He comentado más de una vez como se suele asociar la figura de Jean Rouch con el documental en su forma más pura, y como hasta el espectador más ciego puede darse cuenta de que lo crea el director francés poco tiene que ver con el documental tradicional, ese de las cadenas televisivas de animalitos, y mucho con lo que podríamos llamar cine-ensayo, el cual esencialmente es una reflexión personal del autor sobre el mundo que le rodea, en la que este es recogido/capturado de forma más o menos realista, de manera más o menos reelaborada.
Sería también demasiado sencillo, aprovechando la circunstancia de que Rouch es un cineasta de la segunda mitad del siglo XX, coetáneo de la Nouvelle vague y el 68, hablar de la forma moderna del documental, en oposición a la clásica, y enlazarlo con otras personalidades como la de Chris Marker, sino fuera porque esa forma "moderna" es tan antigua como la clásica, como explicaría la fascinación de los documentalistas de la década de los 60 por figuras como el revolucionario Dziga Vertov o el muy clásico Flaherty
En realidad, lo que comparten todas estas figuras singulares es su tendencia a salirse del molde documental, el de los canales televisivos de animalitos, para explorar nuevas rutas. Un camino de perfección fílmico que utiliza la mirada sobre la realidad para plantearse preguntas sobre el mundo y la sociedad en la que el documentalista habita, pero donde esa observación de la realidad no se limita a la mera observación rigurosa y objetiva, cual naturalista que no quiere perturbar el espécimen que estudia, sino que admite, en realidad, exige, la intervención del ojo que mira, sabedor de que cualquier manera su simple presencia esta distorsionando esa realidad.
Rouch, como he repetido en muchas ocasiones siempre se está moviendo en los límites del género documental y es especialmente proclive a transguedir esa regla no escrita que separa el documental de la ficción, o mejor dicho la realidad manipulada o reinventada. Si esto se deja ver en la gran mayoría de sus obras, es especialmente notable en una de sus últimas creaciones, el Dionisyios de 1984, que escapa a toda clasificación, al no ser un documental, ya que no trata de retratar algo existente, pero tampoco es una obra de ficción, al quedar claro que los participantes en la representación gozan de total libertad para la improvisación y que todo el estilo fílmico con el que está rodada, es precisamente el del documental: el del ojo y la mente que tiene que decidir en un instante qué y cómo rodar, sin poder permitirse el lujo de elegir, preparar y planificar.
¿Es Dionisio una buena película? Sé que no suelo responder a esa pregunta en mis anotaciones, pero igualmente se deja traslucir mi admiración o desencanto. En esta ocasión, lo que puedo decirles es que se trata de una película desconcertante, que debería ver otra vez antes de poder emitir un veredicto, pero que tiene la valentía de abordar una serie de cuestiones candentes en el tiempo en que se rodó, el del fin del colonialismo, pero no menos importantes y urgentes ahora mismo. Unos problemas que pueden resumirse en la (aparente) oposición entre un occidente racional y científico, organizado, frente a un oriente espiritual y mágico, multiforme, en conjunción con los diferentes movimientos occidentales antiautoritarios y contraculturales de la década de los 60, opuestos a la tradición ilustrada y que cristalizarían en el postmodernismo de los 70/80.
Parte de lo que he dicho, a pesar de su contemporaneidad, es heredado de tiempos del colonialismo, y cae dentro de esa etiqueta llamada "orientalismo", consistente en asignar etiquetas culturales a un oriente que se piensa único, misterioso, anclado en tradiciones milenarias, y cuya imagen en las mentes occidentales no es sino un batiburrillo de elementos dispares que no tiene un auténtico correlato real. Frente a esta idea, que en el fondo constituye una excusa para substituir ese oriente imaginado por una modernidad única y manufacturada, como pretendía el colonialismo del XIX, Rouch opone el argumento de la identidad subyacente entre Oriente en Occidente, expresada en poner de manifiesto como el substrato esencial de la civilización occidental, esa antigüedad grecorromana tan querida y admirada hasta ayer mismo, no es tan distinta del universo mental de los pueblos que occidente llama primitivo.
Esaidentidad oculta bajo un frágil barniz de sofisticación que queda simbolizada en la figura de Dionisio, el dios cuyo culto constituye la apoteosis de los impulsos más primarios y cuyo culto consiste precisamente en liberarse de las ataduras racionales. Un dios que en la película, como en los viejos mitos griegos, se manifiesta en medio de la modernidad y vuelve a reinventar su culto, como si este momento presente, de victoria de la ciencia y del saber, no fuera otra cosa que una nube pasajera, mientras que la eternidad siempre le ha pertenecido a él, auténtica encarnación del espíritu humano.
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