Warum scheitertet in diesem Tagen, was zuvor - in der Marokkokrise 1911 wie nach den Balkankriegen 1912/13 - immer wieder gelungen war: eine Eindämmung der kolonialen und regionalen Konflikte, eine ableitende Kompensation, ein europäischer Interessenausgleich? Diese Frage erscheint umso dringenden, als zwischen dem Attentat und dem österreichischen Ultimatum fast vier Wochen Zeit lagen, in denen der unmittelbare Schock über das Verbrechen abgegangen war und somit genug Zeit für eine mögliche politische und internationale Deeskalation zur Verfügung stand. Auch die Reaktionen führender Politiker und Staatsoberhäupter gaben keine Hinweis auf eine besonders zugespitzte Lage, von der man jederzeit eine europäischen Krieg erwarten müsste; Während Franz Joseph in seiner Sommerresidenz in Bad Isch blieb und sich der deutscher Kaiser am 6. Juli auf eine Nordlandreise begab, reiste die französische Staatsspitze um Präsident Poincaré und Premierminister Viviani am 16. Juli vom Dünkirchen aus zu einem seit Langem anberaumten Staatsbesuch nach St. Petersburg und sollte erst am 29, Juli wieder in Frankreich ankommen.
Jörn Leonhard, La caja de Pandora.
¿Por qué fracasó en esos días, lo que anteriormente - tanto en la crisis de Marruecos de 1911 como tras las guerras balcánicas de 1912/1913 - siempre había tenido éxito: la contención de los conflictos regionales y coloniales, una compensación satisfactoria, un reequilibrio de los intereses europeos? Esta pregunta parece tanto más importante, cuando se considera que tras el atentado pasaron casi cuatro semanas hasta el ultimatum austriaco, durante las que el trauma directo del crimen se había atenuado y con ellos había habido tiempo suficiente para una probable distensión política e internacional. Incluso las reacciones de Políticos y funcionarios estatales de primera linea no ofrecen ningún indicio sobre una situación especialmente tensa, de la que pudiera esperarse inevitablemente una guerra europea. Mientras Francisco José permanecía en su residencia de verano de Bad Isch y el Kaiser alemán se marchaba el 6 de Julio a un viaje a Escandinavia, la cúpula francesa, formada por el presidente Poincaré y el primer ministro Viviani, viajaba a San Petersburgo el 16 de Julio desde Dunquerque en una visita de estado programada desde hacía mucho antes, sin que debiera volver a Francia antes del 29 de Julio
Aunque con bastante retraso, he empezado a leer los libros sobre la Primera Guerra Mundial que me compré en ocasión del centenario del conflicto. El primero de ellos, La caja de Pandora del alemán Jörn Leonhard, que estoy leyendo en el idioma original, ni siguiera estaba en mi lista de posibles, siempre más orientada al mundo anglosajón. Si lo adquirí, se lo debo a los chicos de La página definitiva y sus contundentes críticas sobre libros de historia, que ya me han puesto sobre la pista de un buen puñado de obras esenciales.
Pues bien, no me he arrepentido de seguir su recomendación. El libro de Leonhard está a la altura de la obra inacabada de Hew Strachan sobre este conflicto, detenida desde 2001 en la narración de los hechos de 1914. De hecho la supera ampliamente, simplemente porque Leonhard sí cubre todo el conflicto, de sus causas a sus consecuencias, permitiendo una visión de conjunto de cómo el mundo se modificó radicalmente debido a esa guerra y está como repercutió en toda la historia del siglo XX. Sin embargo, no esperen una narración fácil. Leonhard escribe historia dura, como Strachan, entiendendo por ella la que busca identificar los cambios sociales, políticos y económicos, casi ese anticuado concepto de las leyes que rigen el devenir histórico, mientras que deja de lado el ruido y furia del conflicto, la anécdota humana, el estar y sentir allí en medio de la batalla como si fuéramos nuestros antepasados.
