Continuando mi revisión del Mizoguchi anterior a la Segunda Guerra Mundial, le ha tocado el turno este fin de semana a Zangiku Monogatari (Historia de Crisantemos Tardios) realizada en 1939. Antes sólo la había visto una única vez, en uno de esos pases de madrugada de la televisión de los años 80, y debo confesar que me impresionó profundamente, con lo que tenía muchas ganas y más ilusión de reencontrarme con ella. Tras verla, no he podido evitar una cierta decepción, a pesar de su maestría técnica, debido al profundo contraste temático y político con las obras que la anteceden y con las que Mizoguchi rodaría más tarde tras la rendición del Japón.
Este contraste con el resto de su obra tiene unas profundas raíces políticas, reflejando la lenta transformación de la democracia japonesa en un régimen militar con aspiraciones imperiales. A pesar de que esta involución arrancó en los años 20 y se aceleró con la intervención Militar en Manchuria, primer aviso del poder absoluto del ejército japonés, el punto sin retorno se cruzó en el periodo que media entre Naniwa Hika y Gion no Shima, ambas de 1936, frente a Zangiku, rodada en 1939. En ese periodo de tres años, Japón se había embarcado en una guerra colonial en China, que pronto se revelaría como un callejón sin salida, tanto por llevar al enfrentamiento directo con los EEUU como por convertirse en un conflicto racista donde el exterminio de la población local era una más de las posibilidades a disposición de las tropas ocupantes. Internamente, sectores radicales del ejército no dudaron en dar un golpe de estado en 1936, que aunque fallido, fue lo bastante sangriento para eliminar cualquier influencia de los políticos civiles en el gobierno del Japón, que desde entonces quedó en manos militares, orientado exclusivamente a las necesidades bélicas.
Como pueden imaginar este estado de cosas, de dictadura de facto, se tradujo en una intensa campaña de propaganda hacia la población y en la eliminación de cualquier opinión discordante, tarea en la que la infame policía política del régimen no tardó en distinguirse. Mizoguchi, de reconocidas ideas liberales y poroccidentales, no tardó en encontrarse en el punto de mira del nuevo régimen, con el problema añadido de que su propia productora, la Daichi Eiga, había quebrado tras la Gion no Shima, y que el parlamento había aprobado una ley según la cual sólo podían rodarse películas que contribuyesen a ensalzar el espíritu nacional y las campañas bélicas del Japón Imperial.
Como pueden imaginarse, esto significaba, simple y llanamente, que la carrera de Mizoguchi había concluido, ya que su obra no podía estar más lejos de estos ideales políticos. Lo que ocurrió entonces es uno de los momentos más obscuros en la biografía de Mizoguchi, que a muchos de sus admiradores, yo incluido, nos resulta bastante incómodo, ya que hubiéramos esperado un comportamiento más íntegro y valeroso por parte de nuestro director favorito. El caso es que Mizoguchi, para hacer olvidar sus veleidades liberales anteriores, no dudó en filmar un 1938 una abierta alabanza de la campaña bélica en China (Roei no Uta, La canción del cuartel), publicando a continuación un panfleto político, El Carácter japonés en el cine, en el que afirmaba que no había mejor género que el cine bélico, cuyo objetivo no podía ser otro que mostrar la belleza de morir en la guerra defendiendo la patria.
Extraño comportamiento de Mizoguchi, del que no se ha llegado a aclarar hasta que punto ese giro de 180 grados fue debido a convencimiento propio o a instinto de supervivencia. Sí es cierto, que desde ese momento, Mizoguchi se refugió en el cine de época, único género en el que podía aún encontrarse cierta libertad creativa, aparentando seguir las directrices del gobierno. En ese sentido, Zangiku Monogatari, puede interpretarse de dos maneras diametralmente opuestas. Por una parte, una alabanza sin reservas de un Japón pasado, libre de influencias occidentales, encarnado en ese mundo del teatro Kabuji, y donde cada individuo tiene un lugar predeterminado en el que debe obligatoriamente realizarse so pena de destruirse a sí mismo.
