Trotz aller Nuancierung sollte die fundamentale Tatsache nicht übersehen werden, dass sich Verlierer und Gewinner der kolonisierenden Landnahme leicht unterscheiden lassen. Mochten auch einige nichteuropäische Völker, etwa die Maori in Neuseeland, der Invasion erfolgreiche Widerstand entgegensetzte als andere: Die globale Offensive gegen tribale Lebensformen führte fast überall zur Niederlage von Urbevölkerung. Einheimische Gesellschaften verloren ihre traditionellen Subsiztenzgrundlagen, ohne dass ihnen gleichzeitig Plätze in der neuen Ordnung ihres eigenen Landes angeboten wurden. Wer nicht rücksichtslos verfolgt wurde, den unterzog man Prozeduren der Zivilisierung, die auf der völlige Entwertung der traditionellen einheimischen Kultur beruhten. In diesem Sinne entstanden bereits im 19. Jahrhundert jene "trauriges Tropen", über die Claude Lévi-Strauss 1955 bewegend geschrieben hat. Die große Attacke gegen diejenigen, die Europäer und Amerikaner als "Primitive" bezeichneten, hinterließ tiefere Spuren als die dem ersten Anschein nach dramatischere Kolonisierung solcher Nichteuropäer, die als Untertanen immerhin einen wirtschaftlichen Nutzen versprachen
Jürgen Osterhammel, La transformación del Mundo
A pesar de todos los matices no se deben menospreciar el hecho de que en poco se diferencian vencedores y vencidos durante la apropiación colonizadora. Aunque algunos pueblos extraeuropeos, como los Maoríes de Nueva Zelanda, consiguieron resistirse con más éxito a la invasión, la ofensiva global contra las formas de vida tribales condujo a la derrota de las poblaciones originales. Las sociedades nativas perdieron sus medios de subsistencia tradicionales, sin que se les ofreciera de inmediato un puesto en el orden nuevo de su propia tierra. Quienes no fueron perseguidos sin cuartel, sufrieron procesos de civilización que produjeron la desvalorización de la cultura nativa tradicional. En ese sentido se construye precisamente en el siglo XIX esos "tristes trópicos" de los que Claude Lévi-Strauss había escrito sentidamente en 1955. El gran ataque contra quienes Europeos y Ameriocanos consideraban como "primitivos" dejó tras de sí huellas más profundas que las que se pueden apreciar a primera vista en las colonización dramática de estos No-europeos, a los que se suponía una utilidad económica en tanto que subordinados.
Otro de los cambios irreversible que trajo el siglo XIX fue la desaparición de la frontera. No de las fronteras que conocemos ahora, lo que los anglosajones llaman border, sino de la frontera en singular, tal y como se concibe en el término frontier. Hay que recordar que hasta el siglo XIX ninguna frontera era estanca en el sentido moderno, donde es casi imposible que la población de un país pasase libremente al otro, excepto en situaciones de guerra, disolución del estado o, en los menos de los casos, previo a una unificación en entidades mayores, como la Unión Europea.
Antes del siglo XIX, las fronteras eran porosas, debido a la incapacidad de los estados para controlar las poblaciones a ambos lados de sus límites. De hecho, el establecimiento de una frontera al modo actual implicaba que esta fuera militar, al estilo de la muralla china, los limes imperiales romanos, o la frontera militar austriaca contra el Imperio Otomano. Esa fijación de fuerzas militares que actuaban como dique se convertía casi inevitablemente en una sangría financiera para el estado que las creaba, que acababa por dar la vuelta al sentido originario de su misma fundación. No se trataba ya de una medida para defender el imperio, sino que el Imperio acababa por vivir para mantener a esa frontera. Una relación simbiotica/parasitaria que llevaba a que el fracaso de uno de los dos factores acarrease el hundimiento del otro.