No me entiendan mal. Ése modo de narrar la historia basado en la reconstrucción de la experiencia cotidiana del momento histórico es más que necesario. De hecho, casi es una obligación moral, al restituir la historia de la gran mayoría de la población, evitando limitarse a lo que las elites dejaron por escrito, parte autojustificación, parte excusa, parte propaganda. Sin embargo, este motivo tan loable se transforma en algo muy distinto en manos de divulgadores históricos famosos como es el caso de Anthony Beevor. No es ya que conviertan la historia en auténtica novela, donde el lector busca más la emoción que la comprensión del momento histórico, o que la acumulación de anécdotas haga perder el hilo narrativo, la visión general de lkos hechos. Lo peor es que la dependencia de esos testimonios, apenas unos pocos incorporados a la obra frente a otros muchos descartados, puede modificar dramáticamente la percepción y las conclusiones, especialmente cuando el compilador bien no se toma el trabajo de sopesarlos criticamente, bien no tiene la humildad de callarse y dejar que sea el espectador que juzgue.
Pero volviendo al libro de Leonhardt. Su primera parte, como en el caso de Strachan y en general, de las obras escritas de 1990 para acá, se dedica a desmontar buen número de mitos referentes a las causas y el inicio de las hostilidades. Ocurre que la versión que todos tenemos en la cabeza sobre el desarrollo de la crisis de Julio que llevó a las hostilidades, es que Europa se encontraba al borde del disparadero y que sólo hacía falta una chispa para desencadenar el incendio. Así, el atentado contra el archiduque Francisco Fernando en Sarajevo activó el complejo sistema de alianzas Europeo, que adquirió auténtica vida propia, sin que los dirigentes de las grandes potencias pudieran hacer nada por controlarlo o impedir el estallido del conflicto. Una dinámica fatalista a la que no ayudó la histeria nacionalista que se apoderó de la población europea y que prácticamente obligo a los gobiernos a declarar la guerra, quisieran o no quisieran.
Pues bien, nos dice Leonhard, no fue así. O al menos completamente.
Lo primero que el historiador alemán indica es una contradicción que a muchos nos parecía evidente, pero que nunca nos preocupamos en investigar o resolver. Se trata simplemente de que para una crisis cataclísmica e inexorable como la de Julio de 1914 todo pareció pasar con demasiada tranquilidad y parsimonia. En realidad, los acontecimientos que dieron lugar al conflicto tuvieron lugar en el exiguo periodo de una única semana, la última de Julio, mientras que la reacción en cadena en la que se activaron las alianzas europeas abarca apenas tres días fatales, los tres días en las que el conflicto devino inevitable y sólo quedó ver cual será la extensión del mismo, si local o general.
Esta aceleración final podría haberse justificado de manera natural si a lo largo de las tres semanas siguientes se hubiera producido una acumulación de tensión, una cadena de declaraciones y posicionamientos que hubiera llevado a una situación sin salida. Pues bien, tampoco sucedió así. Las tres semanas que precedieron al estallido final fueron tranquilas, normales, propias de un periodo veraniego. Tanto, que los principales líderes europeos se marcharon directamente de vacaciones o siguieron con los compromisos que ya tenían reservados en la agenda, sin modificarlos o posponerlos, hasta el extremo, como fue el caso del gobierno francés, de quedar incomunicados en el momento decisivo, al estar en el mar, de vuelta de una visita oficial de Rusia.
La impresión que, según Leonhard, tenían los gobernantes Europeos del atentado de Sarajevo no era de especial urgencia. Todos esperaban que Austra-Hungría adoptase medidas de represalia contra Serbia, responsable indirecto del atentado si sólo por dejadez, confiando que si no eran demasiado duras, el país balcánico agacharía la cabeza y las aceptaría. Por otra parte, a pesar del nacionalismo y de las tensiones coloniales, lo cierto es que la experiencia de la diplomacia europea durante las décadas anteriores era que esos conflictos internacionales siempre podían resolverse por medios pacíficos, que siempre existía una solución de compromiso y que, por tanto, en este caso no había razón para esperar lo contrario, especialmente cuando parecía haber pasado ya bastante tiempo, el suficiente, para que no se produjera una reacción precipitada y desproporcionada.
