Es conocido que el llamado clasicismo, estilo cinematográfico dominante hasta nuestros días, se basa en un uso comedido del montaje, prefiriendo construir ñas películas mediante largos planos dentro de los cuales el movimiento de los personajes o de la cámara era el medio preferido para conseguir énfasis y subrayado. La llamada mise-en-scene por la crítica francesa se erigió así en la forma noble de la cinematografía y se continúo incluso entre las formas rupturistas de la década de los sesenta, dentro de ese metamovimiento llamado la Nouvelle Vague, cuyos directores, no se olvide, fueron instrumentales a la hora de configurar y definir el canon cinematográfico en el que cualquier aficionado ha sido educado.
Sin embargo, si se retrocede unas décadas, a los años 20, década que es al mismo tiempo la de las postrimerías del cine mudo y la de su mayor gloria, se descubrirá que entonces el montaje era el rey, el recurso predilecto incluso por directores, como Dreyer y su La Passion de Jeanne d'Arc (1928), que en su obra sonora pasarían a atenuarlo y olvidarlo. La razón de esta preferencia estilística tiene un origen quizás demasiado claro, la mítica y monumental Bronenosets Po'tyomkin (1925) de Sergei M. Eisenstein, pero para ser honestos hay que señalar que este estilo basado en el montaje se deja apreciar desde largo tiempo atrás, como lo demostraría la obra de directores como Abel Gance o incluso Griffith. la auténtica razón estriba en que al no depender del sonido, ni de las limitaciones impuestas por la existencia de unos diálogos que siguen imponiendo limitaciones teatrales como un punto de vista fijo y determinado, se podía jugar con la imagen de forma libre, es más, se estaba obligado a manipularla y a reconstruirla/remontarla para conseguir transmitir la expresividad y la riqueza de significados que una única frase podía transmitir por sí sola.
Una de las grandes figuras de este estilo final del mudo basado en el montaje, fue Jean Epstein, cuyo nombre parece, como muchos otros, haberse quedado limitado a tres obras señeras pertenecientes a ese periodo. Ya hablé hace unas semanas de la más famosa, impactante y experimental de ellas, La Chute de la maison User (1928), pero hay que indicar que las otras no le van a la zaga, aunque en comparación puedan parecer menores. La Glace à trois faces (1927) es la primera de la triada y a primera vista puede parecer desconcertante, incluso fallida, sin merecer la fama que se le atribuye, como a mí me ocurrió. Sin embargo, es sólo una ilusión que se disipa con el segundo visionado, como fue también mi caso.
La base argumental del mediometraje es un cuento de Paul Morand, en el que se nos trazan los últimos días del protagonista mediante el relato de las tres mujeres que fueron sus amantes en ese tiempo. El acicate de esa anécdota para el genio de Epstein radica en que el personaje que ve cada una de las narradoras es completamente distinto, teñido tanto del pasado de cada una de ellas como del transcurso, las circunstancias y el resultado de su amor. El resultado final es que el lector, el espectador, en cada caso, se ve enfrentado a retratos contradictorios e incompatibles, que se ve imposible de conciliar, y que sólo acepta a regañadientes que se trate de la misma persona.
Epstein expresa estas discordancias tratando cada capítulo, de los cuatro que componen la película, con un estilo de filmación distinto que intenta responder a la personalidad de cada mujer, utilizando como nexo entre cada episodio, el viaje del protagonista en coche de la ciudad al campo y como se va despidiendo de cada una de ellas, para crear al final un capítulo completo dedicado en exclusiva a este hombre alrededor del cual giran las tres mujeres. El experimento, sin embargo, no se detiene allí. Si lo hubiera hecho, habría caído en el error de muchas películas posteriores que intentan disfrazar la rutina de su historia con un leve cambio de óptica. La idea central del cuento de Morand, heredada por el film de Epstein, es que es imposible conocer la realidad partiendo de los testimonios de sus testigos, de forma que al final, cualquier conclusión que alcancemos será parcial, falsa e insatisfactoria.
Es en la ilustración de este concepto estético/filosófico, precursor del postmodernismo, donde Epstein pisa el acelerador de la experimentación. Su uso del montaje intenta precisamente crear la confusión en la que desembocan nuestros recuerdos, yuxtaponiendo, por ejemplo, en una sola tirada todas las diferentes ocurrencias de una misma situación, como podría ser una despedida, siguiendo un proceso similar al que nuestro cerebro utilizaría para unir conceptos similares, que luego acabarían confluyendo en el contrario, arrastrado allí por las alusiones y las similitudes. De la misma manera, la línea temporal y espacial es quebrada una y otra vez, superponiendo o yuxtaponiendo a una misma situación otras similares en las que los personajes han sido substituidos, intercambiados, reemplazados, sin que esto suponga respuestas a preguntas que ni siquiera han llegado formularse, sino la apertura de nuevos enigmas que en su mayoría quedarán sin resolución.
La película se configura así en un catálogo de audacias, que se alternan las unas con las otras, sin que sea posible descubrir progresión ni lógica en su evolución, sino que parecen haber sido aplicadas de forma casi independiente las unas de las otras, perfectas y válidas en si mismas, sin depender de lo que les precede y antecede. Se trata claramente de un correlato estético de la falta de definición temática y narrativa, dotando a toda la cinta de una clara ambigüedad, desequilibrio y tensión que no llega a resolverse, o mejor dicho que se resuelve de forma trágica, con la desaparición definitiva del personaje retratado.
No obstante, este enfoque radicalmente formal no significa que la obra sea voluntariamente críptica, fría e inhumana. Muy al contrario, ese estilo se revela particularmente apto para la representación de momentos líricos, que habrían fracasado completamente si su ilustración fuera la del clasicismo. O momentos geniales, de descubrimiento de la falsedad en la que habita el protagonistas, como el arriba ilustrado, cuando se ve obligado a ponerse la máscara al percatarse que se halla en un lugar público.
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