Lunes, día de artículo recuperado de Tren de Sombras. De nuevo, otra de mis obras maestras, de ésas que soy incapaz de escribir ahora. Así que no les dijo nada más y les dejo con el artículo. Qué lo disfruten
Menschen am Sonntag
Producción: Film Studio 1929 Alemania
Dirección: Robert Siodmark, Edgar G. Ulmer
Ayudante de Dirección: Fred Zinnemann
Guión: Billy Wilder, Robert Siodmark, Curt Siodmark.
Historia Original: Curt Siodmark
Fotografía: Eugen Schüfftan
Reparto: Erwin Splettstösser, Brigitte Brochert, Wolfgang von Waltershausen, Christl Ehlers, Annie Schleyer
Vier Millionen Menschen warten auf den nächsten Sonntag (Cuatro Millones de personas esperan al próximo domingo) – Palabras con las que se cierra la cinta.
Intenciones
Escribir sobre una película es una tarea difícil. Un imposible, si se quiere ser preciso.
Traducir las imágenes en palabras. Hacerlo antes de que el olvido, las propias convicciones, los errores tan queridos, comiencen a deformar lo visto. Elegir lo que parece más representativo y descartar el resto, a sabiendas de que se está siendo injusto con la obra, de que con toda seguridad se están traicionando las intenciones de sus autores.
No menos imposible es la tarea del artista que pretende reflejar la realidad. Debe embutir en el corto espacio de un largometraje todo lo que ve diariamente en las calles, las vivencias y experiencias de multitudes, aun cuando sabe que las de una sola persona bastarían para llenar horas y horas de proyección. Asimismo, debe resumir la complejidad del mundo en unas cuantas tesis, en unos pocos personajes, dejando fuera innumerables percepciones, a innumerables personas, cuyas trayectorias vitales probablemente sean tan importantes como las que se ilustran.
No es extraño, por tanto, que muy menudo el cineasta realista se limite a volver una y otra vez sobre los mismos ambientes, aquellos lugares y personas que conforman su vida y su experiencia. Película tras película, hace pasar su miopía por imagen global, única y verdadera, por holograma de la sociedad en la que vive, o bien, una vez logrado el tour de force, se pierde por otros caminos más fáciles y transitables, llámense cine de genero, costumbrismo, experimental o comprometido.
Política
Puede resultar extraño comenzar un artículo dedicado a una película hablando de otra, especialmente si se trata de una tan famosa, en el peor de los sentidos, como es El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, Leni Riefenstahl, 1935).
Se comprenderá mejor esta comparación, si se repara en que la película de Riefensthal es una obra propagandística que ha substituido a la realidad. En efecto, una de las tesis favoritas del movimiento Nazi es que ellos, y sólo ellos, representaban a Alemania. Mejor dicho, que el Nazismo en realidad era Alemania, que toda la historia y cultura anterior de Alemania conducía al Nazismo, y que lo esencial de Alemania estaba contenido en el Nazismo. Fuera del movimiento y sus dogmas, no había nada alemán, ni podía haberlo.
En la obra de Leni Riefenstahl, el alemán de a pie sólo aparece representado en tanto que ser anónimo, inserto y disuelto en una multitud, una muchedumbre que se ha reunido bien para preparar el advenimiento del líder, bien para recibir sus órdenes, bien para adorar su figura y lo que ésta representa. No hay lugar para el alemán corriente fuera del movimiento, nos dice la película, nos dice el nazismo a través de ella, puesto que es imposible encontrar a un individuo que no esté encuadrado en las formaciones que desfilan o en las muchedumbres que aclaman, excepto, claro está, el elegido por el destino, que guía y conduce a su pueblo hacía la gloria y el futuro.
Tal éxito ha tenido la propaganda nazi que entre sus mismos enemigos, e incluso tras su derrota, esa identificación entre Nazismo y Alemania se ha convertido en dogma irrefutable. En ciertos círculos que presumen de libertad y liberalismo, se muestra la película de Leni Riefenstell como prueba de la auténtica realidad de Alemania, lo cual constituye un extraño triunfo póstumo de la directora y de la ideología que ella apoyó conscientemente.
Sin embargo, a la hora de debatir sobre la situación de Alemania, nadie toma en consideración la película del 29 aquí analizada, anterior al triunfo del nazismo y la crisis económica mundial que habría de darle al poder. No se hace, aunque la Alemania que aquí se muestra sea diametralmente opuesta a la de las enseñas y los estandartes, a la de las botas, las bayonetas y los cascos.
Las multitudes de Riefensthal han sido substituidas por otras muchedumbres, pero éstas no buscan su gozo en la adoración fanática de una figura mesiánica, sino en disfrutar de un día de domingo, del breve intervalo entre dos semanas de duro trabajo. Buscan el placer personal, el calor humano, la compañía, el amor. Los rostros que aquí aparecen son rostros anónimos, pero no indistinguibles, al contrario de los soldados ocultos tras sus uniformes, encuadrados en las formaciones militares.
En esta película, cada persona es un individuo único, con su forma personal de andar, con su gusto propio en el vestir, con sus preferencias, con sus virtudes, con sus manías, con sus odios. En apariencia, cada uno de ellos es igual a los demás, puesto que sigue las mismas modas, escucha la misma música, disfruta de los mismos espectáculos, pero al mismo tiempo, es completamente distinto de cualquier contemporáneo suyo, tanto como si viviera separado por miles de kilómetros o centenares de años.
Igualdad y desigualdad que se extienden también a nosotros mismos, los espectadores de 80 años después. En cierta manera, estos muertos andantes son indistinguibles del reflejo que nos devuelve el espejo, incluso cuando nos separan de ellos los abismos del tiempo y del espacio. Nosotros, aunque no queramos reconocerlos, también somos muertos futuros, miembros de una cultura y una sociedad que va a ser, primero despreciada, luego olvidada, al igual que lo ha sido la representada en esta cinta.
Hay otra pregunta, aún más grave, suscitada por estas imágenes. Sabemos, porque la perspectiva histórica nos lo dice, que aquellas personas que sólo pensaban en pasar un domingo tranquilo, obedecerían unos años más tarde, sin pestañear, las órdenes de un tirano y harían temblar el mundo para implantar por la fuerza un nuevo orden, infame, inhumano y monstruoso.
Queda la pregunta sin respuesta. ¿Cómo fue que cambiaron?
