sábado, 16 de octubre de 2010

Modernity's Elegy/The Shock of the New (III): The Powers that Be

Hanna Nöch, la Domadora



En el segundo episodio de The Shock of the New, titulado The Powers that Be (los poderes fácticos, en traducción española), Robert Huges se las arregla para hacernos transitar del arte de la libertad absoluta al arte de la tiranía también absoluta, en una de esas asociaciones libres que hacen tan sugerente este análisis del modernismo/formalismo.

El capítulo se inicia en el mismo punto en que terminó el anterior, con la inmensa catástrofe de la primera guerra mundial y el encuentro de la cultura europea con el asesinato masivo e industrializado, para cuya representación artística eran inválidos todos los métodos y procedimientos anteriores, basados en una concepción personalizada,heróica, patriótica y romántica de la guerra, completamente opuesta a la muerte anónima, estadísitica y deshumanizada que conllevaba la guerra industrial. Una guerra que aniquiló a toda una generación, matando a buena parte de los artistas que habían encabezado las vanguardias de primeros de siglo, derrochando un enorme capital humano que nunca llegó a florecer, y marcando a los supervivientes y a toda la cultura europea con un fondo de pesimismo, desconfianza y rebeldía que aún hoy continúa siendo el ideal artístico por antonomasia.

Esa rechazo por todo lo anterior daría lugar a uno de los movimientos de menor duración en la historia de las vangüardias, pero uno de los pocos, junto al surrealismo que sigue apareciendo aquí y allá, en figuras aisladas y cuya impronta sigue sintiéndose presente. Se trató de Dadá, creado por exiliados que huían de la guerra en la neutral Suiza, y que se proponía una vuelta a la inocencia, mediante la negación de toda racionalidad e intencionalidad, promoviendo la espontainedad, el absurdo o el azar. Una tarea de creación no artística, en la que destacarían personalidades tan importantes como Hans Arp, Max Ernst y el siempre ubicuo Marcel Duchamp, con sus famosísimos ready-made.

Acabada la guerra el centro de Dadá se trasladaría a Berlín y allí sufriría una importante trasnformación al convertirse en un movimiento con un fuerte transfondo político que perseguía la subversión política mediante la revolución, atacando a todos aquellos, militares, industriales, autoridades varias, que habían provocado la catástrofe de la guerra. Sería el tiempo de Otto Dix, Hanna Höch (de quien he incluido un collage) o George Grosz, los cuales utilizarían las técnicas del expresionismo y el absurdo del dadá para intentar derribar el estado de cosas de la república de Weimar, fundada sobre la represión de la revolución marxista que siguió a la guerra.

Es aquí cuando el documental da uno de sus quiebros. En 1980 Berlín, el Berlín del Dadá, era una ciudad dividida por la guerra fría, en cuyo lado oriental cualquier artista que hubiera intentado seguir las huellas del dadaísmo habría sido implacablemente perseguido por el régimen comunista. Sin embargo, sesenta años antes se había producido una de las grandes ocasiones del modernismo europeo, la década escasa en que el naciente régimen soviético promovió ese tipo de arte como su arte y lo utilizó como arma para cambiar la sociedad.

Fue el tiempo de artistas como Naúm Gabo  (al cual oímos hablar con la pasión propia de un adolescente), El Lissitzki, Vladimir Tatlin o Alexander Rodchenko, artistas que intentaron crear un arte moderno para las masas, abstracto y simbólico hasta la médula, pero que fuera accesible y asequible para cualquiera, Un tiempo que aún sigue asombrando por la audacia y la radicalidad de sus propuestas y ambiciones, pero que tendría un final trágico, puesto que la ascensión de Stalin haría oficial un arte cuyo único objetivo fuera cantar las alabanzas del poder y cuya rigor acabaría con la muerte, la humillación o la autotraición de todos esos artístas que creyeron poder unir la tierra con los cielos.

De la libertad a la tiranía. Del arte de vanguardía, libre de toda dependencia, al arte como propaganda, sometido a los designios del poder. Un arte político, pero no el sentido del Dadá berlinés o del Constructivismo soviético, sino en la peor de sus acepciones,  que busca adoctrinar a la población y no liberarla. Unos productos artísticos que eran iguales e indistinguibles entre los diferentes totalitarismos, siendo iguales en la Rusia estalinista que en la Alemania Nazi, siempre al servicio del ideal, nunca pensando en la persona, hasta alcanzar su grado último de megalomanía en los proyectos  arquitectónicos que Albert Speer, también entrevistado en el programa, donde incluso el líder supremo era eclipsado por el gigantismo de sus edificios y la persona era forzada a sentir un sentimiento de opresión y terror ante la escala de esas construcciones, para que su individualidad se disolviera en la de la masa.

Un estilo totalitario que por un lado daría lugar a la Roma de cartón piedra de la Italia musoliniana, pero que por otro lada sigue aún muy vivo en nuestros días, tantos años tras la desaparición de los fascismos, en tantos proyectos a mayor gloria de las grandes corporaciones o de las aún mayores burocracias, donde el individuo es aplastado por unos edificios que proclaman el poder absoluto de aquellos entes que los han mandado construir.

A brave new world, donde nadie cree ya que el arte pueda cambiar el mundo, como creyeron dadaístas berlineses o constructivistas rusos, pero en el que ese desengaño no deja de ser una gran pérdidad, como bien nos recuerda Hughes.

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