Siempre había pensado que Zerkalo (El Espejo) de Andrei Takovski era posterior a Stalker, y por eso he reseñado la una antes que la otra, pensando que seguía el orden cronológico. No es así, sin embargo, ya que la primera es de 1975, mientras que la segunda es de 1979. Parte de mi confusión se debe a que Stalker pertenece a las películas que vi en la década heroica de mi cinefilía, entre 1982 y 1996, junto con Andrei Rublev (1966) y Offret (Sacrificio, 1986); mientras que sólo me enteré de la existencia de Zerkalo cuando los avances digitales permitieron que la afición cinéfila pudiese conversar sin verse, allá por el año 2000.
¿Por qué les cuento esto? Porque a pesar de lo mucho que me gusta Zerkalo, no acaba de ocupar el lugar que la otras tres tienen en mis preferencias cinéfilas. Digamos que unas me pillaron cuando aún era joven y podía apasionarme - y enamorarme - a cada nuevo descubrimiento, mientras que Zerkalo me pilló ya un tanto desencantado y cansado. No obstante, comprendo perfectamente la razón por la que para muchos de mis amigos cinéfilos esta película es el Tarkovski por antonomasia. Simplemente porque es uno de los primeros ejemplos, dentro del cine destinado al gran público, por romper la tiranía del cine narrativo, aquel que pretende ilustrar como se llega de A a B con la mayor precisión posible.
Zerkalo, por el contrario, no tiene punto de partida ni destino, sino que salta, sin justificación ni orden alguno, entre un pasado recordado que se mezcla con el presente, y que suponemos embellecido y romantizado por la mente del protagonista. Se rompe así la línea narrativa, sin que quede espacio para un desarrollo dramático, una evolución que muestre cambios y transformaciones, sus causas y consecuencias. Se trataría por tanto, de un cine descriptivo, donde cada escena queda aislada de las otras, e incluso algunas parecen sobrantes o innecesarias, meros caprichos del director, como ocurre los insertos documentales que parecen señalar los hitos temporales históricos en los que tuvieron lugar las peripecias personales ilustradas.
Esta ambigüedad y fragilidad temporal, se subraya también de otras dos maneras. Por un lado, porque el personaje de la "madre" del tiempo pasado se transmuta en el personaje de la "esposa" del tiempo presente, como si ambos ámbitos fueran vasos comunicantes, espacios fácilmente transitables. Más importante aún, y ése es el segundo factor, es la disolución de la personalidad del narrador/protagonista. No es ya que éste sea invisible, excepto en las escenas de la niñez, sino que su papel se reduce a ser accesorio, mero notario de lo que ocurre a su alrededor, e incluso y más llamativo aún, de instantes y situaciones de las que no pudo ser testigo. Como si esa historia que no se narra, no fuera la suya, sino la de otro. La de su madre, en este caso.
La acumulación de elementos dispares, de contradicciones, omisiones e imposibles, podía haber dado al traste con la película. Sin embargo, y he ahí el milagro tarkovskiano, al final acaban por alearse entre sí. Porque aunque no se nos esté contando nada tangible - y lo poco que se narra quede reducido a insinuaciones o se presente de manera incompleta - lo que se nos trasmite es algo innegable. Una certeza vital que a medida que se envejece se hace más y más abrumadora, imposible de ahuyentar de nuestros pensamientos.
A pesar de lo que hayamos podido sufrir durante nuestra niñez, este tiempo acaba por tornarse paraíso perdido. Un lugar que podemos visitar de vez en cuando, en los intervalos que nos deja la urgencia y necesidad de nuestra vida adulta, pero en el que no podemos quedarnos ya a vivir. Su única puerta es el recuerdo, pero aún éste, poco a poco, termina por disiparse, dejándonos solos, abandonados y perdidos.
¿Y qué tiene esa niñez de maravilloso? ¿Qué es lo que hemos perdido definitivamente? Nada y todo. Simplemente que entonces todo estaba por construir, todo los caminos estaban abiertos, mientras que el tiempo que nos quedaba era tan infinito, que incluso podíamos malgastarlo.
Mientras que ahora somos y ya no podemos ser de otra manera, y el tiempo se nos pudre entre las manos por mucho que intentemos aprovecharlo al máximo.
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