No, esa pregunta no es válida. Planteada así nos permite repanchingarnos en nuestro sofá y pensar que aquello del pasado no tiene nada que ver con nosotros.
La pregunta es otra.
¿Qué haría que cambiásemos nosotros? ¿Qué nos transformaría, a nosotros, figurantes en la película de Ulmer/Siodmark en extras de la película de Riefensthal?
Autoría
En estos tiempos de supuesta liberad creativa absoluta, más que en ninguna otra época, el Autor es Dios.
Da igual que se hable de cine de autor o de cine de consumo. Desde casi antes de su concepción, las obras se anuncian como la película de... y desde ese instante, prensa, festivales, revistas y público, se movilizan para imaginar cómo será la nueva entrega, exigiendo el absurdo de que simultáneamente sea como las anteriores y al mismo tiempo completamente diferente.
Como no podría ser menos de una sociedad de mercado llevada a la perfección, el nombre del autor se ha convertido en una marca que identifica a un producto, llámese éste revolución, arte, entretenimiento, protesta, denuncia, sexo, compromiso, violencia, amor, odio, desengaño, esperanza, cinismo, solidaridad. Este artículo a la venta se presenta con un estilo estable y perfectamente reconocible, de manera que el cliente lo identifique enseguida y no compre el producto igual que le ofrece la competencia.
Falsa individualidad, falsa originalidad, falsa libertad, por tanto. Productos idénticos, como los de los grandes almacenes, distinguibles sólo por una etiqueta y un precio.
Sin embargo, en el caso de la obra que nos ocupa, nos encontramos con una excepción casi única en la historia del cine, una película sin autores, por expreso deseo de los mismos.
No es que se desconozca a los participantes en la creación del filme. La lista de creadores involucrados sería la envidia de cualquier estudio, unas décadas más tarde. Billy Wilder, Curt y Robert Siodmark, Fred Zinnemann, Edgar G. Ulmer, por citar unos cuantos nombres famosos, participaron en ella, pero ninguno se erige como el creador único del producto, sino que la suya es una obra colectiva.
Entiéndase bien el concepto de colectiva. No se refiere a una película de episodios, en la que cada autor, desde su punto de vista, elaborara un fragmento independiente e inconexo, para conseguir al final un inmenso horror estético, como suele ser el caso. Se está hablando de un producto casi de taller, al estilo del taller de los pintores antiguos, o siendo más contemporáneos, de factoría industrial. Se trata de un objeto artístico planificado desde el principio como una unidad, con unas pretensiones y unos objetivos también únicos, en la que el acabado final es producto de la colaboración de todos y cada uno de sus participantes, no de uno sólo en exclusiva, autor, genio, amo y señor.
Nada más lejos, por tanto, de la impostura pretendida por el movimiento Dogma, en el que el autor se esconde del público para seguir manejando los hilos desde la obscuridad. Una tiranía encubierta, en definitiva, muy lejos de el espíritu democrático e igualitario que caracteriza esta obra.
No es de extrañar esta postura política, dada la coyuntura histórica. Estos hombres, estos artistas, vivían en el tiempo de la Utopía y muchos de ellos creían aún en ella, razón por la que tendrían que exiliarse llegado el Nazismo. En aquellos años convulsos, las teorías de Marx, el socialismo, la sociedad soñada, parecían haberse hecho realidad en la recién fundada URSS, aunque el sueño hubiera de revelarse horrenda pesadilla. El paraíso parecía haber descendido hasta los hombres y su construcción no sería obra de unos cuantos individuos elegidos por el destino, sino tarea de la colectividad entera, por entero, cada uno de acuerdo con sus capacidades y posibilidades.
Así habría ser también en el arte. No debía haber más artistas geniales, que lo dirigiesen y enseñasen al público lo que era artístico y lo que no lo era. El arte debía ser un arte de todos, creado por todos y destinado a todos. Una arte donde la colaboración de cada individuo fuera igual de importante, puesto que era colectivo. Un arte, en definitiva, que fuera democrático, tanto en su concepción como en su realización. Un arte que representase las aspiraciones de la sociedad en su conjunto, puesto que no era producto de un único individuo en particular.
Extrañas ideas esas, vistas desde nuestro tiempo, donde sólo se celebra al ganador y su triunfo. Una sociedad donde se olvida a todos los que cayeron por el camino, incluso cuando lo que decide quien vence y quien no, sea muy frecuentemente el azar y no la capacidad o los méritos.
Arte de masas
Por estos motivos, el nuevo arte, y en especial un arte tan nuevo como el cine, sólo podía concebirse como Arte de Masas.
Antaño, hasta hacía muy poco incluso, el arte había sido encargado siempre por las elites. Bien para el disfrute de los potentados que podían permitirse pagarlo, bien para satisfacción de los entendidos cuyos estudios les permitían reconocer hasta el último de los símbolos, bien para propaganda de religiones, reyes y estados, de forma que se mantuviese vivo su recuerdo y su poder a lo largo de los siglos.
A tal publico, tales temas.
¿Pero quién podía ser el público de un arte que era ya colectivo en su origen? Obviamente, solo la colectividad anónima, los olvidados hasta ese momento. ¿Qué temas serían entonces los apropiados? Los que interesasen a esa misma colectividad.
En vez de narrar las fiestas palaciegas de nobles y potentados, debía narrarse el breve solaz dominical de los trabajadores. En vez de las filigranas de la filosofía y los sistemas, los sentimientos más sencillos y cotidianos. En vez de complicadas estructuras narrativas, la claridad más absoluta en la representación, hasta el extremo de resultar banal y trivial. En vez de las glorias de la religión o los vericuetos del poder, la búsqueda del amor pasajero, del sexo, dicho a las claras, con el que ocupar los momentos perdidos.
Ésa es la misión en la que se embarca la comuna de creadores que filmó esta película. Crear un arte para las masas, y por tanto, un arte que hable a las masas. Un arte que actúe también como Espejo de Stendhal, que muestre, desde una postura de igualdad, como son las gentes, que fuerce al espectador a reconocerse y obligue a la meditación. Porque este arte de masas, en aquellos tiempos, no podía ser otra cosa que arte político, arte encaminado a la transformación del mundo.
