de vida, y que por tanto, es eminentemente conservador.

Un cuadro muy distinto de aquel del mito, de la chispa que incendia España instantáneamente, la del pueblo que como un solo hombre se levanta por su rey, sin reparar en sacrificios ni pensar en sus propios intereses.

Un cuadro, más real y descarnado, el que deberíamos haber esperado desde un primer momento.

2 comentarios:

anarkasis dijo...

acabo de terminar un libro recién tostao en que le pone una lupa a esos años muy curiosa

sáltese las 100 primeras páginas si no le gustan los preámbulos largos y detallosos

”El conde de Fuentes. Vida, prisiones y muertes de Armando Pignatelli” de José Antonio Beguería Latorre e Ignacio Perurena Borobia, editado por la Institución Fernando el Católico. (ISBN 978-84-7820-991-0).

David Flórez dijo...

Se apuntará a la lista de lecturas...