Una de mis grandes contradicciones, al menos desde el punto de vista de la ortodoxia cinéfila, es mi pasión tanto por el genero documental como por la forma animada. Como nos han enseñado (o como hemos aprendido todos) ambas manifestaciones se encuentran en extremos irreconciliables de la práxis cinéfila, el documental preocupado por capturar la realidad tal y como es, sin distorsiones ni deformaciones, mientras que la animación es el género artificial por naturaleza, donde todo está planificado de antemano, sin posibilidad alguna de espontaneidad o emoción, lo que lleva a que para la crítica francesa (y por extensión, toda la crítica) el documental sea el modelo a seguir y la animación el paradigma de todo aquello que hay que evitar si se quiere crear auténtico cine.
Los que me siguen sabrán que me opongo vehemente a esta visión reduccionista de la expresión cinematográfica, aunque no me sirva de nada, ya que, por así decirlo, esta fijada en piedra y es inamovible. Una de mis razones de mi oposición, aparte de esa contradicción en mis preferencias que me hace amar por igual el documental y la animación, es simplemente que no puedo aceptar esa visión en blanco y negro de la realidad, la cual, como es normal, me parece más bien un espectro continuo en el que es imposible trazar fronteras tajantes que no dependan de nuestro capricho. En otras palabras, que en la animación ha habido muchos creadores que han buscado y tolerado ese azar, esa casualidad que se niega a su disciplina, mientras que en el documental también existe mucho de preparación y planificación, e incluso ciertos nombres muy respetables, utilizan la imagen para escribir ensayos fílmicos en los que poco queda de ese respecto a ultranza de la imagen capturada...
Pero dejando esta introducción tan larga, que como saben y es mi mayor defecto, tienden a ser más largas que el comentario de lo que quiero realmente contar, el hecho es que este domingo he descubierto a uno de esos grandes documentalistas que hacen del género documental una manifestación indispensable en la cinematografía. Me refiero, por supuesto a Jean Rouch, ese francés afincado en el África Occidental que tras la segunda guerra mundial se convirtió en cronista de sus gentes, sus constumbres y los cambios que se producían en su entorno, durante ese periodo histórico marcado por la descolonización, cuando los africanos redescubrieron que no necesitaban a los europeos para gobernarse, en contra de lo que había pretendido la propaganda colonial de finales del XIX y principios del XX.
Jean Rouch no era un nombre desconocido para mí, de hecho, aquí y allá, había leído comentarios elogiosos y andaba con muchas ganas de hincar el diente a una de sus obras. Jaguar, cinta a la que pertenecen las capturas incluidas arriba, ha sido mi primer contacto con él y en sucesivos fines de semanas continuaremos explorando su producción. Parte de esa curiosidad que me animaba a ver la obra de Rouch, se debía a que en palabras de esa crítica francesa/afrancesada, el documentalista francés era uno de los ejemplos de ese cine auténtico, alguien capaz de filmar sobre la marcha y detectar al instante qué era lo que se debía captar y lo que no, para luego mostrarlo con mínimas manipulaciones sobre la pantalla, una forma de trabajar que en cierta manera le venía forzada porque presenciaba acontecimientos y situaciones irrepetibles, que requerían ser captadas en el momento en el que se producían, ya que su repetición ensayada les robaría toda la verdad y espontaneidad de la que gozaban.
Viendo Jaguar, que narra el viaje de tres amigos de Niger a Ghana, cruzando la sabana en busca de trabajo, sus peripecias allí y su retorno a su región natal, la primera pregunta que uno se plantea es como se llegaron a rodar ciertas escenas (por ejemplo todas las del cruce de la frontera entre la colonia francesa y la británica) ya que algunas parecen imposibles de haber sido captadas sin algún género de complicidad o preparación. Lo segundo que sorprende es como Rouch no intenta ocultarnos que las gentes que vemos en pantalla son conscientes de la cámara, que conocen perfectamente su presencia y que miran a ella, al contrario que otros muchos documentalistas que hubieran intentado omitir esa imperfección que según ellos demostraría un grado de fingimiento y simulación entre sus actores, cuando a realidad es la opuesta ya que al decir a estas personas que no actúen es cuando actúan de verdad.
Es esta sinceridad, esta complicidad entre Rouch y sus protagonistas la que confiere a la cinta un grado de autenticidad que pocos documentales alcanzan, ya que los "actores" aparecen completamente confiados y relajados, sin que su intimidad se sienta invadida por ese europeo que les observa con la cámara, algo a lo que ayuda que Rouch, por su condición de afincado allí, es casi también un natural del lugar. Una proximidad que quiero subrayar porque nos lleva a un efecto que está ausente de muchos documentales, me refiero a la condición de haber sido rodados desde fuera para un público extraño, los europeos que observan las contumbres exóticas de regiones lejanas, en una extraña transmutación de la ideología colonial, y que Rouch sortea hñabilmente, creando un documental que parece haber sido rodado por africanos para africanos.
¿Y cómo consigue Rouch ese resultado? De una forma simplísima y por ello, no menos genial. haciendo que la narración del documental, las voces que nos cuentan lo que está ocurriendo, sean las de los propios protagonistas, los cuales, suponemos, comentan en una proyección privada lo que estamos viendo, explicándose los unos a los otros las partes obscuras o aquellas en las que alguno no estuvo presente, o simplemente intercambiándose chistes y bromas, dotando al documental de esa especial emoción y sinceridad a la que hacía referencia.
Hallazgo genial en su simplicidad, que como digo, permite que este documental parezca haber sido rodado desde dentro, por su propios protagonistas y no como documento etnológico para públicos lejanos que observan esas costumbres como observarían a las hormigas de un terrario.
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