Como arte político, como cine de masas, si quería hablar a éstas, tenía que borrar todo rastro de individualidad, ser tan anónimo como ellas. Por este motivo, los actores y actrices que aparecen en la película no son nombres famosos, rostros reconocibles al instante, sino personas desconocidas, individuos extraídos de esa misma masa, provenientes de los mismos oficios y profesiones que los personajes y los espectadores, sometidos a sus mismas necesidades y afanes. Personas, en fin, sobre las cuales se dirige un instante el foco de la actualidad y que al momento siguiente vuelven a desaparecer en la obscuridad.
Propósito paradójico éste, él de estos jóvenes cineastas idealistas. Destinado al fracaso desde un principio. Así lo demostraría el que, posteriormente, ninguno de ellos volviera a repetir el experimento o que sus carreras se ejerciesen en el cine más comercial, aunque se disfrazase de cinéma noir o comedia inteligente.
Era imposible que pudieran mezclarse con la colectividad, puesto que ellos, como artistas e intelectuales, ya no pertenecían a ella. Lo que los trabajadores y obreros, la masa, quería ver tras el trabajo, no era su actividad cotidiana, de nuevo repetida ante sus ojos. Para ellos, ese modo de vida, incluso los momentos de ocio, no eran más que una condena, una cárcel de la que deseaban escaparse. De una película esperaban que les permitiese olvidar por unos instantes la monotonía y dureza de sus vidas, no verla de nuevo repetida en la pantalla. Ansiaban perderse y diluirse en las vidas de otros, con la condición de que fueran completamente distintas a las suyas, que estuviesen llenas de aventuras y emociones. Por ello, en vez de acudir a la obra supuestamente destinada y concebida para ellos, se congregaban, como ahora, a ver a los productos comerciales del otro lado del Atlántico, sean estos películas de Greta Garbo o Catherine Z. Jones.
Paradoja sobre paradoja. Han sido nuestros tiempos, a caballo entre dos siglos, los que han visto el triunfo de la utopía, aunque sea pervertida. Sólo ahora existe un arte de masas, destinado a las masas y amado por las masas. Pero en vez de ser aquel arte soñado, político y reflexivo, observador de las realidades cotidianas, comprometido y comprometedor, es el arte de las Operaciones Triunfo, los Gran Hermano, y los informativos del corazón.
Destinado a las masas, amado por las masas, pero que se ríe a carcajadas de las masas y sus vivencias.
Constumbrismo
Pero esa película no es más que costumbrismo, llevará pensando desde hace tiempo el lector avisado. Se limita a registrar las costumbres de unos obreros/empleados de 1929, sin añadir nada más.
La palabra costumbrismo tiene connotaciones muy negativas en castellano, especialmente para aquellos los que tienen ya cierta edad. Recuerda los sainetes de los hermanos Álvarez Quintero y las posturas de la derecha más rancia y tradicional. En efecto, en la tradición patria, este genero se proponía presentar las costumbres de la clase baja y rural desde un punto de vista humorístico, como podría ser el paleto sabio interpretado por Paco Martínez Soria, pero orientando el producto a un público acomodado y urbano, que se reía de una realidad que no era la suya y en cuya representación veía una confirmación a sus ideales conservadores.
Una visión externa de la realidad. Tranquilizadora, en suma, de una sociedad siempre al borde del estallido.
Pero este costumbrismo patrio, poco tiene que ver con lo que los ingleses llaman slice of life y los franceses tranches de vie. Son conceptos muy distintos. En el caso inglés y francés, la visión es interior, no exterior. El creador o creadores hablan desde su propia experiencia, entendida ésta como lo que presencian y experimentan a diario. Asímismo el público al que hablan vive también en idéntico mundo al de los creadores y sus creaciones, sometido a sus mismas leyes y limitaciones.
La mirada tampoco es única, bajo esa etiqueta de slice of life pueden albergarse muchas posturas, desde la irónica y sarcástica, teñida de amargura, hasta la emocionada y cómplice, desde la visión crítica y reformista hasta la visión conformista y conservadora, pero todas ellas comparten el mismo formalismo de partida, la observación detallada y precisa de lo que el autor y sus contemporáneos ven y experimentan, tanto en modos de vestir o de comportarse, como en los sentimientos y aspiraciones de las gentes.
Porque sin darse cuenta, y sin que espectadores y críticos tampoco lo perciban, el slice of life se aproxima y mezcla con el documental, con el testimonio de un momento, de unas personas y una sociedad, observadas por una mente que piensa y sistematiza, pero, y aquí está la diferencia, utilizando los medios de la ficción. Se aleja por tanto de cualquier excusa objetiva, que normalmente no es más que un disfraz para ocultar una ideología política, para adoptar en cambio una postura subjetiva, que debería servir de aviso al espectador para que tome lo que se le muestra con las debidas reservas.
Así ocurre con la obra que nos ocupa. En ella, la descripción pormenorizada del domingo banal de unos personajes no menos banales, se convierte en una radiografía de la sociedad alemana de ese momento histórico preciso, utilizando como medio la mirada de los protagonistas, que se convierte en la nuestra.
¿En verdad es así?
Con lo dicho, podría pensarse que la película adopta un rígido punto de vista, que al igual que un slice of life típico, nos colocamos en el lugar de un personaje y observamos el mundo guiados por su comentario, o, de manera más tosca y burda, contamos con un narrador invisible/voz en off, ajeno a los acontecimientos, que nos señale lo que hay que ver.
Encadenados a su percepción y convicciones, podría decirse.
Sí y no. No hay que olvidar que estamos hablando en todo momento de una obra colectiva que se dirige a una colectividad. Entre los cinco personajes que constituyen el reparto, no hay un protagonista definido. Por el contrario, el foco narrativo se desplaza de uno a otro de acuerdo con las circunstancias, sin conceder la primacía a uno de ellos, ni convertir a ninguno en el narrador/guía... y sin que exista, al ser una película muda, atisbos de un narrador invisible.
La cámara, representando a nuestros ojos que se asoman a este mundo, es un simple acompañante de estas personas, se sienta con ellos, asiste como testigo a sus acciones, pero no forma parte, al igual que tampoco nosotros de ese grupo de personas. Es un espectador más, al igual que el resto de espectadores, un observador que no participa, un elemento que podía pensarse que no está ahí y que, en apariencia, no perturba el experimento.