Sin embargo, así ocurrió. Las condiciones expuestas por Austra-Hungría a Serbia eran de tal gravedad que no podían ser aceptadas, ya que significaban prácticamente la conversión de ese estado en un satélite del Imperio Austrohúngaro - aunque no hay que echarse las manos a la cabeza, peores condiciones ha impuesto la comunidad internacional a otros países, cuya negativa ha servido para justificar guerras "necesarias" para proteger a la humanidad-. La eliminación de Serbia no podía ser tolerada por Rusia, que debía proteger a su único aliado en los Balcanes - y en ocasión de la disolución de Yugoeslavia en 1995, curiosamente, ese reflejo histórica volvería a activarse -, mientras que esa intervención rusa, dado el cheque en blanco que Alemania había dado a Austria-Hungría, ponía a Rusia y Alemania en trayectoria de colisión directa, incluyendo a su vez a Francia en la ecuación, que no se iba a quedar quieta ante una guerra que podía dar a Alemania la supremacía sobre el continente . Sólo quedaba Inglaterra, que podía haber permanecido neutral... si Alemania no hubiera violado la neutralidad belga - aunque recuerden, un poco más tarde, en 1916, los aliados forzarían la entrada de Grecia en el conflicto, ocupando partes de su territorio sin permiso y no pasaría nada -.
¿Qué pasó entonces? Pues aunque no nos guste admitirlo, la razón no está en leyes estructurales inexorables, ni en las decisiones malvadas de militaristas y nacionalistas, normalmente alemanes. La auténtica razón, parece decirnos Leonhard, es la estupidez de unos dirigentes políticos demasiado acostumbrados a esa partida de póker sin consecuencias que era la política europea en el periodo a caballo entre el siglo XIX y XX. Todos pensaron que podían estirar la cuerda al máximo, para así salirse con la suya, o al menos tener siempre la oportunidad de dar marcha atrás en el último momento. Sin embargo, en esta ocasión la escalada de declaraciones y amenazas tomó una dinámica propia que impidió tanto la negociación a última hora, como la retirada unilateral de la partida, acciones ambos que ni el prestigio ni el poder de los participantes podían tolerar sin que se tornasen una derrota simbólica. Una lección de inmadurez e irresponsabilidad que debió ser aprendida en tiempos igual de sombríos, los de la guerra fría, para evitar una crisis que llevase a la guerra. Aunque quizás sólo porque el juguete de entonces, la bomba atómica, sí podía acabar con la humanidad por entero.
¿Y las masas? Pues como estamos viendo con crisis presentes, como la de los refugiados de oriente próximo, los europeos estaban más interesados en irse de vacaciones de verano, aquellos burgueses que podían, o en encontrar medios para subsistir un día más, las clases bajas y los desheredados. En ese contexto veraniego, nadie se preocupó por la posible crisis o sus consecuencias, hasta que, como en el caso de los políticos contemporáneos, fue ya demasiado tarde. Entonces, tras las declaraciones de guerra mutuas, se produjeron las famosas manifestaciones patrióticas, como consecuencia y no como causa de esa entrada en la guerra. Unas concentraciones que además quedaron limitadas a las ciudades y a sectores muy restringidos de la población, sin constituir poco más que el refrendo mínimo necesario que los dirigentes de estados en guerra necesitaban para justificar sus acciones bélicas.
Ya saben las mayorías silenciosas y tal.
Jörn Leonhard, La caja de Pandora.
¿Por qué fracasó en esos días, lo que anteriormente - tanto en la crisis de Marruecos de 1911 como tras las guerras balcánicas de 1912/1913 - siempre había tenido éxito: la contención de los conflictos regionales y coloniales, una compensación satisfactoria, un reequilibrio de los intereses europeos? Esta pregunta parece tanto más importante, cuando se considera que tras el atentado pasaron casi cuatro semanas hasta el ultimatum austriaco, durante las que el trauma directo del crimen se había atenuado y con ellos había habido tiempo suficiente para una probable distensión política e internacional. Incluso las reacciones de Políticos y funcionarios estatales de primera linea no ofrecen ningún indicio sobre una situación especialmente tensa, de la que pudiera esperarse inevitablemente una guerra europea. Mientras Francisco José permanecía en su residencia de verano de Bad Isch y el Kaiser alemán se marchaba el 6 de Julio a un viaje a Escandinavia, la cúpula francesa, formada por el presidente Poincaré y el primer ministro Viviani, viajaba a San Petersburgo el 16 de Julio desde Dunquerque en una visita de estado programada desde hacía mucho antes, sin que debiera volver a Francia antes del 29 de Julio
Aunque con bastante retraso, he empezado a leer los libros sobre la Primera Guerra Mundial que me compré en ocasión del centenario del conflicto. El primero de ellos, La caja de Pandora del alemán Jörn Leonhard, que estoy leyendo en el idioma original, ni siguiera estaba en mi lista de posibles, siempre más orientada al mundo anglosajón. Si lo adquirí, se lo debo a los chicos de La página definitiva y sus contundentes críticas sobre libros de historia, que ya me han puesto sobre la pista de un buen puñado de obras esenciales.
