lunes, 3 de octubre de 2011

The TDS Files (XVII): Men in War, Anthony Mann

Lunes, día de artículo rescatado de Tren de Sombras, En este caso, antes de obsequiarles con otro de esos artículos que me sería imposible escribir ahora mismo, el dedicado a Men in War de Anthony Mann, una única apreciación, lo lejos que está mi concepción del humanismo y del pacifismo del de cierta fracción de la crítica joven, incapaz de verlo de otra manera que como videojuego y chute de adrenalina.

O de como el sentimiento del ciudadano común obligado a participar en una guerra que no le interesaba ha sido sunstituido por el del bárbaro voluntario que se regocija en la aniquilación de sus enemigos.

Interprétenlo como quieran, pero no se pierdan el artículo que sigue.


Men in War

Producción: Security Pictures Inc. 1957 USA
Director: Anthony Mann
Guion: Philip Jordan y Ben Maddow
Basado: en la novela de Van Van Praag
Interpretada por: Robert Ryan, Aldo Ray, Robert Keith
Música de: Elmer Bernstein.
Fotografía de: Ernest Haller
Productores: Sidney Harmon y Anthony Mann


Describiendo la guerra. Antes y ahora

En nuestros tiempos, los films de guerra suelen hacer gala de un naturalismo descarnado, cuya ausencia seguramente provocaría el rechazo o la hilaridad del público. No sería extraña esta actitud en un tiempo en que diariamente los telediarios y los periódicos nos suministran nuestra dosis diaria de crueldad. No es sorprendente tampoco que, por lo mismo, el cine bélico de antaño, limpio de sangre y entrañas, sea mirado con condescendencia.

Sin embargo, una observación atenta al periodismo gráfico muestra cuan dependiente es nuestra mirada como espectadores, entonces y ahora, de lo que nos llega a través de los medios de comunicación. El trabajo de un fotógrafo como Robert Capa, tan centrado en los seres humanos que pueblan las guerras, es ejemplar en ese sentido. Su trabajo nunca alcanza el nivel actual de naturalismo aunque siempre estuvo en medio del conflicto, incluida la playa de Omaha el mismo día D. Capa no es una excepción, en las fotos más crueles y descarnadas que nos han dejado las guerras mundiales —las de la tierra de nadie entre las trincheras, las de los campos de exterminio, las de las ciudades bombardeadas salvajemente— no se puede evitar encontrar un cierto sentimiento de belleza en el caos y la destrucción, ausente en la información actual.

Esta variación en el gusto no debería suponer mayor preocupación. Basta cambiar la óptica para que se desvanezcan sus efectos, pero de él ha surgido una perversión mayor y mucho más peligrosa. El concepto de que basta el naturalismo en la representación de la guerra, para que una película se convierta en pacifista y antimilitarista. No importa que se justifique la matanza de seres humanos, que se demuestre que hay causas por las que merece morir o matar, que el deber de un soldado es obedecer las órdenes o que el horizonte del combatiente se limita al combate. Un poco más de sangre y entrañas son suficientes para arreglarlo.

Es comprensible entonces que todo el cine bélico actual se limite a la constatación de que las guerras convierten en bestias a los hombres. Es previsible también que casi todas se detengan en ese punto, no sepan que hacer y se conviertan en un relato de hazañas bélicas, lleno de ruido y furia, pero completamente vacío.

Frontera que, con sólo una imagen como la que sigue, Mann y sus guionistas franquean para adentrarse en terreno nuevo, el auténtico ámbito de las películas pacifistas y antimilitaristas.


Observándola, recordaba antiguas fotos de soldados en la Segunda Guerra Mundial. Llevaban semanas combatiendo y sólo el azar había conservado sus vidas. Lo aterrador de esas fotos era la mirada de aquellos hombres. No había nada en ellos, excepto vacío. La de aquel que ha visto todo y ya no puede comprender nada.