Ese desapego, ese estar pero no estar, de la cámara y de los espectadores, queda de manifiesto en los momentos más puramente documentales de la obra. De vez en cuando, la cámara se aparta de los protagonistas, les olvida, como ocurre con el pasajero del tren que se distrae y mira al exterior, para fijarse en lo que está pasando en otras partes del Berlín en el que transcurre ese domingo.
De esta manera, la película nos muestra otras multitudes, otros rostros, otros cuerpos. En ocasiones dedicados a las mismas actividades que el núcleo protagonista, como si se quisiera ampliar su experiencia, demostrar que sus vivencias son el reflejo de vivencias comunes a la sociedad entera, compartidas, colectivas. Otras veces se perderá en acciones completamente distintas, aparentemente desligadas de lo que se acaba de ver, como si quisiera reflejar el calideoscopio que es una gran ciudad, la multiplicidad inagotable de vivencias y experiencias. En algunos momentos, muy escasos, se quedará prendado de un detalle aparentemente insignificante, con la misma actitud del paseante que se ve distraído de sus pensamientos por algo que ha atraído su atención y a lo que no encuentra sentido.
Vaga por la ciudad durante momentos que parecen eternos, inacabables, inagotables, para finalmente volver a cerrar el círculo, abandonar el macrocosmos y volver al microcosmos. Pasando de lo grande a lo pequeño, de lo universal a lo particular, de lo público a lo privado. Uniendo ambos mundos, aboliendo las barreras. Intentando resumir y sintetizar.
Demostrando que la colmena son las abejas que la forman, no el panal que las encierra.
Sentido
Pero... ¿Cuál es el mensaje?
Han pasado muchos años desde los 60, pero, a la hora de enjuiciar cualquier producto, especialmente aquellos que se quiere tengan el marchamo de qualité, se sigue utilizando el concepto pasado de moda, el mensaje aunque no se le llame así,.
Repitamos la pregunta entonces ¿Qué mensaje hay en esta obra?
Una pareja en crisis que dedica su tiempo a hacerse la puñeta el uno al otro. Dos personas que están deseando perderse de vista, pero que por alguna razón siguen viviendo juntas. Un hombre que liga con una joven en plena calle, la invita a pasar el domingo con él y acaba liándose con la amiga de ésta... para luego olvidarse de ambas. Las dos amigas de siempre que se enfrentan por ese hombre y se dedican a hacerse barrabasadas la una a la otra.
Banalidades, trivialidades. Ése es el contenido de esta obra.
Un material más propio de un culebrón venezolano, considerado estrictamente, que de una obra comprometida, con intenciones políticas, como es ésta.
Así sería, sino fuera por el tratamiento que se le da a ese material. Porque en general ninguna obra sería lo que es sin la forma, sin el envoltorio que presenta ese contenido. Al final las historias que se cuentan, nos guste o no, se resumen en dos o tres variantes, siempre repetidas, independientemente de que se hable de high art, o de productos de consumo.
El primer punto, ya citado, que hay que considerar al analizar la forma de esta obra es el uso de actores no profesionales, mejor dicho, de personas normales, puestas a interpretar su propia vida.
Frecuentemente el uso de actores no profesionales provoca la caída en uno de dos defectos, bien el autismo expresivo, tan querido y buscado por ciertos autores de gran prestigio crítico, o bien la exageración de los gestos hasta convertirlos en tics. Inesperadamente, esta película no incurre en ninguno de estos dos excesos. A lo largo del metraje, se percibe que los actores están especialmente cómodos, tranquilos, relajados. Están interpretando para la cámara las mismas acciones que realizan cotidianamente, sin que se sienten forzados ni obligados a hacerlo. Conocen perfectamente sus papeles, los interpretan todos los días, con lo que nadie tiene que enseñarles que deben hacer, que deben pensar, ni ellos tienen necesidad de inventar sus gestos, de recortarlos o de exagerarlos.
Si admirable es esta transmutación de aficionados en auténticos actores, no lo es menos la sabiduría de un guión y una dirección capaces de conseguir que estas personas sientan que están viviendo su misma vida. Al igual que no es menos importante un trabajo de cámara que en ningún instante intenta colocarse por encima de sus personajes y sus historias, sino adaptarse a ellos, al contrario del movimiento Dogma y tantos falsos realismos modernos.
Mejor dicho, puesto que lo anterior hiede a tópico, la mirada de la cámara es tan viva como la de uno de los participantes en la acción representada, comparable a la de alguien que se conforma a veces con esperar acontecimientos, que mira sin reparar en lo que ve, mientras que en otras gira la cabeza hasta descubrir un detalle que se ha escapado.
Poner ejemplos de este sutil, y por tanto, inteligente trabajo de cámara, supondría no ya escribir otro artículo, sino rodar de nuevo la película. Basta señalar dos casos.
Primero, el momento en que uno de los protagonistas liga en plena calle con una de las protagonistas está descrito desde la lejanía mientras dura la aproximación y el cortejo, con los tranvías ocultando la visión directa y los transeúntes cruzando entre medias, para colocarse finalmente junto a los protagonistas, en el preciso momento en que el consentimiento ha sido dado.
En segundo lugar, la secuencia en que vemos como las preferencias del protagonista pasan de la mujer con la que ha quedado para salir el domingo a la amiga de ésta. Esto se muestra con un simple y sencillo movimiento de cámara que se desplaza de unas manos engarzadas a otras también engarzadas, subrayando cuán diferentes son las dos relaciones mostradas, la una que se ha terminado, la otra que está comenzando.
Conclusiones
Pero volvamos a la misma pregunta de antes ¿Cuál es el mensaje? o mejor dicho ¿Por qué es importante ver esta película, aquí y ahora?
Quizás baste darse cuenta de algo muy sencillo. Pasados casi 80 años del estreno, las actitudes y los personajes representados son perfectamente comprensibles, asumibles, por la mentalidad del espectador actual, tan aficionado al espectáculo descarnado y cínico, al enfoque inhumano y desesperanzado. Utilizando el tópico, la película parece rodada ayer mismo.
Es suficiente leer la frase con la que se cierra la historia.
Vier Millionen Menschen warten auf den nächsten Sonntag (Cuatro Millones de personas esperan al próximo domingo)
Esas palabras siguen siendo el símbolo de nuestra sociedad, el signo de nuestra forma de vivir y concebir la vida, de la modernidad en suma, que condena al hombre a vivir disociado entre una semana llena de agobios y sobresaltos y un periodo de descanso, no menos agobiante y frenético, por exiguo, por incompleto, por no resolver nada, por no solucionar nada.
