Supongo que no les descubro nada si les cuento que la mayor aportación del cineasta experimental Jonas Mekas es haber hecho del diario en imágenes, vulgo películas domésticas o de aficionado, un género tanto o más válido y respetable que el habitual y manido largometraje de ficción. De hecho, si se examina su obra anterior a ese punto de inflexión que constituye Walden (1969), películas anteriores como The Brig (La prevención, 1964) no dejan ser el típico ejercicio de estudiante politizado con talento, es decir, indistinguibles de tantas otras obras irrelevantes e intranscendentes dentro del compromiso político de su época.
Sin embargo, só les tengo que decir que me ha costado bastante hacerme a ese su estilo nuevo, comprenderlo y, por último, llegar a disfrutarlo. De hecho, cuando vi por primera vez Walden, hace ya cinco años, el comentario que escribí era una mezcla de la admiración debida a una vaca sagrada del cine junto con una reacción frente a los postulados de la crítica afrancesada. Tonterías varias a las que soy muy dado y que me amargan el disfrute- y el goce - de nuevas obras, especialmente las admiradas por mis opuestos intelectuales. Ha sido sólo ahora, que me embarcado en una revisión de la cinematografía Mekasiana, cuando mi escepticismo y reserva han dado lugar al entusiasmo y la admiración, aunque la auténtica sacudida sentimental haya tenido que esperar a encontrarme con una obra especial y determinante en la trayectoria de este autor, Reminiscences of a Journey to Lithuania (Recuerdos de un viaje a Lituania, 1972)
He dicho en la trayectoria, pero debía haberme referido a la biografía. Algo que quedaba implícito en Walden, pero era el tema central de Lost, Lost, Lost (Perdido, Perdido, Perdido, 1976), era la condición de apátrida de Mekas. Tanto él como su hermano Adolfas habían llegado a los EEUU a finales de los años cuarenta, integrándose en la comunidad de refugiados y exiliados lituanos que se formó allí tras la catástrofe de la segunda guerra mundia y la triple invasión, Soviética, Nazi y nuevamente Soviética, de ese país. Lost, Lost, Lost era así la crónica de una doble metamorfosis, la de un Mekas que debía aceptar la imposibilidad de retornar a su patria, debiendo buscarse un remedo de hogar en su patria de adopción, junto a la que se desarrollaba en paralelo la larga búsqueda de su vocación cinematográfica y de su estilo propio en ese arte.
Un camino en el que sólo se alcanzó uno de los objetivos, el cinematográfico, mientras que en el el otro, el referente a la identidad, Mekas siempre continuó considerándose un errabundo, un lituano errante. Alguien sin hogar propio, arrancado del suyo, sin raíces a las que le fuera permitido volver, pero que veía en todas partes, en el apretado Nueva York urbano, en las extensiones vacías del interior de los EEUU, los campos, los sembrados, los prados y bosques de su Lituania natal.
Una saudade inextinguible que sólo alcanzó una cierta satisfacción, aplacamiento y liberación, con el retorno a principios de los setenta a su pueblo natal, con el reencuentro con la familia que había dejado allí hace más de veinte años.
Hecho propiciado sólo por la casualidad.
Hablo de casualidad porque el propio Mekas nos cuenta que durante muchos años no le estuvo ni siquiera permitido ponerse en contacto con su familia en la Lituania soviética, debid a su condición de refugiado en los EEUU, es decir, en el enemigo de la URSS. Incluso cuando ya era un cineasta famoso, conocida su condición de izquierdista - quien no era izquierdista entonces - y con relaciones estrechas con las altas esferas culturales del paraíso de los trabajadores, le estaba prohibido viajar a su tierra natal, mucho menos a las regiones rurales de donde procedía su familia. El milagro se produjo gracias precisamente a la existencia de esas conexiones políticas... y a la habilidad de Mekas para utilizar esa carta del poder temible, sin tener que mostrar nunca que iba de farol, manipulando hábilmente el miedo y el servilismo de las personas que podían franquearle el paso hasta su familia
De esto, obviamente, no queda nada en la película final. Dado el clima de paranoia y secretismo de la URSS de entonces, cualquier alusión, la más mínima, podría haber resultado en represalias contra su familia y cualquier persona relacionadas con ella, aunque fuera lejanamente. Lo que sí que permanece, contenida pero continua, es una emoción difícilmente descriptible, mucho menos transmisible, la del encuentro con aquéllos que se amaba, con los paisajes de una juventud perdida, con un pasado y una tierra que ya no son las tuyas y que, sin embargo, llevas siempre contigo, en tu corazón, como recuerdo y presencia constante. Y todo ello, justo antes de que esas gentes desaparezcan para siempre en la nada y el olvido, junto con el mundo en el que habitaron y al que tú también perteneciste.
Lo impresionante y maravilloso es que Mekas consiga transmitir esos sentimientos y que además lo logre sin caer en la ñoñeria o la sensiblería. Sus imágenes son aparentemente intrascendentes e inocentes, similares a las de cualquier reunión de una de nuestras familias, rodada por uno de sus participantes. Su voz, su entonación, es casi la de un notario, que se limitase a constatar y relatar los hechos, sin dejar traslucir ninguno de los sentimientos que le abruman. La alegría del reencuentro y del retorno, justo cuando ya había dejado de creer en él, mezclada e inseparable del dolor y el desgarro de constatar el tiempo perdido para siempre, el nuevo abismo incolmable de tiempo y espacio que habrá de abrirse entre él, sus gentes y sus tierras, en cuanto se vaya, como si ese momento gozoso y glorioso jamás hubiera existido.
Es sólo de la acumulación de imágenes, de su yuxtaposición con la voz calma de Mekas, que los sentimientos van filtrándose lentamente, remansándose en el espectador, haciéndole partícipe de esa frágil excepción feliz . Del encuentro con la madre que esperó un cuarto de siglo y que hace lo que todas las madres que han existido y existirán en esas circunstancias, preparar una buena comida a sus niños. De la vuelta a la casa familiar, a las tierras solariegas, al agua del pozo que que les nutrió siendo niños y cuyo sabor no es comparable a ningún otro en la tierra.
Y, por último, al recuerdo de los incidentes que les obligaron a abandonar su patria, a las casualidades que les apartaron de ella, del camino que debían haber seguido y que, como la basura arrastrada por olas y corrientes, terminaron arrojándoles en la otra orilla del Atlántico, tras haber conocido los horrores del sistema Nazi.
La esclavitud en sus campos de concentración.
La esclavitud en sus campos de concentración.
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