Debajo, como pie de foto, una frase no menos terrible. Hombres educados para la guerra, a quienes la guerra ha destruido.

Como al personaje aquí mostrado, un coronel que ha dedicado toda su vida al ejército y la milicia. Alguien cuya vida se reducía a guiar hombres al combate, infundirles coraje y orgullo, vencer al enemigo rápida y contundentemente. El mando que ha visto como su regimiento entero ha sido exterminado ante su ojos, sin que pudiera hacer nada.

El hombre que ha perdido todo lo que tenía, que ya no tiene puntos de referencia con los que guiar su vida, el ser humano que se sabe por primera vez absolutamente sólo y condenado, sin vías de escape posibles.

El hombre que se refugia en el silencio y la catatonia, esperando que el mundo horrible que le rodea sea simplemente un sueño o una ilusión.



De la necesidad, virtud


Aunque ambientada en Corea, toda la película fue rodada en las afueras de Los Ángeles. El hecho de trabajar para una pequeña productora como Security Pictures impedía buscar localizaciones más apropiadas o con mayor personalidad, como era costumbre en los westerns de Mann.

Dos curiosos efectos se derivaron de esta situación a la hora de concebir y planificar la película. Por un lado, el hecho de que todo el paisaje sea completamente anodino, reducido a trigales, arroyos secos, bosquecillos y laderas peladas. Por otro, la necesidad de limitarse a primeros planos y planos medios, de manera que el espectador de Los Ángeles no pudiese reconocer los paisajes que le eran familiares.

Otro director con menos talento, que se hubiera conformado con adoptar un estilo paisajístico como marca de fábrica, hubiera fracasado completamente en la adaptación, pero no así Mann.

Mann pega la cámara a los personajes, se mezcla entre los soldados, se tiende sobre el terreno cuando ellos buscan refugio, se esconde entre las hierbas cuando ellos lo hacen, se agazapa contra las rocas buscando evitar el fuego, se mantiene a la altura de los hombres cuando marchan, de manera que el espectador se siente parte de aquella patrulla abandonada en medio de la nada, comparte sus vivencias y las hace suyas.

El hecho de ocultar el paisaje nos roba todos los puntos de referencia, nos impide saber —como les ocurre a los personajes— de dónde vienen o a dónde van, dónde estará el peligro o dónde se encontrará el camino seguro. Sólo quedan los rostros perlados de sudor del compañero, la arena del camino, las altas hierbas que cierran la perspectiva, la rocas que ascienden al cielo. Imágenes que no ofrecen respuestas, que sólo contribuyen a aumentar la angustia.

La naturaleza muda e indiferente a los conflictos de los hombres, en suma. La tranquilidad de un día de verano, en medio del campo, entre los trigales, que invita a los hombres al descanso y al reposo, pero donde la muerte anda suelta. Un lugar que podría ser cualquiera de este mundo, un paisaje que podría ser el mismo hogar donde estos hombres anhelan regresar, un hogar que podría ser devastado por esa misma guerra.

He señalado que Mann no se separa de sus personajes, pero esta frase inocente no tiene ahora el mismo sentido que en los años cincuenta. Debido al cámara/reportero, para nosotros esto significa seguir literalmente al personaje, de forma que el temblor y el desenfoque provocados por la carrera den impresión de realidad, de estar ahí mismo. Mann es un artista clásico, sin embargo. Sus planos están perfectamente meditados, su cámara sigue direcciones precisas, montaje y movimientos son tranquilos y pausados. Un error, podría pensarse. Un error, cierto, si lo juzgamos con los parámetros  del cine actual.

Y un error no menos grave creerlo así. Porque esa tranquilidad de la dirección se une a la tranquilidad del mundo donde esa guerra está teniendo lugar. El reposo de las imágenes emula al silencio lánguido de esa tarde de verano, añadiendo tensión a cada instante. Así cuando los disparos rompen el reposo, cuando la muerte se presenta repentina, cuando la cámara se desvía lentamente para descubrirnos la presencia del enemigo, el efecto es devastador.