De aquí el origen de mis reparos. Partiendo de esta interpretación y siguiendo las directrices del gobierno, la película puede entenderse como una especia de historia del hijo pródigo, en la que el protagonista abandonará su destino, el de actor-heredero de una compañía teatral, para estar a punto de perderse definitivamente hasta descubrirse a sí mismo como actor y encarnación de ese espíritu japonés tan caro al estamento militar. Un proceso en el que habrá de librarse de todas la impurezas añadidas, entre ellas la mujer que le ha acompañado en ese viaje a los bajos fondos y que sólo consituiría un estorbo en su nueva vida.
Curiosamente, visto con ojos modernos, es esta heroína Mizoguchiana el elemento discordante en la película, ya que está desprovista de toda individualidad y personalidad, y por supuesto de cualquier tipo de oposición o rebelión contra su destino, al contrario de las protagonistas de los filmes anteriores y posteriores del director japonés. Su personaje parece limitarse a estar al servicio del hombre y a sacrificarse por él sin ninguna queja, una vez que no es necesaria, lo cual, como pueden imaginarse, es la concepción de la mujer más cara no sólo a los militaristas japoneses sino a cualquier conservadurismo que se precia.
Hay otra interpretación de la película, como pueden imaginarse, mucho más cercana a lo que conocemos de Mizoguchi. La impresión que unos ojos modernos tienen de la sociedad representada en la película es la de un sistema completamente injusto, en el que, como digo, cada persona tiene su lugar prefijado, y quienes nacen en el lugar equivocado nunca podrán disfrutar de los privilegios de los que tuvieron suerte. Un sistema donde cualquier intento de gozar de un poco de libertad individual será castigado con el ostracismo y donde esa injusticia original está tan grabado en las mentes de sus integrantes que las mayores traiciones serán realizadas sin pestañear, como algo completamente natural, cuyo mejor ejemplo es la facilidad con que el protagonista abandona a su amada para perseguir el éxito en el escenario, o como es incapaz de permanecer con ella en su lecho de muerte, ya que debe formar parte de un desfile en el que se le aclamará hasta lo más alto.
O como el éxito social, la concordancia con los ideales sociales son en realidad excusas para disimular el fracaso personal, la incomoda consciencia de ser un monstruo inhumano.
Dejando a un lado estas disquisiciones sociopolíticas, lo que yo quería contar en esta entrada es que está película consituye una de las cumbres del estilo de Mizoguchi. Resulta evidente el profundo amor que el director tiene por el estilo Kabuki y su preocupación por trasladarlo a la pantalla de una manera que no resulte plana ni anodina, como suele ocurrir con las representaciones teatrales filmadas.
Una de las escenas, en concreto, es de gran una dificultad , que Mizoguchi resuelve con una facilidad que no está al alcance de muchos directores. Se trata de una representación teatral, observada por tres de los personajes y en la cual, mediante una cuidada selección de las posiciones de cámara y un astuto montaje, Mizoguchi recontruye la posición de cada uno y los sentimientos que albergan, no sólo frente a lo que están viendo sino en los sucesos que han llevado a ese punto.
Entre medias, Mizoguchi introduce una serie de planos que nos permiten ver la representación desde el punto de vista del público y que va alternando para evitar ese estatismo del teatro filmado y adaptar su ritmo al de las peripecias de la obra.
No obstante como ya habñia dicho, esta representación teatral no está ahí como simple ejercicio de estilo, sino que se va a utilizar como punto de inflexión en la trama, representado por una secuencia en que perdemos de vista el escenario y en que la cámara al seguir a un personaje que se marcha, ilustra también la separación entre ambos protagonistas que a pesar de estar tan cerca ya no podrán volver a reunirse nunca.
Una despedida desgarradora, sólo para uno de los protagonistas, puesto que el otro se hallá en su momento de mayor triunfo, que se ve subrayada porque Mizoguchi no intenta modificar los escenarios donde rueda para que no haya obstáculos en el campo de visión de la cámara, sino que utiliza esos mismos obstáculos tanto para intensificar su realismo (estamos en un lugar real, donde suceden acciones reales) y la catástrofe emocional del personaje, que se ve remachada en los siguientes planos, llenos de aire, con el protagonista aplastado contra el fondo, reducido casi a un elemento más de ese sótano tras el escenario, e ilustración perfecta de su soledad.
En resumen magnífica película, a pesar de sus problemas políticos y sociales, y magnífico ejemplo del estilo de ese Mizoguchi que asombrará al mundo en los años 50.