Los tiempos no han cambiado, las personas tampoco, y mucho menos sus sentimientos y sus aspiraciones.
Menschen am Sonntag
Producción: Film Studio 1929 Alemania
Dirección: Robert Siodmark, Edgar G. Ulmer
Ayudante de Dirección: Fred Zinnemann
Guión: Billy Wilder, Robert Siodmark, Curt Siodmark.
Historia Original: Curt Siodmark
Fotografía: Eugen Schüfftan
Reparto: Erwin Splettstösser, Brigitte Brochert, Wolfgang von Waltershausen, Christl Ehlers, Annie Schleyer
Vier Millionen Menschen warten auf den nächsten Sonntag (Cuatro Millones de personas esperan al próximo domingo) – Palabras con las que se cierra la cinta.
Intenciones
Escribir sobre una película es una tarea difícil. Un imposible, si se quiere ser preciso.
Traducir las imágenes en palabras. Hacerlo antes de que el olvido, las propias convicciones, los errores tan queridos, comiencen a deformar lo visto. Elegir lo que parece más representativo y descartar el resto, a sabiendas de que se está siendo injusto con la obra, de que con toda seguridad se están traicionando las intenciones de sus autores.
No menos imposible es la tarea del artista que pretende reflejar la realidad. Debe embutir en el corto espacio de un largometraje todo lo que ve diariamente en las calles, las vivencias y experiencias de multitudes, aun cuando sabe que las de una sola persona bastarían para llenar horas y horas de proyección. Asimismo, debe resumir la complejidad del mundo en unas cuantas tesis, en unos pocos personajes, dejando fuera innumerables percepciones, a innumerables personas, cuyas trayectorias vitales probablemente sean tan importantes como las que se ilustran.
No es extraño, por tanto, que muy menudo el cineasta realista se limite a volver una y otra vez sobre los mismos ambientes, aquellos lugares y personas que conforman su vida y su experiencia. Película tras película, hace pasar su miopía por imagen global, única y verdadera, por holograma de la sociedad en la que vive, o bien, una vez logrado el tour de force, se pierde por otros caminos más fáciles y transitables, llámense cine de genero, costumbrismo, experimental o comprometido.
Política
Puede resultar extraño comenzar un artículo dedicado a una película hablando de otra, especialmente si se trata de una tan famosa, en el peor de los sentidos, como es El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, Leni Riefenstahl, 1935).
Triumph des Willens, Leni Reifenstahl |
En la obra de Leni Riefenstahl, el alemán de a pie sólo aparece representado en tanto que ser anónimo, inserto y disuelto en una multitud, una muchedumbre que se ha reunido bien para preparar el advenimiento del líder, bien para recibir sus órdenes, bien para adorar su figura y lo que ésta representa. No hay lugar para el alemán corriente fuera del movimiento, nos dice la película, nos dice el nazismo a través de ella, puesto que es imposible encontrar a un individuo que no esté encuadrado en las formaciones que desfilan o en las muchedumbres que aclaman, excepto, claro está, el elegido por el destino, que guía y conduce a su pueblo hacía la gloria y el futuro.
Tal éxito ha tenido la propaganda nazi que entre sus mismos enemigos, e incluso tras su derrota, esa identificación entre Nazismo y Alemania se ha convertido en dogma irrefutable. En ciertos círculos que presumen de libertad y liberalismo, se muestra la película de Leni Riefenstell como prueba de la auténtica realidad de Alemania, lo cual constituye un extraño triunfo póstumo de la directora y de la ideología que ella apoyó conscientemente.
Sin embargo, a la hora de debatir sobre la situación de Alemania, nadie toma en consideración la película del 29 aquí analizada, anterior al triunfo del nazismo y la crisis económica mundial que habría de darle al poder. No se hace, aunque la Alemania que aquí se muestra sea diametralmente opuesta a la de las enseñas y los estandartes, a la de las botas, las bayonetas y los cascos.
Las multitudes de Riefensthal han sido substituidas por otras muchedumbres, pero éstas no buscan su gozo en la adoración fanática de una figura mesiánica, sino en disfrutar de un día de domingo, del breve intervalo entre dos semanas de duro trabajo. Buscan el placer personal, el calor humano, la compañía, el amor. Los rostros que aquí aparecen son rostros anónimos, pero no indistinguibles, al contrario de los soldados ocultos tras sus uniformes, encuadrados en las formaciones militares.
En esta película, cada persona es un individuo único, con su forma personal de andar, con su gusto propio en el vestir, con sus preferencias, con sus virtudes, con sus manías, con sus odios. En apariencia, cada uno de ellos es igual a los demás, puesto que sigue las mismas modas, escucha la misma música, disfruta de los mismos espectáculos, pero al mismo tiempo, es completamente distinto de cualquier contemporáneo suyo, tanto como si viviera separado por miles de kilómetros o centenares de años.
Igualdad y desigualdad que se extienden también a nosotros mismos, los espectadores de 80 años después. En cierta manera, estos muertos andantes son indistinguibles del reflejo que nos devuelve el espejo, incluso cuando nos separan de ellos los abismos del tiempo y del espacio. Nosotros, aunque no queramos reconocerlos, también somos muertos futuros, miembros de una cultura y una sociedad que va a ser, primero despreciada, luego olvidada, al igual que lo ha sido la representada en esta cinta.
Hay otra pregunta, aún más grave, suscitada por estas imágenes. Sabemos, porque la perspectiva histórica nos lo dice, que aquellas personas que sólo pensaban en pasar un domingo tranquilo, obedecerían unos años más tarde, sin pestañear, las órdenes de un tirano y harían temblar el mundo para implantar por la fuerza un nuevo orden, infame, inhumano y monstruoso.
Queda la pregunta sin respuesta. ¿Cómo fue que cambiaron?
No, esa pregunta no es válida. Planteada así nos permite repanchingarnos en nuestro sofá y pensar que aquello del pasado no tiene nada que ver con nosotros.
La pregunta es otra.
¿Qué haría que cambiásemos nosotros? ¿Qué nos transformaría, a nosotros, figurantes en la película de Ulmer/Siodmark en extras de la película de Riefensthal?
