Six et demi: Onze (1927) puede calificarse como la obra que puso a Epstein a la cabeza de la vanguardia cinematográfica de su tiempo. Puede llamar la atención que no utilice la palabra experimental, pero fue precisamente en esa década cuando se produjo la división entre cineastas comerciales que utilizan soluciones de vanguardia, y los cineastas experimentales, siempre en los márgenes de la cinematografía, normalmente mucho más cómodos en el formato del corto y el mediometraje. Es en ese tiempo también cuando se puede empezar a hablar de películas abstractas, dadaístas y surrealistas, en continua búsqueda de un tipo de cine que no dependiera de excusas narrativas y que no fuera sierva de ellas.
Esta película inicial de Epstein, por el contrario, es un melodrama con todas las de la ley, en la que las audacias y los excesos, aunque excelsos, son meras ilustraciones, refuerzos, de la peripecia narrada. Peor aún, al menos para las concepciones de algunos, la cinta podría verse como un anuncio extendido de la marca Kodak, ya que una de las cámaras de ese fabricante adquiere un protagonismo central en la trama y por tanto, el nombre de la compañía aparece una y otra vez.
Sin embargo, a pesar de este defecto, y algunos otros más, como el exceso de maquillaje de los actores principales o el claro aire de folletín de la trama, la película es un hito importante en la carrera de Epstein y en la penetración de las formas vanguardistas en la cinematografía convencional. Es evidente que el director francés aún está aprendiendo, y que algunas de sus soluciones no son muy logradas, pero es precisamente ese carácter de ensayo, de búsqueda, sin saber cual es el camino correcto, o qué destino se alcanzará, lo que precisamente constituye su mayor interés y la mantiene viva, a casi noventa años de su producción.
Lo que llama la atención en Six et Demi: Onze son tres factores principales. En primer lugar, la habilidad de Epstein para sugerir lo que no está presente en la pantalla, bien porque queda fuera de cuadro o porque transcurre en una localización distinta. Tal es el caso de la secuencia que abre esta entrada, en la que se nos muestra la pasión de uno de los protagonistas por una mujer de la que tardaremos en ver el rostro y que se convertirá posteriormente en el motor central de la trama. Es esa presentación sin mostrar la que despierta nuestro interés y nos hace desear el momento en que esa presencia se manifieste, además de subrayar el grado de enajenamiento, de desequilibrio del protagonista, también crucial en el desarrollo posterior.
El segundo punto es por supuesto, el uso del montaje que tan característico sería en las obras posteriores de Epstein. Ese montaje es, en un mayoría, un montaje en paralelo, de diferentes acciones separadas que, supuestamente, ocurren en la misma secuencia temporal. Sin embargo, si en el caso de Griffith - o de sus utilizaciones modernas - este recurso se utiliza para crear tensión, suspense, hasta que ambas acciones confluyen en una sola, en el caso de Epstein sirve para crear la atmósfera precisa de ese momento, ilustrando lo invisible a la cámara. Un ejemplo claro es, ya avanzada la película, cuando uno de los personajes debe abandonar París y su amante queda atrás, sin poder seguirle. Esta separación queda ilustrada por un montaje en paralelo de una función de variedades, en la que participa la amante, enfrentado a los medios de transporte utilizados por el protagonista en su viaje, de manera que la distancia que los separa y la imposibilidad de salvarla queden claros a los ojos de los espectadores.
Por último, característico del arte de Epstein, es el uso de la superposición, que a veces llega a hacer ininteligible el plano, dada su densidad y multiplicidad. En principio, ese recurso era una mera ilustración, en la que secciones de la pantalla se reservaban para incluir otra imagen, que mostraba así lo que el personaje pensaba o recordaba. Ese uso se mantiene en Epstein, pero lo complementa con recursos tomados de la praxis surrealista. Así, en otra de las grandes escenas de la película, las olas invaden la carretera por la que los protagonistas conducen, en reflejo claro de la pasión que sienten el uno por el otro, la cual ha sido anticipado un poco antes por un breve montaje en paralelo.
De la misma manera, el estado de desesperación de otro de los personajes es hecho visible por la superposición de las imágenes de la mujer que ama, en un uso a la antica de este recurso, pero que es transformado en moderno al multiplicar ese fantasma visual y romper las separaciones entre las regiones de la pantalla, que acaban finalmente tornándose un borrón ilegible. como ya apuntaba antes, en representación perfecta del desquiciamiento del personaje, ya irremediable.
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