Este contraste con el resto de su obra tiene unas profundas raíces políticas, reflejando la lenta transformación de la democracia japonesa en un régimen militar con aspiraciones imperiales. A pesar de que esta involución arrancó en los años 20 y se aceleró con la intervención Militar en Manchuria, primer aviso del poder absoluto del ejército japonés, el punto sin retorno se cruzó en el periodo que media entre Naniwa Hika y Gion no Shima, ambas de 1936, frente a Zangiku, rodada en 1939. En ese periodo de tres años, Japón se había embarcado en una guerra colonial en China, que pronto se revelaría como un callejón sin salida, tanto por llevar al enfrentamiento directo con los EEUU como por convertirse en un conflicto racista donde el exterminio de la población local era una más de las posibilidades a disposición de las tropas ocupantes. Internamente, sectores radicales del ejército no dudaron en dar un golpe de estado en 1936, que aunque fallido, fue lo bastante sangriento para eliminar cualquier influencia de los políticos civiles en el gobierno del Japón, que desde entonces quedó en manos militares, orientado exclusivamente a las necesidades bélicas.
Como pueden imaginar este estado de cosas, de dictadura de facto, se tradujo en una intensa campaña de propaganda hacia la población y en la eliminación de cualquier opinión discordante, tarea en la que la infame policía política del régimen no tardó en distinguirse. Mizoguchi, de reconocidas ideas liberales y poroccidentales, no tardó en encontrarse en el punto de mira del nuevo régimen, con el problema añadido de que su propia productora, la Daichi Eiga, había quebrado tras la Gion no Shima, y que el parlamento había aprobado una ley según la cual sólo podían rodarse películas que contribuyesen a ensalzar el espíritu nacional y las campañas bélicas del Japón Imperial.
Como pueden imaginarse, esto significaba, simple y llanamente, que la carrera de Mizoguchi había concluido, ya que su obra no podía estar más lejos de estos ideales políticos. Lo que ocurrió entonces es uno de los momentos más obscuros en la biografía de Mizoguchi, que a muchos de sus admiradores, yo incluido, nos resulta bastante incómodo, ya que hubiéramos esperado un comportamiento más íntegro y valeroso por parte de nuestro director favorito. El caso es que Mizoguchi, para hacer olvidar sus veleidades liberales anteriores, no dudó en filmar un 1938 una abierta alabanza de la campaña bélica en China (Roei no Uta, La canción del cuartel), publicando a continuación un panfleto político, El Carácter japonés en el cine, en el que afirmaba que no había mejor género que el cine bélico, cuyo objetivo no podía ser otro que mostrar la belleza de morir en la guerra defendiendo la patria.
Extraño comportamiento de Mizoguchi, del que no se ha llegado a aclarar hasta que punto ese giro de 180 grados fue debido a convencimiento propio o a instinto de supervivencia. Sí es cierto, que desde ese momento, Mizoguchi se refugió en el cine de época, único género en el que podía aún encontrarse cierta libertad creativa, aparentando seguir las directrices del gobierno. En ese sentido, Zangiku Monogatari, puede interpretarse de dos maneras diametralmente opuestas. Por una parte, una alabanza sin reservas de un Japón pasado, libre de influencias occidentales, encarnado en ese mundo del teatro Kabuji, y donde cada individuo tiene un lugar predeterminado en el que debe obligatoriamente realizarse so pena de destruirse a sí mismo.
De aquí el origen de mis reparos. Partiendo de esta interpretación y siguiendo las directrices del gobierno, la película puede entenderse como una especia de historia del hijo pródigo, en la que el protagonista abandonará su destino, el de actor-heredero de una compañía teatral, para estar a punto de perderse definitivamente hasta descubrirse a sí mismo como actor y encarnación de ese espíritu japonés tan caro al estamento militar. Un proceso en el que habrá de librarse de todas la impurezas añadidas, entre ellas la mujer que le ha acompañado en ese viaje a los bajos fondos y que sólo consituiría un estorbo en su nueva vida.