Autoría
En estos tiempos de supuesta liberad creativa absoluta, más que en ninguna otra época, el Autor es Dios.
Da igual que se hable de cine de autor o de cine de consumo. Desde casi antes de su concepción, las obras se anuncian como la película de... y desde ese instante, prensa, festivales, revistas y público, se movilizan para imaginar cómo será la nueva entrega, exigiendo el absurdo de que simultáneamente sea como las anteriores y al mismo tiempo completamente diferente.
Como no podría ser menos de una sociedad de mercado llevada a la perfección, el nombre del autor se ha convertido en una marca que identifica a un producto, llámese éste revolución, arte, entretenimiento, protesta, denuncia, sexo, compromiso, violencia, amor, odio, desengaño, esperanza, cinismo, solidaridad. Este artículo a la venta se presenta con un estilo estable y perfectamente reconocible, de manera que el cliente lo identifique enseguida y no compre el producto igual que le ofrece la competencia.
Falsa individualidad, falsa originalidad, falsa libertad, por tanto. Productos idénticos, como los de los grandes almacenes, distinguibles sólo por una etiqueta y un precio.
Sin embargo, en el caso de la obra que nos ocupa, nos encontramos con una excepción casi única en la historia del cine, una película sin autores, por expreso deseo de los mismos.
No es que se desconozca a los participantes en la creación del filme. La lista de creadores involucrados sería la envidia de cualquier estudio, unas décadas más tarde. Billy Wilder, Curt y Robert Siodmark, Fred Zinnemann, Edgar G. Ulmer, por citar unos cuantos nombres famosos, participaron en ella, pero ninguno se erige como el creador único del producto, sino que la suya es una obra colectiva.
Entiéndase bien el concepto de colectiva. No se refiere a una película de episodios, en la que cada autor, desde su punto de vista, elaborara un fragmento independiente e inconexo, para conseguir al final un inmenso horror estético, como suele ser el caso. Se está hablando de un producto casi de taller, al estilo del taller de los pintores antiguos, o siendo más contemporáneos, de factoría industrial. Se trata de un objeto artístico planificado desde el principio como una unidad, con unas pretensiones y unos objetivos también únicos, en la que el acabado final es producto de la colaboración de todos y cada uno de sus participantes, no de uno sólo en exclusiva, autor, genio, amo y señor.
Nada más lejos, por tanto, de la impostura pretendida por el movimiento Dogma, en el que el autor se esconde del público para seguir manejando los hilos desde la obscuridad. Una tiranía encubierta, en definitiva, muy lejos de el espíritu democrático e igualitario que caracteriza esta obra.
No es de extrañar esta postura política, dada la coyuntura histórica. Estos hombres, estos artistas, vivían en el tiempo de la Utopía y muchos de ellos creían aún en ella, razón por la que tendrían que exiliarse llegado el Nazismo. En aquellos años convulsos, las teorías de Marx, el socialismo, la sociedad soñada, parecían haberse hecho realidad en la recién fundada URSS, aunque el sueño hubiera de revelarse horrenda pesadilla. El paraíso parecía haber descendido hasta los hombres y su construcción no sería obra de unos cuantos individuos elegidos por el destino, sino tarea de la colectividad entera, por entero, cada uno de acuerdo con sus capacidades y posibilidades.
Así habría ser también en el arte. No debía haber más artistas geniales, que lo dirigiesen y enseñasen al público lo que era artístico y lo que no lo era. El arte debía ser un arte de todos, creado por todos y destinado a todos. Una arte donde la colaboración de cada individuo fuera igual de importante, puesto que era colectivo. Un arte, en definitiva, que fuera democrático, tanto en su concepción como en su realización. Un arte que representase las aspiraciones de la sociedad en su conjunto, puesto que no era producto de un único individuo en particular.
Extrañas ideas esas, vistas desde nuestro tiempo, donde sólo se celebra al ganador y su triunfo. Una sociedad donde se olvida a todos los que cayeron por el camino, incluso cuando lo que decide quien vence y quien no, sea muy frecuentemente el azar y no la capacidad o los méritos.
Arte de masas
Por estos motivos, el nuevo arte, y en especial un arte tan nuevo como el cine, sólo podía concebirse como Arte de Masas.
Antaño, hasta hacía muy poco incluso, el arte había sido encargado siempre por las elites. Bien para el disfrute de los potentados que podían permitirse pagarlo, bien para satisfacción de los entendidos cuyos estudios les permitían reconocer hasta el último de los símbolos, bien para propaganda de religiones, reyes y estados, de forma que se mantuviese vivo su recuerdo y su poder a lo largo de los siglos.
A tal publico, tales temas.
¿Pero quién podía ser el público de un arte que era ya colectivo en su origen? Obviamente, solo la colectividad anónima, los olvidados hasta ese momento. ¿Qué temas serían entonces los apropiados? Los que interesasen a esa misma colectividad.
En vez de narrar las fiestas palaciegas de nobles y potentados, debía narrarse el breve solaz dominical de los trabajadores. En vez de las filigranas de la filosofía y los sistemas, los sentimientos más sencillos y cotidianos. En vez de complicadas estructuras narrativas, la claridad más absoluta en la representación, hasta el extremo de resultar banal y trivial. En vez de las glorias de la religión o los vericuetos del poder, la búsqueda del amor pasajero, del sexo, dicho a las claras, con el que ocupar los momentos perdidos.
Ésa es la misión en la que se embarca la comuna de creadores que filmó esta película. Crear un arte para las masas, y por tanto, un arte que hable a las masas. Un arte que actúe también como Espejo de Stendhal, que muestre, desde una postura de igualdad, como son las gentes, que fuerce al espectador a reconocerse y obligue a la meditación. Porque este arte de masas, en aquellos tiempos, no podía ser otra cosa que arte político, arte encaminado a la transformación del mundo.
Como arte político, como cine de masas, si quería hablar a éstas, tenía que borrar todo rastro de individualidad, ser tan anónimo como ellas. Por este motivo, los actores y actrices que aparecen en la película no son nombres famosos, rostros reconocibles al instante, sino personas desconocidas, individuos extraídos de esa misma masa, provenientes de los mismos oficios y profesiones que los personajes y los espectadores, sometidos a sus mismas necesidades y afanes. Personas, en fin, sobre las cuales se dirige un instante el foco de la actualidad y que al momento siguiente vuelven a desaparecer en la obscuridad.
