Falso anuncio de falsa venta por falsa quiebra del falso Museo de Arte Moderno creado por Marcel Broodthaers |
Mientras que algunas instituciones, como la Thyssen o la fundación Mapfre, parecen competir en ver quién trae más impresionistas a sus salas, otras, afortunadamente, intentan ir un poco más allá, ofreciendo nuevas visiones y experiencias a quienes, como yo, no pasan de aficionados con interés. De una de estas exposiciones distintas, y por ello mismo imprescindibles, ya le hablé hace un par de semanas, con ocasión de la muestra de Arte Sonoro que se puede visitar en la Juan March.Otra no menos interesante y no menos esencial, es la que se ha abierto en el Reina Sofía, dedicada al artista belga Marcel Broodthaers.
Desde un punto de vista clásico, incluso para los admiradores de unas vanguardias históricas domesticadas ya hace mucho, Broodthaers puede parecer un artista plástico inclasificable e incómodo. Uno de tantos que se dedica a crear obras opacas. crípticas, cuyas claves sólo las conoce él, nadie más. En ese sentido, su primer rasgo discordante es que se trata de un creador que convirtió un fracaso inicial personal, completo y casi definitivo, en un triunfo deslumbrante.
Su primera vocación fue la de escritor, en concreto, de poeta, de cuya frustración habría de surgir un tipo de arte que se regodeaba y gozaba en las mismas derrotas que había sufrido. Esa caída inicial tiene fecha y es fácil de trazar, ya que cuando uno de los libros de poesía de Broodthaers no llegó a venderse, él artista procedió a una destrucción ritual de los ejemplares devueltos. Sin arredrarse, ni desanimarse, tachó las líneas de sus poemas, cubrió las páginas con láminas de madera, e incluso sumergió ejemplares enteros en cemento.
Lo que no se había querido leer, ahora sería ilegible para siempre. Con esa acción, esos versos fallidos eran dotados de significado, se transmutaban en una nueva categoría artística. Única y plena.
Una obra central en ese proceso de destilación sería el Museo de Arte Moderno: Sección de las Aguilas, en el que Broodthaer concentraría sus esfuerzos a finales de los sesenta, principios de los setenta. Ese museo en realidad nunca existió, ni tuvo colección alguna, pero si contaba con todo el envoltorio que se ha hecho común en la práctica museística actual. Tenía una sede - el propio piso del artista - situada en una zona céntrica de Bruselas, cerca del resto de grandes catedrales del arte con las que cuenta esa ciudad. Contaba con carteles publicitarios, multitud de departamentos con rótulos alusivos, catálogos de la colección y planos de las instalaciones. Incluso se organizó una fiesta de inaguración en la que el propio artista recibía a los invitados rodeado por cajas de embalaje. En donde estaban, aun por desempaquetar y colgar, las futuras obras de la colección.
Tenía todo lo que debe tener un museo, por tanto, y eso bastaba para conferirle la categoría de institución, aunque fuera como el traje nuevo del emperador, inexistente y basado en el engaño consentido de todos. Se trataba, por tanto, de una exageración con rasgos de broma pesada que podría haberse quedado ahí, en chiste para enterados, pero a la que la evolución de nuestras ideas por el arte ha terminado por conferirle realidad. Porque existen ahora museos que son meras cáscaras huecas, inmensos Leviatanes varados en la orilla, como el Gugenheim de Bilbao, que lo mismo podrían albergar cuadros que muebles de Ikea, puesto que no tienen personalidad propia ni finalidad alguna
Éste es un caso extremo, por supuesto, pero el resto de los museos han seguido la misma ruta. Ahora lo que importa es comprarse la camiseta o el bolso donde se ha estampado, más mal que bien, alguna obra de arte. O ufanarse con haber acudido a comer al museo o presenciar algún evento que se podría haber celebrado igualmente en un estadio o en una plaza de toros. O convertirlos en meras trampas para turistas a los que exprimir sin piedad puesto que están dispuestos a gastarse lo que sea, ya que han venido tan lejos... mientras que el arte se niega y se oculta al resto de la sociedad, se torna en artículo de lujo, disponible sólo para la gente de posibles, no en herencia común, al alcance de todos.
Y de esta banalización de la cultura, de que el continente devenga más importante que el contenido, es de la que se ríe Broodthaers.
A mandíbula batiente
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