jueves, 4 de marzo de 2010
Eyewitnesses (y II)
Hay un detalle que distingue radicalmente a las películas sobre la segunda guerra mundial realizadas en los cuarenta, de aquellas de los cincuenta. Éstas últimas tienden más al relato de hazañas bélicas, clara consecuencia del olvido en el que iba cayendo el conflicto, y que llevaba a recordar únicamente los aspectos positivos, el heroísmo, la camaradería, dejando de lado los detalles más crudos y desagradables. Sin embargo, las películas rodadas en las inmediata postguerra, como es el caso de Battleground, de William A. Wellman, tienen un aire de frescura que no se recuperaría hasta decenios más tarde, pasada la guerra del Vietnam. Aunque en ellas no aparece la sangre ni la violencia es explícita, no existe apenas romantización del conflicto, y la muerte, la suciedad y la cobardía están siempre presentes, como si el hecho de que los recuerdos estuvieran aún frescos impidiera mentir a los directores.
Tal es el caso de la mítica Paisá de Roberto Rossellini, a la que le ha tocado el turno esta semana en mi revisión de su trilogía de la guerra. La tristeza, el ahogo, la desesperación y la frustración dominan todo el recorrido que hacemos con Rossellini a lo largo de los dos años de campaña italiana, en la que los ejércitos aliados la recorrieron de una punta a otra, pagando por cada kilómetro conquistado ríos de sangre, sin que esto suponga ninguna exageración. Un pesimismo y una negrura que como digo no tienen fin y a la que la resolución del conflicto, aunque victorioso para los aliados y liberador para los italianos, no pondrá término, en una extraña y curiosa admisión de impotencia por parte de un director, como Rossellini, implicado con la resistencia antinazi de su país.
Y es que Paisá no es una película habitual. De hecho, su tema principal apenas ha sido tocado en el cine bélico, que suele restringirse a los conflictos que afectan a los soldados, sin apenas preocuparse por sus vidas anteriores o posteriores, ni por los habitantes de las tierras en que se producen el conflicto, que suelen desaparecer por completo o se convierten en meros objetos decorativos. Aquí sin embargo, los paisanos y sus sufrimientos durante la contienda son el tema central de la obra, quedando reducidas las operaciones militares a meros apuntes para que no nos perdamos y seamos capaces de interpretar lo que sucede y ponerlo en su contexto.
Unos civiles para los que no existe escapatoria de esta guerra, que están expuestos a las iras de los ejércitos combatientes y cuya existencia puede ser destruida para siempre, bien por los amigos, bien por los enemigos y a los que, como digo, el fin de las hostilidades no traerá otro alivio que el dejar de temer constantemente por sus vidas, pero que no les sacará de la misería en la que hayan caído, ni devolverá a sus muertos, ni reconstruirá sus ciudades.
En ese sentido, en el del horror que supone la guerra para una ciudad y sus habitantes, el episodio de Florencia, que he ilustrado arriba, resulta magistral. No sólo consigue Rossellini que la cámara nos llevé por un paseó auténtico por la ciudad, respetando el itinerario que realizaría un paseante en el lugar de los protagonistas, en un increíble ejemplo de realismo llevado al máximo, sino consigue describir con breves pinceladas el horror de los días que paso la ciudad en tierra de nadie, sin que los ingleses se atreviesen a entrar, con los alemanes en retirada, volando los puentes que cruzaban la ciudad o impidiendo su acceso con la demolición de las casas cercanas, en medio de una guerra civil dentro de la guerra mundial, con partisanos y fascistas matándose en medio de la ciudad.
Un recorrido que resulta extremadamente angustioso sin necesidad de que se vean apenas escenas de violencia. Nos basta, como los protagonistas, recorrer ese escenario urbano, el de una de las ciudades más hermosas del mundo, violentamente destruido por la locura alemana, con las calles vacías, patrulladas por elementos del ejército invasor, dispuesto a abatir a cualquiera que se aventurase por ellas. Con habitantes encerrados en sus casas, esperando que no llegaran males mayores y con los pocos que se veían forzados a circular, haciéndolo a escondidas, por los tejados, cruzando a la carrera una calles de una puerta a otra, utilizando pasadizos olvidados, siempre con el temor de encontrarse con una patrulla enemiga o ser abatidos por los francotiradores fascistas.
Una ciudad mancillada por el ejército nazi, con sus monumentos convertidos en refugio y escondite de los fugitivos, con sus museos desiertos, en peligro de ser aplastados en un acto de locura final.
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