Reposo y silencio que añaden otro elemento fascinante a la película: el presentimiento de estar siendo observados, la certeza de que asistimos a un juego de ingenio, donde vencerá el que sepa anticiparse al otro y adivinar su juego. Así, en esos instantes de calma, largos y angustiosos, el espectador se sorprende pensando en cual será el próximo movimiento, de dónde surgirá la siguiente sorpresa, sin que nada —en ese mundo en paz— pueda revelárselo. Al menos hasta que las circunstancias le abrumen, hasta que los obstáculos se tornen infranqueables. Porque, como dice el teniente interpretado por Robert Ryan “Before to fight, you have to think, and I can’t think anymore” (“Antes de luchar, tienes que pensar, y yo no puedo pensar más”).

El sentido de las guerras

¿Por qué estamos luchando? ¿Por qué tengo que matar a unos tipos que no me han hecho nada?

Esa pregunta se la plantea todo soldado en todas las guerras.

Por la Patria, por la Libertad, por la Justicia, como señalan las grandes palabras. Por defender lo que queda en casa, porque no les pase nada, nunca, puede ser la respuesta más humana. Por los camaradas, es la respuesta del cine bélico moderno. Porque nos gusta, la del cínico.

Sin embargo, la pregunta que se hacen los soldados aquí es muy distinta. No se plantean por qué están luchando, sino por qué están aún luchando. Mientras que la mayoría de las películas de guerra se limita a las hazañas bélicas o, si se pretende más crítica, a mostrar como el hombre se convierte en una bestia, Men in war, al contrario, nos muestra algo mucho más raro, pero no menos cierto: el momento en que el soldado deja de serlo, el instante en que vuelve a ser un civil, cuyo único deseo es volver al hogar con los suyos.



“Batallion does not exist. Regiment does not exist. Headquarters does not exist. USA does not exist” (“El batallón no existe, el regimiento no existe, El cuartel general no existe, Los Estados Unidos no existen”). Las palabras de Robert Ryan resumen todo el espíritu de la película. Como la unidad del coronel, la unidad del teniente ha sido destruida, el enemigo les rodea, la batalla —la guerra, incluso— ha sido perdida. Nadie va a venir a buscarles. No pueden esperar ayuda. Si quieren salir de allí tendrá que ser por sus propios medios, aunque eso suponga afrontar el combate que todos temen.

Aparte de ello no existe ningún otro motivo para continuar la lucha. Todos lo saben muy bien. El resto, patria, ejército, misión, compromiso, honor, se han derrumbado, incluso para el sargento profesional interpretado por Aldo Ray, un curtido soldado capaz de descubrir el peligro en el menor indicio, alguien que vive para la guerra y por la guerra, hasta el extremo de que Robert Ryan le grita repugnado: “God save Us! Take your kind to win this War!” (“¡Que Dios nos ayude! ¡Necesitar de vosotros para ganar esta guerra!”). Pero también el guerrero profesional confiesa que la contienda ha terminado para él —y que su ejército no es el mismo que el de Ryan— de forma que le vemos empuñar las armas contra sus propios compatriotas porque éstos no le dejan volver a la seguridad del hogar, cuando quiere y del modo que quiere.

Ellos han abandonado la guerra, pero ella no les olvida. En el cruel entorno darwinista en el que viven, cualquier error supone la muerte, y así van cayendo, uno tras otro, en el momento en que olvidan que aún no están en casa, que aún deben seguir luchando. En el instante en que bajan la guardia y se confían. En el segundo en que se dejan seducir por la inocencia y la belleza del mundo que les rodea.

Al final, en la desolación que prosigue a la batalla, todas las convicciones se han derrumbado, incluso la del retorno al hogar. Y entre sus cascotes se encuentra la idea que realmente mueve a los hombres a matarse entre sí: la seguridad de que el enemigo es distinto a nosotros.

Porque hemos descubierto que no es así.



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