Pues bien, no me he arrepentido de seguir su recomendación. El libro de Leonhard está a la altura de la obra inacabada de Hew Strachan sobre este conflicto, detenida desde 2001 en la narración de los hechos de 1914. De hecho la supera ampliamente, simplemente porque Leonhard sí cubre todo el conflicto, de sus causas a sus consecuencias, permitiendo una visión de conjunto de cómo el mundo se modificó radicalmente debido a esa guerra y está como repercutió en toda la historia del siglo XX. Sin embargo, no esperen una narración fácil. Leonhard escribe historia dura, como Strachan, entiendendo por ella la que busca identificar los cambios sociales, políticos y económicos, casi ese anticuado concepto de las leyes que rigen el devenir histórico, mientras que deja de lado el ruido y furia del conflicto, la anécdota humana, el estar y sentir allí en medio de la batalla como si fuéramos nuestros antepasados.
No me entiendan mal. Ése modo de narrar la historia basado en la reconstrucción de la experiencia cotidiana del momento histórico es más que necesario. De hecho, casi es una obligación moral, al restituir la historia de la gran mayoría de la población, evitando limitarse a lo que las elites dejaron por escrito, parte autojustificación, parte excusa, parte propaganda. Sin embargo, este motivo tan loable se transforma en algo muy distinto en manos de divulgadores históricos famosos como es el caso de Anthony Beevor. No es ya que conviertan la historia en auténtica novela, donde el lector busca más la emoción que la comprensión del momento histórico, o que la acumulación de anécdotas haga perder el hilo narrativo, la visión general de lkos hechos. Lo peor es que la dependencia de esos testimonios, apenas unos pocos incorporados a la obra frente a otros muchos descartados, puede modificar dramáticamente la percepción y las conclusiones, especialmente cuando el compilador bien no se toma el trabajo de sopesarlos criticamente, bien no tiene la humildad de callarse y dejar que sea el espectador que juzgue.
Pero volviendo al libro de Leonhardt. Su primera parte, como en el caso de Strachan y en general, de las obras escritas de 1990 para acá, se dedica a desmontar buen número de mitos referentes a las causas y el inicio de las hostilidades. Ocurre que la versión que todos tenemos en la cabeza sobre el desarrollo de la crisis de Julio que llevó a las hostilidades, es que Europa se encontraba al borde del disparadero y que sólo hacía falta una chispa para desencadenar el incendio. Así, el atentado contra el archiduque Francisco Fernando en Sarajevo activó el complejo sistema de alianzas Europeo, que adquirió auténtica vida propia, sin que los dirigentes de las grandes potencias pudieran hacer nada por controlarlo o impedir el estallido del conflicto. Una dinámica fatalista a la que no ayudó la histeria nacionalista que se apoderó de la población europea y que prácticamente obligo a los gobiernos a declarar la guerra, quisieran o no quisieran.
Pues bien, nos dice Leonhard, no fue así. O al menos completamente.
Lo primero que el historiador alemán indica es una contradicción que a muchos nos parecía evidente, pero que nunca nos preocupamos en investigar o resolver. Se trata simplemente de que para una crisis cataclísmica e inexorable como la de Julio de 1914 todo pareció pasar con demasiada tranquilidad y parsimonia. En realidad, los acontecimientos que dieron lugar al conflicto tuvieron lugar en el exiguo periodo de una única semana, la última de Julio, mientras que la reacción en cadena en la que se activaron las alianzas europeas abarca apenas tres días fatales, los tres días en las que el conflicto devino inevitable y sólo quedó ver cual será la extensión del mismo, si local o general.
Esta aceleración final podría haberse justificado de manera natural si a lo largo de las tres semanas siguientes se hubiera producido una acumulación de tensión, una cadena de declaraciones y posicionamientos que hubiera llevado a una situación sin salida. Pues bien, tampoco sucedió así. Las tres semanas que precedieron al estallido final fueron tranquilas, normales, propias de un periodo veraniego. Tanto, que los principales líderes europeos se marcharon directamente de vacaciones o siguieron con los compromisos que ya tenían reservados en la agenda, sin modificarlos o posponerlos, hasta el extremo, como fue el caso del gobierno francés, de quedar incomunicados en el momento decisivo, al estar en el mar, de vuelta de una visita oficial de Rusia.
