Die Erwartung, Richard Ölze |
Como había adelantado en entradas anteriores, durante las últimas semanas he estado revisando una de las series que me marcó en mi juventud, hasta el punto que no mentiría demasiado si dijera que a ello le debo mi pasión por el arte, al menos por el arte que en esos tiempos se llamaba "contemporáneo" y que ahora tenderíamos a englobar con la etiqueta modernista/formalista, correspondiente de forma muy burda a lo creado por la cultura occidental ente 1880 y 1980.
Se trata de la archifamosa serie (y libro) The Shock of the New, realizada por el crítico de arte Robert Hughes, justo a principios de los 80, cuando el modernismo estaba a punto de dejar de ser el arte de nuestro tiempo, substituido por el postmodernismo teorizado en los 70. Sólo por ese detalle la serie es de una importancia capital, ya que la revisión y evaluación que se realiza de un siglo de arte no supone una celebración de sus triunfos, sino una profunda crítica de su fracaso y, en muchas ocasiones, una emocionada elegía, la constatación de un tiempo pasado, de un modo de sentir y concebir el arte que ya no tenía sentido y que nunca volvería a repetirse.
Es este asppecto de cierre, de ajuste de cuentas con un pasado que parecía glorioso el que destaca más en este visionado mío de madurez, pasados más de veinte años, cuando tantos de mis sueños, por no decir todos, se han desvanecido, junto con la fuerza y las ilusiones para conseguirlos. La pregunta que me hacía cuando la veía es como una serie como está, tan crítica y desengañada, consiguió ganarme para la causa del arte moderno. La primera razón es, por supuesto, la habilidad de Hughes en su lección de arte. Oírlo es un placer, no sólo por el absoluto conocimiento del tema, capaz de mostrarnos el significado, la importancia, las relaciones e influencias de cada obra mostrada, sino especialemente porque en su discurso no hay nada que sobre. Cada palabra, cada frase es esencial, perfectamente apropiada para la tesis que quiere demostrar y el momento en que se aplica, sin permitirse ninguna concesión ni vulgarización, suponiendo que el público al que se dirige esta lo suficientemente preparado para seguirle... o al menos, como era mi caso hace veinte años, tiene el interés necesario para superar cualquier obstáculo.
Un punto de partida que dice mucho de la televisión de aquellos años, la tan denostada televisión educativa de los 70 y primeros 80, y muy poco de la de nuestros días, que parece rivalizar en atenuar sus propuestas y buscar el mínimo común denominador, enorgulleciéndose de ello, entre el aplauso de espectadores y críticos. Si no me creen, piensen que esta obra no se emitió en España a altas horas de la madrugada, sino a mediodía justo después del telediario, cuando la mayoría de las cadenas emiten ahora sus seriales venezolanos, sus programas de cotilleo o, las que se dicen "cultas", sus documentales de animalitos.
Pero volviendo a lo que estaba diciendo, la auténtica razón de que una elegía de la modernidad me sirviera de acicate para comprenderla, se halla en la situación política de España en ese tiempo. Como es sabido, los totalitarismos de los años 30, tanto de izquierdas como de derechas, la consideraron como uno de los enemigos a combatir. Mientras que el resto de Europa la segunda guerra mundial salvo al modernismo in extremis como tantas otras cosas, la dictadura de franco siguió viva durante 30 años más, con su negativa a aceptar todo lo que no se correspondiese con las esencias 30. Eso significó que mientras en todo occidente el modernismo/formalismo había acabado por convertirse en el arte del siglo, permitiendo que nuevas generaciones se rebelasen contra él en busca de nuevas alternativas, en España seguía siendo rechazado y despreciado, su conocimiento vetado al común de los aficionados.
Así, en una extraña paradoja del destino, el arte del siglo XX nunca llegó a ser considerado como propio por los españoles, sin que en estas tierras llegase a fructificar una escuela moderna propia hasta los años 50, excepto los expatriados que figuraron en el foco parisino. En otro giro aún más irónico, del que no sé hasta que punto fueron conscientes (y disfrutaron) las autoridades del franquismo, la mayoría de la población seguía viendo el arte moderno como garabatos de niño y considerando como el único tipo válido de arte al figurativo. Tan fuerte llegaría a ser esta impronta, que muchos años más tarde, un movimiento de extrema izquierda del norte de este país (ya saben cual) llegaría a oponerse a la construcción de una sucursal del museo Gugenheim neoyorquino, al considerar que atentaba contra sus esencias, en palabras que cualquier funcionario franquista hubiera firmado complacido.
Teniendo en cuenta este contexto, es fácil comprender porque ese documental elegíaco me fascino en esa media y cómo no fue capaz de darme cuenta de su tono crítico hasta ayer mismo. Simplemente sirvió para disipar mi ignorancia, para mostrarme el camino a regiones completamente desconocidas, dotándome de los medios para entenderlas y apreciarlas, para convencerme de que ése era el modo de concebir y crear el arte.
Eso basto para emocionarme y basta para hacerlo ahora, aunque como digo, ese documental fuera en realidad la marca, el punto final, de un siglo de gloria en la cultura europea, y ahora, en el mejor de los casos, en este tiempo de desapego postmoderno, en el que todo es válido y nada es valiosa, las pretensiones y ambiciones de esos artistas nos provoquen una sonrisa irónica.
Or is it not?
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