Propósito paradójico éste, él de estos jóvenes cineastas idealistas. Destinado al fracaso desde un principio. Así lo demostraría el que, posteriormente, ninguno de ellos volviera a repetir el experimento o que sus carreras se ejerciesen en el cine más comercial, aunque se disfrazase de cinéma noir o comedia inteligente.
Era imposible que pudieran mezclarse con la colectividad, puesto que ellos, como artistas e intelectuales, ya no pertenecían a ella. Lo que los trabajadores y obreros, la masa, quería ver tras el trabajo, no era su actividad cotidiana, de nuevo repetida ante sus ojos. Para ellos, ese modo de vida, incluso los momentos de ocio, no eran más que una condena, una cárcel de la que deseaban escaparse. De una película esperaban que les permitiese olvidar por unos instantes la monotonía y dureza de sus vidas, no verla de nuevo repetida en la pantalla. Ansiaban perderse y diluirse en las vidas de otros, con la condición de que fueran completamente distintas a las suyas, que estuviesen llenas de aventuras y emociones. Por ello, en vez de acudir a la obra supuestamente destinada y concebida para ellos, se congregaban, como ahora, a ver a los productos comerciales del otro lado del Atlántico, sean estos películas de Greta Garbo o Catherine Z. Jones.
Paradoja sobre paradoja. Han sido nuestros tiempos, a caballo entre dos siglos, los que han visto el triunfo de la utopía, aunque sea pervertida. Sólo ahora existe un arte de masas, destinado a las masas y amado por las masas. Pero en vez de ser aquel arte soñado, político y reflexivo, observador de las realidades cotidianas, comprometido y comprometedor, es el arte de las Operaciones Triunfo, los Gran Hermano, y los informativos del corazón.
Destinado a las masas, amado por las masas, pero que se ríe a carcajadas de las masas y sus vivencias.
Constumbrismo
Pero esa película no es más que costumbrismo, llevará pensando desde hace tiempo el lector avisado. Se limita a registrar las costumbres de unos obreros/empleados de 1929, sin añadir nada más.
La palabra costumbrismo tiene connotaciones muy negativas en castellano, especialmente para aquellos los que tienen ya cierta edad. Recuerda los sainetes de los hermanos Álvarez Quintero y las posturas de la derecha más rancia y tradicional. En efecto, en la tradición patria, este genero se proponía presentar las costumbres de la clase baja y rural desde un punto de vista humorístico, como podría ser el paleto sabio interpretado por Paco Martínez Soria, pero orientando el producto a un público acomodado y urbano, que se reía de una realidad que no era la suya y en cuya representación veía una confirmación a sus ideales conservadores.
Una visión externa de la realidad. Tranquilizadora, en suma, de una sociedad siempre al borde del estallido.
Pero este costumbrismo patrio, poco tiene que ver con lo que los ingleses llaman slice of life y los franceses tranches de vie. Son conceptos muy distintos. En el caso inglés y francés, la visión es interior, no exterior. El creador o creadores hablan desde su propia experiencia, entendida ésta como lo que presencian y experimentan a diario. Asímismo el público al que hablan vive también en idéntico mundo al de los creadores y sus creaciones, sometido a sus mismas leyes y limitaciones.
La mirada tampoco es única, bajo esa etiqueta de slice of life pueden albergarse muchas posturas, desde la irónica y sarcástica, teñida de amargura, hasta la emocionada y cómplice, desde la visión crítica y reformista hasta la visión conformista y conservadora, pero todas ellas comparten el mismo formalismo de partida, la observación detallada y precisa de lo que el autor y sus contemporáneos ven y experimentan, tanto en modos de vestir o de comportarse, como en los sentimientos y aspiraciones de las gentes.
Porque sin darse cuenta, y sin que espectadores y críticos tampoco lo perciban, el slice of life se aproxima y mezcla con el documental, con el testimonio de un momento, de unas personas y una sociedad, observadas por una mente que piensa y sistematiza, pero, y aquí está la diferencia, utilizando los medios de la ficción. Se aleja por tanto de cualquier excusa objetiva, que normalmente no es más que un disfraz para ocultar una ideología política, para adoptar en cambio una postura subjetiva, que debería servir de aviso al espectador para que tome lo que se le muestra con las debidas reservas.
Así ocurre con la obra que nos ocupa. En ella, la descripción pormenorizada del domingo banal de unos personajes no menos banales, se convierte en una radiografía de la sociedad alemana de ese momento histórico preciso, utilizando como medio la mirada de los protagonistas, que se convierte en la nuestra.
¿En verdad es así?
Con lo dicho, podría pensarse que la película adopta un rígido punto de vista, que al igual que un slice of life típico, nos colocamos en el lugar de un personaje y observamos el mundo guiados por su comentario, o, de manera más tosca y burda, contamos con un narrador invisible/voz en off, ajeno a los acontecimientos, que nos señale lo que hay que ver.
Encadenados a su percepción y convicciones, podría decirse.
Sí y no. No hay que olvidar que estamos hablando en todo momento de una obra colectiva que se dirige a una colectividad. Entre los cinco personajes que constituyen el reparto, no hay un protagonista definido. Por el contrario, el foco narrativo se desplaza de uno a otro de acuerdo con las circunstancias, sin conceder la primacía a uno de ellos, ni convertir a ninguno en el narrador/guía... y sin que exista, al ser una película muda, atisbos de un narrador invisible.
La cámara, representando a nuestros ojos que se asoman a este mundo, es un simple acompañante de estas personas, se sienta con ellos, asiste como testigo a sus acciones, pero no forma parte, al igual que tampoco nosotros de ese grupo de personas. Es un espectador más, al igual que el resto de espectadores, un observador que no participa, un elemento que podía pensarse que no está ahí y que, en apariencia, no perturba el experimento.
Ese desapego, ese estar pero no estar, de la cámara y de los espectadores, queda de manifiesto en los momentos más puramente documentales de la obra. De vez en cuando, la cámara se aparta de los protagonistas, les olvida, como ocurre con el pasajero del tren que se distrae y mira al exterior, para fijarse en lo que está pasando en otras partes del Berlín en el que transcurre ese domingo.
