Debo decirles que cada vez me siento más ajeno ante las exposiciones que se proponen como revisión de un artista-vaca sagrada, tipo Picasso, Renoir, Cezanne, Monet y demás grandes nombres. Desde hace unos años mis preferencias van por el lado de las temáticas/recopilatorias, que permiten capturar la evolución de una idea o un movimiento, incluyendo en ella todo tipo de manifestaciones asociadas, ya sean de primera o segunda fila. Es decir, que buscan representar un momento cultural entero, haciendo hincapié en sus ramificaciones, influencias e impacto, para tejer así una red de referencias que si se hace bien puede llevar al descubrimiento insospechado y enriquecedor, incluso para los organizadores.
Algunas exposiciones recientes que responderían a ese modelo serían la dedicada al surrealismo en la Thyssen, que al final se transformaba en una reivindicación de las pintoras de ese movimiento; la del paisaje impresionista en esa misma institución, que terminaba por ser una exploración de las múltiples formas del paisaje en los años finales del XVIII y primeros dos tercios del XIX; o la dedicada al impresionismo en la Mapfre, que en realidad era una invitación a (re)descubrir los muchos postimpresionismos de las décadas de los 80 y 90 del XIX. No obstante, y como complemento a estas exposiciones polimórficas y kaleidoscópicas, existe un segundo tipo que también se ha convertido en mi favorita, la que escoge un artista obscuro, poco conocido o quizás incluso de segunda fila, y lo analiza en profundidad, sacándonos, como se dice ahora, de nuestra zona de seguridad, para forzarnos a replantear nuestras convicciones sobre la jerarquía en el arte o, más importante aún, nuestras concepciones sobre lo que es bueno y lo que no lo es.
Tal es el caso de la dedicada a Josef Albers: Medios Mínimos, Efecto Máximo, que aún estará abierta un mes entero en la Juan March madrileña. Para la mayoría de los aficionados - los que hayan oído hablar de él, claro está - el nombre de este artista está indisolublemente asociado con la Bahaus y la constelación de artistas - tanto de primera y segunda fila - que utilizaron su producción artística con fines fines pedagógicos, vertiente de su obra que a muchos puede repeler o al menos no considerar tan bien esa parte de su trayectoria como la de épocas más libres o más audaces. Por otra parte, Albers es también recordado por lo que constituiría casi su obra única tras la segunda guerra mundial, la serie de pinturas titulada Homenaje al Cuadrado, en la invariablemente tres o cuatro cuadrados concéntrícos son pintados con diferentes tonalidades.
Definido así, ese tipo de seriación debería culminar pronto en el agotamiento y la repetición. De hecho, la contemplación de algún Homenaje al Cuadrado aislado, bien en historias del arte, bien en museo, así lleva a pensarlo, razón por la que Albers no es un nombre normalmente recordado por los aficionados. Pues bien, la exposición de la Juan March, que básicamente es una sucesión casi interminable de Homenajes al Cuadrado, tiene curiosamente el efecto opuesto, reivindicando el nombre de este artista abstracto.
Como digo, poder comparar los diferentes Homenajes al Cuadrado, destruye ese prejuicio de repetitivo, de encasillamiento, que podría tenerse contra Albers. Lo que queda es la constación de una experimentación constante, siempre inspirada, en la que las posibilidades de combinación de colores son infinitas, inagotables, una inmensa tierra desconocida que Albers apenas a llegado a esbozar.
A esta conclusión paradójica, el medios mínimos, efecto máximo, ayuda que Albers, apoyado en su experiencia Bauhaus, es un experto conocedor de las posibilidades del color y de las metamorfosis creadas en su percepción por la yuxtaposición de tonalidades. En esta misma exposición pueden verse ejemplos de su tarea pedagógica, en la que enseñaba a transformar unos colores en otros, a buscar un imposible punto medio cromático, a crear tonalidades inexistentes en una muestra de colores o hacer desaparecer las presentes en esa misma selecciñon. Esa labor podía haberse quedado en un mero libro de recetas, pero se transforma en auténtico arte en la serie Homenaje al Cuadrado, que no son sólo una demonstración visual de las teorías de Albers, sino que consiguen emocionar con el uso del color, convertiéndolo en auténticas notas musicales con las que crear melodías visuales.
Son muchos, por tanto, los modos en que podemos observar y disfrutar esta exposición. Algunos homenajes al cuadrado sorprenden por la intensidad abrasadora de sus colores, por su violencia y su audacía, que se plasma bien en utilizar tonalidades de la misma gama apenas diferenciables o por combinar colores que creeríamos opuestos, incompatibles, pero que se revelan afines y complementarios. Otros cuadros consiguen crear auténticas ilusiones visuales, produciendo efectos de profundidad, bien de oquedades, bien de salientes, mientras que otros retoman la esencia básica del cuadrado y parecen simplemente hojas de papel superpuestas. Los hay, por último, que transmiten una sensación de serenidad y calma, casi paisajística, que llevaría a contemplarlos durante largo tiempo, hasta atrapar una esencia que no llegamos a identificar, pero que sabemos que está ahí.
Una ilusión, la de significado e intencionalidad, más allá del mero ejercicio cromático, que se ve sustentado por los títulos poéticos con los que Albers califica sus cuadrados. Los hay que son nocturno, recinto o saturado. Otros son primavera creciente o isla griega, los hay incluso que son afectuosos o protegidos, unos apelativos que producen sorpresa en el espectador y lo llevan a preguntarse por qué esos colores deberían producir esa sensación, qué fue lo que vio el artista que les llevó a calificarlos así. Más importante aún, sí en realidad el título es prescindible y el observador, cualquier observador, tiene derecho a un acto de creación privado y personal, en paralelo, que le lleve a participar con Albers en la apertura de nuevas posibilidades a la mirada.
En conclusión, una exposición fascinante, de la cual, si se pilla en el estado de ánimo adecuado, será casi imposible escapar, y que para mí, junto con la de Pontormo de la Mapfre, son por ahora los candidatos principales a exposición del año.
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