Curiosamente, visto con ojos modernos, es esta heroína Mizoguchiana el elemento discordante en la película, ya que está desprovista de toda individualidad y personalidad, y por supuesto de cualquier tipo de oposición o rebelión contra su destino, al contrario de las protagonistas de los filmes anteriores y posteriores del director japonés. Su personaje parece limitarse a estar al servicio del hombre y a sacrificarse por él sin ninguna queja, una vez que no es necesaria, lo cual, como pueden imaginarse, es la concepción de la mujer más cara no sólo a los militaristas japoneses sino a cualquier conservadurismo que se precia.
Hay otra interpretación de la película, como pueden imaginarse, mucho más cercana a lo que conocemos de Mizoguchi. La impresión que unos ojos modernos tienen de la sociedad representada en la película es la de un sistema completamente injusto, en el que, como digo, cada persona tiene su lugar prefijado, y quienes nacen en el lugar equivocado nunca podrán disfrutar de los privilegios de los que tuvieron suerte. Un sistema donde cualquier intento de gozar de un poco de libertad individual será castigado con el ostracismo y donde esa injusticia original está tan grabado en las mentes de sus integrantes que las mayores traiciones serán realizadas sin pestañear, como algo completamente natural, cuyo mejor ejemplo es la facilidad con que el protagonista abandona a su amada para perseguir el éxito en el escenario, o como es incapaz de permanecer con ella en su lecho de muerte, ya que debe formar parte de un desfile en el que se le aclamará hasta lo más alto.
O como el éxito social, la concordancia con los ideales sociales son en realidad excusas para disimular el fracaso personal, la incomoda consciencia de ser un monstruo inhumano.
Dejando a un lado estas disquisiciones sociopolíticas, lo que yo quería contar en esta entrada es que está película consituye una de las cumbres del estilo de Mizoguchi. Resulta evidente el profundo amor que el director tiene por el estilo Kabuki y su preocupación por trasladarlo a la pantalla de una manera que no resulte plana ni anodina, como suele ocurrir con las representaciones teatrales filmadas.
Una de las escenas, en concreto, es de gran una dificultad , que Mizoguchi resuelve con una facilidad que no está al alcance de muchos directores. Se trata de una representación teatral, observada por tres de los personajes y en la cual, mediante una cuidada selección de las posiciones de cámara y un astuto montaje, Mizoguchi recontruye la posición de cada uno y los sentimientos que albergan, no sólo frente a lo que están viendo sino en los sucesos que han llevado a ese punto.
Entre medias, Mizoguchi introduce una serie de planos que nos permiten ver la representación desde el punto de vista del público y que va alternando para evitar ese estatismo del teatro filmado y adaptar su ritmo al de las peripecias de la obra.
No obstante como ya habñia dicho, esta representación teatral no está ahí como simple ejercicio de estilo, sino que se va a utilizar como punto de inflexión en la trama, representado por una secuencia en que perdemos de vista el escenario y en que la cámara al seguir a un personaje que se marcha, ilustra también la separación entre ambos protagonistas que a pesar de estar tan cerca ya no podrán volver a reunirse nunca.
Una despedida desgarradora, sólo para uno de los protagonistas, puesto que el otro se hallá en su momento de mayor triunfo, que se ve subrayada porque Mizoguchi no intenta modificar los escenarios donde rueda para que no haya obstáculos en el campo de visión de la cámara, sino que utiliza esos mismos obstáculos tanto para intensificar su realismo (estamos en un lugar real, donde suceden acciones reales) y la catástrofe emocional del personaje, que se ve remachada en los siguientes planos, llenos de aire, con el protagonista aplastado contra el fondo, reducido casi a un elemento más de ese sótano tras el escenario, e ilustración perfecta de su soledad.
Aún así, lo que he dicho podría apuntar a un director manierista y preciosista que añade estos elementos porque resultan bonitos o poco usuales, pero es en la siguiente escena donde Mizoguchi se revela como todo un clásico, si bien un clásico que se mueve en los límites del clasicismo, para el que todo elemento tiene un sentido y una finalidad.
En esta escena Mizoguchi rueda desde detras de una escalera, la que lleva al escenario, que se convierte tanto en una reja que impide que nuestra protagonista sea libre, como en recordatorio del caminio, el único camino, que aún le queda para reencontrarse con su amado y que nunca se atreverá a tomar.
En resumen magnífica película, a pesar de sus problemas políticos y sociales, y magnífico ejemplo del estilo de ese Mizoguchi que asombrará al mundo en los años 50.
No hay comentarios:
Publicar un comentario