El resto de las fronteras, las normales hasta nuestro presente, se caracterizaban por ser extensas y dispersas, por abarcar un amplio glacis en el que era difícil trazar un límite definido y que permitían el paso fácil a su través. Este carácter difuso era especialmente visible en las periferias entre un estado y los pueblos que vivían de modo nómada o sin agruparse en entidades superiores, como podría ser el caso de las estepas cosacas de Ucrania entre Polonia/Lituania, Rusia y los Janatos tártaros del mar Negro. A los centros urbanos, seguía una red de poblados y fortalezas, que se transformaba paulatinamente en escasas aldeas y avanzadillas, hasta que llegaba un momento en que se había dejado definitivamente atrás la civilización y se estaba en tierra de los bárbaros. O de los hombres verdaderamente libres e independientes.
Lo característico del siglo XIX es que estas zonas de transición, estas fronteras y los espacios vacíos que delimitaban en los mapas van a desaparecer por completos. Las sociedades nómadas del Asia central, los Indios de las praderas y los inuit del norte, los regímenes tribales polinesios del pacífico, los Araucanos y Patagones del Cono Sur americano, o los muchos pueblos de un África Subsahariana que fue un enigma para Europa hasta la segunda mitad del siglo, van a desaparecer como actores históricos. La expansión de las potencias coloniales europeas - Inglaterra, Francia, Alemania, Rusia - o de sus descendientes americanos - EEUU, Canadá, Brazil, Argentina y Chile - va a ocupar esos espacios en blanco para transformarlos en fuentes de rendimiento económico. A ellos y a sus habitantes.
Esa ocupación no fue nunca pacífica, por supuesto. En casi todos los casos fue precedida de campañas militares, que en ocasiones van a tomar visos de auténtico genocidio, como en el caso de Auracanos y Patagones, o de los Hereros de Namibia. Incluso en aquellas más suaves o más rápidas, la consideración de esos pueblos como atrasados e inferiores, unida a la transformación de sus sociedades en fuente de ingresos para la metrópoli, va a llevar al derrumbamiento de las culturas, creencias y valores nativos, bien de forma consciente e inconsciente por parte de los invasores. En casos extremos, como el del Congo Belga, la concepción de esa colonia como mera empresa económica, sin ninguna pretensión de una misión civilizadora, llevará a una reintroducción de hecho de la esclavitud a una escala masiva, con un número de muertos en la misma proporción, casi de genocidio.
Sin embargo, no hay que irse a esos extremos para valorar el impacto - y el dolor y el sufrimiento - que esa desaparición de las fronteras produjo en el mundo. Desde el punto de vista de los nuevos amos, las potencias coloniales, sólo se toleraba en las sociedades nativas aquello que no entrase en conflicto con el nuevo poder y sus designios, además de constituir una fuente de ingresos - o un mercado - para la potencia colonial. Sociedades de cultura avanzada, densamente pobladas y donde el colonizador no tenía interés en utilizarla como aliviadero se su propia presión demográfica - caso de la India británica - gozaban de un cierto grado de tolerancia, en la que un racismo paternalista se aliaba con la posibilidad de usar a esos pueblos como "clientes" de los productos de la industria metropolitana - los telares de Manchester - o como trabajadores baratos para cultivos de prestigio - las plantaciones de caucho en Indonesia -.
Muy distinto era el caso de sociedades guerreras, amenazadas por la expansión demográfica de los invasores y para los que no había una utilizad económica en el nuevo orden. Así por ejemplo, el estado Zulu que fue derrotado por Boers e Ingleses tras largas y duras campañas, no sufrió un genocidio como castigo, aunque amplias zonas del territorio del Sur de África se convertieron en centros de asentamientos de la población blanca. El hecho de que los zulúes fueran ganaderos, junto con el descubrimiento de las minas de diamentes del Transvaal, les confirió el rango de activo económico útil, aunque fuera como mano de obra explotada. En el caso de los indios de las praderas, o en el mucho peor de Auracanos y Patagones, no había lugar alguno para ellos en el nuevo orden, excepto el de la deportación a la reserva o el exterminio.
