lunes, 26 de mayo de 2014

Old School (y I)








































Llevo ya como quince años, desde el 2000, viendo anime en serio, lo cual tiñe a mis comentarios de cierto tono de abuelete cascarrabias, especialmente, como ya sabrán,en lo que se refiere a la victoria final del complejo moe/kawai. Sin embargo, el mero hecho de seguir día a día la evolución de esta forma de animación me había impedido darme cuenta de la total y completa metamorfosis que el anime ha sufrido en este intervalo. Por resumirlo en pocas palabras, el canon que un aficionado de anime de mis tiempos elaboraría poco tiene que ver con que el alguien llegado en este momento recibiría como inamovible. De la misma manera, las razones por las que se aficionaría a esta manera de animación serían muy distintas de las que me llevaron a enamorarme del anime hace quince años.

Estas meditaciones han sido provocadas por mi revisión reciente de las tres películas de Patlabor, las dos primeras realizadas por Oshii Mamoru en 1989 y 1993, casi cerrando una de las décadas mayores del anime, la de los ochenta. Si nos limitamos a la primera película, Patlabor, lo primero que se aprecia es lo distinto que es el público objetivo de esa película con el de las producciones de ahora mismo. Seguimos tratando, es cierto, con un público juvenil, pero, en el caso de Patlabor, que linda con la madurez y al que se supone conocedor del comic/manga más avanzado/vangüardista de su tiempo, ejemplo de esa conexión artística que unió hace no tanto a autores de diferentes tradiciones como Moebius en Europa o Miyazaki/Otomo en Japón.

Entre ese público y el de ahora mismo media un abismo casi infranqueable. Mientras que en la actualidad es casi imposible encontrar una serie que escape de la prisión que es la escuela superior japonesa, las películas de Patlabor miraban a un mundo de adultos con problemas de adultos, del que estaban necesariamente excluídos los tics falsamente cómicos que astragan tantas producciones actuales. Resulta demoledor asímismo, comprobar como a lo largo de los años los personajes que pueblan el anime han sido paulatinamente rejuvenecidos, de gente en su primera juventud, como es el caso de Patlabor, a escolares cada al inicio de la adolescencia y con aspecto de niños inocentes.

Este movimiento hacia edades más tempranas ha supuesto a su vez una infantilización notable de las tramas. Curiosamente, en esos otros tiempos, ése era precisamente el reproche que le hacíamos a obras como Patlabor, cuando vistas ahora parecen de una complejidad poco corriente o al menos lo intentan. No es ya que los guiones estén mejor trabajados que ahora, que de hecho lo están, sino que las peripecias de los personajes, los elementos de ciencia ficción tan caros al anime, intentan ser insertados en la normalidad de un mundo cercano que podría ser perfectamente el nuestro, como era habitual en la Ci-Fi clásica, tan distante ella de la Space-Opera que películas muy famosas convirtieron en norma en occidente.

Esa proximidad del mundo representado al nuestro propio conlleva que los elementos sociales y políticos pasen a primer plano, introduciendo en la película más que evidentes elementos de critica social en incluso menos de reformulación del contrato político. En esa tendencia hacía el examen del cuerpo social, completamente desaparecida hoy en día, se trasluce la huella de la compleja década de los sesenta en el Japón, en la que la permanencia en el poder de las élites que habían dominado ese país durante la guerra final se vio puesta en tela de juicio por un movimiento estudiantil fuertemente radicalizado que no dudo en tomar postura violentas.

Con esos antecedentes, la meditación sobre el sistema político japonés y la crítica de sus fundamentos se convierten así en centrales, incluso en productos claramente comerciales como es el caso de los Patlabor. No es el único detalle en que estas producciones se desvían del modelo de un cine dedicado únicamente a entretener. El modo en que estos conflictos personales y políticos se expresaban en pantalla no puede ser más distante del efectismo y del apresuramiento que se han adueñado de las películas en los últimos tiempos. En aquel entonces, la consigna parecía ser la moderación y la contención, de forma que largas secciones de la película podían asimilarse a una extensa meditación Zen.

¿Exagero? No, porque eran precisamente esas características excéntricas las que causaron en muchos de nosotros ese enamoramiento al que me refería. El uso de la música era parsimonioso, permitiendo que se escuchasen los sonidos naturales, la banda sonora propia de las aglomeraciones urbanas, reservando la irrupción de la música para los momentos cruciales, a los que se aplicaba una táctica anticlimática, subrayándo la tensión de la acción mediante una música tranquila y serena. El silencio y sus implicaciones, lo que no se puede o no se puede revelar, se tornaban así centrales a la construcción de las películas, tanto o más que las breves escenas de acción, buscando haber creado de antemano la atmósfera, el clima que las tornaba efectiva, antes que abrumar al espectador con una serie continua de números circenses.

Así, directores como Oshii no tenían miedo de abandonarse en largas disgresiones, como la ilustrada el inicio de esta entrada, narradas con ritmo lento, en silencio, sin objetivo ni razón aparente, que ahora mismo podrían innecesarias o morosas, pero cuya intensidad e importancia nos dejaban con la boca abierta y continúan haciéndolo hoy en día.

En esa actualidad donde esa manera de hacer se ha perdido, quizás definitivamente, y el anime ha dejado de ser el anime que amábamos.

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