Duna en Fehmarn |
Los que sigan estas notas apresuradas, sabrán de mi admiración por las exposiciones de la Fundación Mapfre madrileña, que poco a poco han ido desbancando a las organizadas por el Prado y la Thyssen (más info en los próximos días) e incluso a dos baluartes del panorama expositivo madrileño como son la Juan March y CaixaForum. Este verano tampoco me han defraudado y debo decir que, a espera de la William Blake de la Caixa, la muestra Ernst Ludwig Kirchner de Mapfre es la mejor que se puede visitar ahora mismo en Madrid y casi se la podía definir de modélica.
En primer lugar, los organizadores han conseguido reunir un buen número de obras del artista alemán, que reflejan cabalmente todas sus épocas, de sus formación a la, para mí, decadencia final, sin dar mayor enfasis a unas u otras, sino permitiendo que sea el espectador el que se forme su propia opinión. Por otra parte, el montaje de la exposición permite seguir al detalle la evolución de este artista, una de esas raras figuras pictóricas que no se fosilizó en un estilo reconocible (como cierto archifamoso pintor de unas calles más allá) sino que tuvo el coraje de seguir experimentando y explorando, aunque, como digo, para mi perdiese un tanto el camino en su etapa final.
La primera parte de la exposición está dedicada al Kirchner de preguerra, el que fuera cofundador del grupo pictórico Die Brücke, e impulsor de ese expresionismo de raíz alemana que en muchos aspectos eclipsa a su hermana fauvista francesa. Lo que se puede ver en estas salas es un pintor que evoluciona desde un impresinismo/divisionismo ya por entonces periclitado para convertise en una figura mayor con un estilo propio, en cierta manera Cezanniano, cuyos rasgos principales, son la utilización de grandes manchas de color, la utilización de lineas quebradas para delimitar los contornos, y una especial fiereza en la construcción de la figura humana, reducida a meros esquemas, y la aplicación de la pintura, yuxtaponiendo tonos opuestos e incluso dejándola chorrear sobre la superficie del lienzo.
Esta rebeldia y espíritu subversivo, especialmente para aquella época, pueden hacer pasar por alto que Kirchner es uno de los grandes coloristas de la pintura del siglo XX, capaz de realizar transiciones finísimas dentro de la misma gama de tonalidades y, sobre todo, de conseguir equilibras esa rabia entre los colores opuestos que invaden sus lienzos, de forma que al final acaban por encontrar un equilibrio casi imposible, una calma inesperada que actúa como contrapunto de esa disonancia de sus formas y sus colores.
Cinco Cocottes en la calles |
Tinzenhorn |
El Beso |
Hacia 1925 se produce un nuevo cambio en su trayectoria, transformación que como digo no acaba de convencerme, y que sólo puedo definir como si algo en la mente de Kirchner se hubiera solidificado. De repente su trazo se hace rectilíneo, los colores aunque aún los de un colorista, pierden su agitación anterior y se transforman en superficies lisas, mientras que su composiciones adquieren un caracter estático y hierático, de auténtica estatuaria.
Sería fácil atribuir este remansamiento a que Kirchner encontró cierta paz interior, pero si lo hizo se asemeja más a la proverbial de los cementerios, mientras que, por otra parte, sabemos que la prohibición de su obra en 1937 como Entartete Kunst (arte degenerado) por parte de los nazis, le llevó al suicidio, lo que convierte esa serenidad más en una ficción autoimpuesta que en un sentimiento real. Por otra parte, si bien en su primera época, Kirchner utilizaba las influencias de otros artistas para separarlos, aquí da la impresión de limitarse a citarlos, de manera que bastantes de sus cuadros tienen demasiada familiaridad con obras picassianas del periodo surrealista, coetaneo con esta última etapa Kirchneriana.
Esto no reduce en un ápice la figura de Kirchner, pero debería hacernos desconfiar de burdas generalizaciones, especialmente en lo que se refiere a los pintores, su edad y su mejor obra. Algunos como, Picasso o Monet, fueron capaces de recrearse una y cien veces, otros como Gris, Kirchner, o el caso especialmente trágico de Derain, parecen haber tenido un periodo de gloria para después perderse irremediablemente, de forma que sólo la muerte les evitó caer en el descrédito. Finalmente, los hay que sólo estrenaron su talento cuando ya eran maduros, como es el caso excepcional de Goya, que si hubiera muerto hacia 1785, hoy sólo sería recordado como discípulo de Bayeu.
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