Poco importaba, sin embargo, que una sociedad nativa consiguiese reafirmarse militarmente frente a las potencias colonizadoras y mantuviese una independencia más o menos amplia. La propia presencia de los sistemas coloniales, con sus economías capitalistas creaba unas zonas de irradación que transformaban irremediablemente a las sociedades nativas, tornándolas en siervos comerciales de sus vecinos. Tal fue el caso de los maoríes, quienes a pesar de firmar un tratado ventajoso con sus ocupantes británicos no pudieron revertir el derrumbe de su cultura ante el empuje de la europea. O el de los mismos afganos, campo de batalla entre las potencias vecinas y luego monocultivo de la amapola para surtir a un occidente deseoso de marcha.
A pesar de todos los matices no se deben menospreciar el hecho de que en poco se diferencian vencedores y vencidos durante la apropiación colonizadora. Aunque algunos pueblos extraeuropeos, como los Maoríes de Nueva Zelanda, consiguieron resistirse con más éxito a la invasión, la ofensiva global contra las formas de vida tribales condujo a la derrota de las poblaciones originales. Las sociedades nativas perdieron sus medios de subsistencia tradicionales, sin que se les ofreciera de inmediato un puesto en el orden nuevo de su propia tierra. Quienes no fueron perseguidos sin cuartel, sufrieron procesos de civilización que produjeron la desvalorización de la cultura nativa tradicional. En ese sentido se construye precisamente en el siglo XIX esos "tristes trópicos" de los que Claude Lévi-Strauss había escrito sentidamente en 1955. El gran ataque contra quienes Europeos y Ameriocanos consideraban como "primitivos" dejó tras de sí huellas más profundas que las que se pueden apreciar a primera vista en las colonización dramática de estos No-europeos, a los que se suponía una utilidad económica en tanto que subordinados.
Otro de los cambios irreversible que trajo el siglo XIX fue la desaparición de la frontera. No de las fronteras que conocemos ahora, lo que los anglosajones llaman border, sino de la frontera en singular, tal y como se concibe en el término frontier. Hay que recordar que hasta el siglo XIX ninguna frontera era estanca en el sentido moderno, donde es casi imposible que la población de un país pasase libremente al otro, excepto en situaciones de guerra, disolución del estado o, en los menos de los casos, previo a una unificación en entidades mayores, como la Unión Europea.
Antes del siglo XIX, las fronteras eran porosas, debido a la incapacidad de los estados para controlar las poblaciones a ambos lados de sus límites. De hecho, el establecimiento de una frontera al modo actual implicaba que esta fuera militar, al estilo de la muralla china, los limes imperiales romanos, o la frontera militar austriaca contra el Imperio Otomano. Esa fijación de fuerzas militares que actuaban como dique se convertía casi inevitablemente en una sangría financiera para el estado que las creaba, que acababa por dar la vuelta al sentido originario de su misma fundación. No se trataba ya de una medida para defender el imperio, sino que el Imperio acababa por vivir para mantener a esa frontera. Una relación simbiotica/parasitaria que llevaba a que el fracaso de uno de los dos factores acarrease el hundimiento del otro.
El resto de las fronteras, las normales hasta nuestro presente, se caracterizaban por ser extensas y dispersas, por abarcar un amplio glacis en el que era difícil trazar un límite definido y que permitían el paso fácil a su través. Este carácter difuso era especialmente visible en las periferias entre un estado y los pueblos que vivían de modo nómada o sin agruparse en entidades superiores, como podría ser el caso de las estepas cosacas de Ucrania entre Polonia/Lituania, Rusia y los Janatos tártaros del mar Negro. A los centros urbanos, seguía una red de poblados y fortalezas, que se transformaba paulatinamente en escasas aldeas y avanzadillas, hasta que llegaba un momento en que se había dejado definitivamente atrás la civilización y se estaba en tierra de los bárbaros. O de los hombres verdaderamente libres e independientes.