De esta manera, la película nos muestra otras multitudes, otros rostros, otros cuerpos. En ocasiones dedicados a las mismas actividades que el núcleo protagonista, como si se quisiera ampliar su experiencia, demostrar que sus vivencias son el reflejo de vivencias comunes a la sociedad entera, compartidas, colectivas. Otras veces se perderá en acciones completamente distintas, aparentemente desligadas de lo que se acaba de ver, como si quisiera reflejar el calideoscopio que es una gran ciudad, la multiplicidad inagotable de vivencias y experiencias. En algunos momentos, muy escasos, se quedará prendado de un detalle aparentemente insignificante, con la misma actitud del paseante que se ve distraído de sus pensamientos por algo que ha atraído su atención y a lo que no encuentra sentido.
Vaga por la ciudad durante momentos que parecen eternos, inacabables, inagotables, para finalmente volver a cerrar el círculo, abandonar el macrocosmos y volver al microcosmos. Pasando de lo grande a lo pequeño, de lo universal a lo particular, de lo público a lo privado. Uniendo ambos mundos, aboliendo las barreras. Intentando resumir y sintetizar.
Demostrando que la colmena son las abejas que la forman, no el panal que las encierra.
Sentido
Pero... ¿Cuál es el mensaje?
Han pasado muchos años desde los 60, pero, a la hora de enjuiciar cualquier producto, especialmente aquellos que se quiere tengan el marchamo de qualité, se sigue utilizando el concepto pasado de moda, el mensaje aunque no se le llame así,.
Repitamos la pregunta entonces ¿Qué mensaje hay en esta obra?
Una pareja en crisis que dedica su tiempo a hacerse la puñeta el uno al otro. Dos personas que están deseando perderse de vista, pero que por alguna razón siguen viviendo juntas. Un hombre que liga con una joven en plena calle, la invita a pasar el domingo con él y acaba liándose con la amiga de ésta... para luego olvidarse de ambas. Las dos amigas de siempre que se enfrentan por ese hombre y se dedican a hacerse barrabasadas la una a la otra.
Banalidades, trivialidades. Ése es el contenido de esta obra.
Un material más propio de un culebrón venezolano, considerado estrictamente, que de una obra comprometida, con intenciones políticas, como es ésta.
Así sería, sino fuera por el tratamiento que se le da a ese material. Porque en general ninguna obra sería lo que es sin la forma, sin el envoltorio que presenta ese contenido. Al final las historias que se cuentan, nos guste o no, se resumen en dos o tres variantes, siempre repetidas, independientemente de que se hable de high art, o de productos de consumo.
El primer punto, ya citado, que hay que considerar al analizar la forma de esta obra es el uso de actores no profesionales, mejor dicho, de personas normales, puestas a interpretar su propia vida.
Frecuentemente el uso de actores no profesionales provoca la caída en uno de dos defectos, bien el autismo expresivo, tan querido y buscado por ciertos autores de gran prestigio crítico, o bien la exageración de los gestos hasta convertirlos en tics. Inesperadamente, esta película no incurre en ninguno de estos dos excesos. A lo largo del metraje, se percibe que los actores están especialmente cómodos, tranquilos, relajados. Están interpretando para la cámara las mismas acciones que realizan cotidianamente, sin que se sienten forzados ni obligados a hacerlo. Conocen perfectamente sus papeles, los interpretan todos los días, con lo que nadie tiene que enseñarles que deben hacer, que deben pensar, ni ellos tienen necesidad de inventar sus gestos, de recortarlos o de exagerarlos.
Si admirable es esta transmutación de aficionados en auténticos actores, no lo es menos la sabiduría de un guión y una dirección capaces de conseguir que estas personas sientan que están viviendo su misma vida. Al igual que no es menos importante un trabajo de cámara que en ningún instante intenta colocarse por encima de sus personajes y sus historias, sino adaptarse a ellos, al contrario del movimiento Dogma y tantos falsos realismos modernos.
Mejor dicho, puesto que lo anterior hiede a tópico, la mirada de la cámara es tan viva como la de uno de los participantes en la acción representada, comparable a la de alguien que se conforma a veces con esperar acontecimientos, que mira sin reparar en lo que ve, mientras que en otras gira la cabeza hasta descubrir un detalle que se ha escapado.
Poner ejemplos de este sutil, y por tanto, inteligente trabajo de cámara, supondría no ya escribir otro artículo, sino rodar de nuevo la película. Basta señalar dos casos.
Primero, el momento en que uno de los protagonistas liga en plena calle con una de las protagonistas está descrito desde la lejanía mientras dura la aproximación y el cortejo, con los tranvías ocultando la visión directa y los transeúntes cruzando entre medias, para colocarse finalmente junto a los protagonistas, en el preciso momento en que el consentimiento ha sido dado.
En segundo lugar, la secuencia en que vemos como las preferencias del protagonista pasan de la mujer con la que ha quedado para salir el domingo a la amiga de ésta. Esto se muestra con un simple y sencillo movimiento de cámara que se desplaza de unas manos engarzadas a otras también engarzadas, subrayando cuán diferentes son las dos relaciones mostradas, la una que se ha terminado, la otra que está comenzando.
Conclusiones
Pero volvamos a la misma pregunta de antes ¿Cuál es el mensaje? o mejor dicho ¿Por qué es importante ver esta película, aquí y ahora?
Quizás baste darse cuenta de algo muy sencillo. Pasados casi 80 años del estreno, las actitudes y los personajes representados son perfectamente comprensibles, asumibles, por la mentalidad del espectador actual, tan aficionado al espectáculo descarnado y cínico, al enfoque inhumano y desesperanzado. Utilizando el tópico, la película parece rodada ayer mismo.
Es suficiente leer la frase con la que se cierra la historia.
Vier Millionen Menschen warten auf den nächsten Sonntag (Cuatro Millones de personas esperan al próximo domingo)
Esas palabras siguen siendo el símbolo de nuestra sociedad, el signo de nuestra forma de vivir y concebir la vida, de la modernidad en suma, que condena al hombre a vivir disociado entre una semana llena de agobios y sobresaltos y un periodo de descanso, no menos agobiante y frenético, por exiguo, por incompleto, por no resolver nada, por no solucionar nada.
Los tiempos no han cambiado, las personas tampoco, y mucho menos sus sentimientos y sus aspiraciones.
2 comentarios:
Gracias por compartirnos tan buen articulo, realmente muy satisfactorio leerlo.
Se agradece, se agradece
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