viernes, 23 de mayo de 2014

Just the Opposite



























Una consecuencia inesperada de las nuevas restauraciones que se están realizando con las obras del periodo mudo, es que en muchas ocasiones es casi como si las viéramos por primera vez, no sólo por la inclusión de fragmentos que se creían perdidos, sino especialmente porque la calidad de imagen nos permite apreciar detalles, composiciones, acciones que en las copias emborronadas del VHS e incluso del DVD eran inapreciables. Esta aproximación impensable a lo que nuestros antepasados pudieron ver el día del estreno reduce a nada muchos de los juicios críticos levantados a lo largo de los años que en demasiados casos se basaban en copias bastardas o incompletas. La visión, por tanto, de una de estas reconstrucciones puede llegar a ser demoledor, destruyendo por completo la reputación supuesta a uno de esos mitos de la historia del cinematógrafo.

No es el caso de Intolerance (1916), la otra película junto con The Birth of a Nation sobre la que se sustenta la fama de David W. Griffith. A ella, la que la última restauración ha sentado particularmente bien, de forma que parece como si la hubieran rodado ayer mismo, una exageración que no por ello deja de ser menos cierta. Al menos a mí ha vuelto a fascinarme desde las primeras imágenes, como me había ocurrido ya en las múltiples ocasiones en las que la he visto, aunque esta vez, como era de esperar, la ironía y el desengaño de la edad no me han permitido cerrar los ojos a sus defectos. Mejor así. Porque así su grandeza son más nitidas y su permanencia no admite discusión.

Lo primero que hay que señalar sobre esa permanencia incontestable de Intolerance es que esta película supome un salto de gigante estético con respecto a Birth of a Nation. La película anterior aún tenía mucho de obra experimental, de trabajo que se movía entre la representación teatral victoriana tan habitual en el primer cine mudo y el embrión del estilo maduro del cine mayor de los años 20, germen a su vez del estilo clásico que dominaría el cine de 1930 a 1960,  aún utilizado como normativo. Intolerance, por el contrario, pertenece ya a ese cine completo y total tan querido para cualquier amante del mudo, que se caracteriza por su fluidez visual, su libertad en el uso de la cámara y del montaje, sabiendo hacer suyas las limitaciones de la falta de la palabra para desarrollar todo un sistema expresivo visual muy efectivo y que aún pervive en ciertos ámbitos cinematográficas, como es el caso de la animación. The Birth of a Nation, por tanto, es una obra aún anclada en el pasado, mientras que Intolerance navega sin miedo por mares nuevos.

En segundo lugar, entrando ya en el ámbito temático/político, Intolerance The Birth of Nation se hallan en polos opuestos, casi como si hubieran sido rodadas por personas distintas. Todo lo que era racismo y discriminación en la segunda, es humanismo, denuncia y solidaridad en la primera, lo que hace más que difícil dilucidar el posicionamiento político de Griffith. No obstante, si se mira con atención, algunos de los resabios racistas de este director vuelven a surgir en esta cinta más tolerable y tolerante. El problema de Griffith es similar al de muchos reformadores de épocas pasadas, sus ansias de reforma, necesarias e irrenunciables, quedaban limitadas al occidente cristiano y a la raza blanca, quedando excluidas de sus beneficios las regiones bajo dominio colonial y las razas que entonces se consideraban inferiores.

Esto no quiere decir que haya que rechazar de plano lo que Griffith nos cuenta en Intolerance, o por extensión, las aportaciones de esos reformistas del primeros de siglo, un error en el que han caído muchos defensores actuales de los derechos humanos. De hecho, lo terrible de Intolerance es que sigue siendo actual, porque los conflictos que narra siguen perteneciendo a nuestro presente. La visión conservadora de la sociedad y el gobierno, que hace del endurecimiento de leyes y penas la condición necesaria para depurar la sociedad, es demostrada como la gran mentira que es, tanto en el tiempo de Griffith como en el nuestro, el de los neocoms victoriosos. Su fundamentos son la explotación y marginación económica, que conducen irremediablemente la criminalización de amplios sectores de la sociedad, cuyo único delito es el ser pobres.

Esa hipocresía social, que convierte la caridad en un instrumento de opresión, es valientemente denunciada por Griffith, y si aún hoy, en estos tiempos de contrarreforma, es posible imaginar los gritos ultrajados que proferirían los contertulios de ciertas emisoras de gran audiencia ante la mera proposición de ideas de ese estilo, ya se pueden imaginar lo que sucedió en tiempo de Griffith. No obstante, y sin desmerecer la altura del episodio contemporáneo, donde se ilustran estos conceptos, lo que suele pasar desapercibido es que el episodio babilónico era igual de polémico en su tiempo, ya que suponía una bofetada directa a las tesis del integrismo religioso estadounidense, ése mismo que tan activo se muestra en nuestra era postmoderna.

Para entenderlo hay que reparar en que, para la Biblia, el rey Baltasar de Babilonia es uno de los malos por antonomasia que pueblan sus páginas. Su depravación y disolución merecieron para los escritores de esa obra el castigo divino, en forma de invasión y derrota por parte de los Medos, anunciada en uno de los pasajes más dramáticos e influyentes del libro del profeta Daniel. Por su parte, Babel era tanto para el Antiguo como el Nuevo Testamento, piensen en los profetas y el apocalípsis, el prototipo de la ciudad maldita, el lugar donde todos los pecados, especial y específicamente los sexuales, podían practicarse sin temor, al igual que en la Gomorra del Génesis. Un lugar execrable, opuesto a los mandatos divinos, insulto a la benevolencia y la misericordia de Dios, pero que sin embargo, como Gomorra, no podría finalmente substraerse a Su venganza.

Pues bien, en respuesta a estos dogmas, sobre los que se apoyaba la acción reformadora e hipócrita contra la que se alza la película, Griiffih  convierte a Baltasar en el héroe de su historia y a Babilonia en el prototipo de ciudad ideal. Un lugar donde la justicia tenía como fin asegurar el bienestar de sus habitantes y donde todos los cultos podían practicarse, sin que ninguno de ellos pudiera imponerse a los restantes y oprimirlos. Más aún, la alegría de ese paraíso en la tierra se ilustra en unas escenas de fuerte carga sexual, de un hedonismo y una sensualidad aún hoy notables, tras tantas revoluciones sexuales, y que en tiempos más pacatos, esos a los que los neocoms quieren que volvamos, debieron provocar huidas masivas de los cines y cartas encendidas a los periódicos.

Y si parece exagerado lo que digo, tengo que reconocer que es cierto que la visión del placer terrenal de Griffith tiene mucho de victoriano, de esas orgías pictóricas tan ordenadas, en los que cada participante ocupaba una posición prefijada para no estropear la composición. Sin embargo en la reconstrucción de Griffith, al contrario del ejemplo del pecado y la decadencia moral que estas obras decimonónicas decían denunciar, lo que queda patente es la alegría, el gozo más desbordante: el de aquellos que no han conocido el cristianismo y para los que el pecado original es inexistente.

El de quienes viven aún en ese paraíso que no otro que la tierra entera.




















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