Lo característico del siglo XIX es que estas zonas de transición, estas fronteras y los espacios vacíos que delimitaban en los mapas van a desaparecer por completos. Las sociedades nómadas del Asia central, los Indios de las praderas y los inuit del norte, los regímenes tribales polinesios del pacífico, los Araucanos y Patagones del Cono Sur americano, o los muchos pueblos de un África Subsahariana que fue un enigma para Europa hasta la segunda mitad del siglo, van a desaparecer como actores históricos. La expansión de las potencias coloniales europeas - Inglaterra, Francia, Alemania, Rusia - o de sus descendientes americanos - EEUU, Canadá, Brazil, Argentina y Chile - va a ocupar esos espacios en blanco para transformarlos en fuentes de rendimiento económico. A ellos y a sus habitantes.
Esa ocupación no fue nunca pacífica, por supuesto. En casi todos los casos fue precedida de campañas militares, que en ocasiones van a tomar visos de auténtico genocidio, como en el caso de Auracanos y Patagones, o de los Hereros de Namibia. Incluso en aquellas más suaves o más rápidas, la consideración de esos pueblos como atrasados e inferiores, unida a la transformación de sus sociedades en fuente de ingresos para la metrópoli, va a llevar al derrumbamiento de las culturas, creencias y valores nativos, bien de forma consciente e inconsciente por parte de los invasores. En casos extremos, como el del Congo Belga, la concepción de esa colonia como mera empresa económica, sin ninguna pretensión de una misión civilizadora, llevará a una reintroducción de hecho de la esclavitud a una escala masiva, con un número de muertos en la misma proporción, casi de genocidio.
Sin embargo, no hay que irse a esos extremos para valorar el impacto - y el dolor y el sufrimiento - que esa desaparición de las fronteras produjo en el mundo. Desde el punto de vista de los nuevos amos, las potencias coloniales, sólo se toleraba en las sociedades nativas aquello que no entrase en conflicto con el nuevo poder y sus designios, además de constituir una fuente de ingresos - o un mercado - para la potencia colonial. Sociedades de cultura avanzada, densamente pobladas y donde el colonizador no tenía interés en utilizarla como aliviadero se su propia presión demográfica - caso de la India británica - gozaban de un cierto grado de tolerancia, en la que un racismo paternalista se aliaba con la posibilidad de usar a esos pueblos como "clientes" de los productos de la industria metropolitana - los telares de Manchester - o como trabajadores baratos para cultivos de prestigio - las plantaciones de caucho en Indonesia -.
Muy distinto era el caso de sociedades guerreras, amenazadas por la expansión demográfica de los invasores y para los que no había una utilizad económica en el nuevo orden. Así por ejemplo, el estado Zulu que fue derrotado por Boers e Ingleses tras largas y duras campañas, no sufrió un genocidio como castigo, aunque amplias zonas del territorio del Sur de África se convertieron en centros de asentamientos de la población blanca. El hecho de que los zulúes fueran ganaderos, junto con el descubrimiento de las minas de diamentes del Transvaal, les confirió el rango de activo económico útil, aunque fuera como mano de obra explotada. En el caso de los indios de las praderas, o en el mucho peor de Auracanos y Patagones, no había lugar alguno para ellos en el nuevo orden, excepto el de la deportación a la reserva o el exterminio.
Poco importaba, sin embargo, que una sociedad nativa consiguiese reafirmarse militarmente frente a las potencias colonizadoras y mantuviese una independencia más o menos amplia. La propia presencia de los sistemas coloniales, con sus economías capitalistas creaba unas zonas de irradación que transformaban irremediablemente a las sociedades nativas, tornándolas en siervos comerciales de sus vecinos. Tal fue el caso de los maoríes, quienes a pesar de firmar un tratado ventajoso con sus ocupantes británicos no pudieron revertir el derrumbe de su cultura ante el empuje de la europea. O el de los mismos afganos, campo de batalla entre las potencias vecinas y luego monocultivo de la amapola para surtir a un occidente deseoso de marcha.
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