La impresión que, según Leonhard, tenían los gobernantes Europeos del atentado de Sarajevo no era de especial urgencia. Todos esperaban que Austra-Hungría adoptase medidas de represalia contra Serbia, responsable indirecto del atentado si sólo por dejadez, confiando que si no eran demasiado duras, el país balcánico agacharía la cabeza y las aceptaría. Por otra parte, a pesar del nacionalismo y de las tensiones coloniales, lo cierto es que la experiencia de la diplomacia europea durante las décadas anteriores era que esos conflictos internacionales siempre podían resolverse por medios pacíficos, que siempre existía una solución de compromiso y que, por tanto, en este caso no había razón para esperar lo contrario, especialmente cuando parecía haber pasado ya bastante tiempo, el suficiente, para que no se produjera una reacción precipitada y desproporcionada.
Sin embargo, así ocurrió. Las condiciones expuestas por Austra-Hungría a Serbia eran de tal gravedad que no podían ser aceptadas, ya que significaban prácticamente la conversión de ese estado en un satélite del Imperio Austrohúngaro - aunque no hay que echarse las manos a la cabeza, peores condiciones ha impuesto la comunidad internacional a otros países, cuya negativa ha servido para justificar guerras "necesarias" para proteger a la humanidad-. La eliminación de Serbia no podía ser tolerada por Rusia, que debía proteger a su único aliado en los Balcanes - y en ocasión de la disolución de Yugoeslavia en 1995, curiosamente, ese reflejo histórica volvería a activarse -, mientras que esa intervención rusa, dado el cheque en blanco que Alemania había dado a Austria-Hungría, ponía a Rusia y Alemania en trayectoria de colisión directa, incluyendo a su vez a Francia en la ecuación, que no se iba a quedar quieta ante una guerra que podía dar a Alemania la supremacía sobre el continente . Sólo quedaba Inglaterra, que podía haber permanecido neutral... si Alemania no hubiera violado la neutralidad belga - aunque recuerden, un poco más tarde, en 1916, los aliados forzarían la entrada de Grecia en el conflicto, ocupando partes de su territorio sin permiso y no pasaría nada -.
¿Qué pasó entonces? Pues aunque no nos guste admitirlo, la razón no está en leyes estructurales inexorables, ni en las decisiones malvadas de militaristas y nacionalistas, normalmente alemanes. La auténtica razón, parece decirnos Leonhard, es la estupidez de unos dirigentes políticos demasiado acostumbrados a esa partida de póker sin consecuencias que era la política europea en el periodo a caballo entre el siglo XIX y XX. Todos pensaron que podían estirar la cuerda al máximo, para así salirse con la suya, o al menos tener siempre la oportunidad de dar marcha atrás en el último momento. Sin embargo, en esta ocasión la escalada de declaraciones y amenazas tomó una dinámica propia que impidió tanto la negociación a última hora, como la retirada unilateral de la partida, acciones ambos que ni el prestigio ni el poder de los participantes podían tolerar sin que se tornasen una derrota simbólica. Una lección de inmadurez e irresponsabilidad que debió ser aprendida en tiempos igual de sombríos, los de la guerra fría, para evitar una crisis que llevase a la guerra. Aunque quizás sólo porque el juguete de entonces, la bomba atómica, sí podía acabar con la humanidad por entero.
¿Y las masas? Pues como estamos viendo con crisis presentes, como la de los refugiados de oriente próximo, los europeos estaban más interesados en irse de vacaciones de verano, aquellos burgueses que podían, o en encontrar medios para subsistir un día más, las clases bajas y los desheredados. En ese contexto veraniego, nadie se preocupó por la posible crisis o sus consecuencias, hasta que, como en el caso de los políticos contemporáneos, fue ya demasiado tarde. Entonces, tras las declaraciones de guerra mutuas, se produjeron las famosas manifestaciones patrióticas, como consecuencia y no como causa de esa entrada en la guerra. Unas concentraciones que además quedaron limitadas a las ciudades y a sectores muy restringidos de la población, sin constituir poco más que el refrendo mínimo necesario que los dirigentes de estados en guerra necesitaban para justificar sus acciones bélicas.
Ya saben las mayorías silenciosas y tal.
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