Ortega escribió sobre prácticamente todos los temas humanos, sin olvidar el deporte, la moda, la caza o los toros. Sin embargo no ha aparecido hasta ahora una línea suya de reflexión sobre el nazismo, el franquismo o lo que es más sorprendente, sobre la guerra civil. Si existe está escondido, aunque es poco probable, gracias a la pista permanente que nos da el filósofo de que ése era precisamente su archicitado silencio. Desde 1945 hasta su muerta apela con frecuencia al silencio y con no menos reiteración advierte que está a punto de romperlo y de hablar al fin. La leyenda orteguiana considera su silencio como una prueba de las dificultades que tuvo que pasar en ese marco hostil que le impedía hablar. La verdad es que no se lo ponían fácil, pero el silencio orteguiano es una impostura para uso de gentiles, de gente llana. También del orteguismo universitario y de salón. Ortega y Gasset no calló nunca, sólo que no habló a todo el mundo, sino a unos pocos, y no a los que quería escucharle sino a los que le interesaba que le oyeran.
Gregorio Morán, El maestro en el erial, Ortega y Gasset y la cultura del franquismo.
Este libro sobre Ortega - y la cultura del primer franquismo - es el tecer libro de Gregorio Morán con el que me atrevo, después de los que escribió sobre Suárez y la cultura del tardofranquismo. Su principal característica, en comparación con los otros, es su mesura, su casi ausencia de estridencias y juicios fulminantes, que puede hacer de esta obra la mejor de las suyas. La biografía de Suárez presentaba una tesis interesante y verosímil sobre el golpe del 23-F, al proponer que el rey Juan Carlos había intentado hacer un Alfonso XIII, con Armada como Primo de Rivera, pero que este general en realidad pretendía un golpe similar al del 36, sólo que esta vez con éxito, discrepancias que llevarían al fracaso del golpe del 81 y la construcción posterior de la leyenda de la monarquía como garante y defensora de la democracia. No obstante, a la hora de presentar esta teoría, Morán caía en los clichés del periodismo/novela, lo que le hurtaba bastante de su valor de prueba y demostración, al no ser posible deslindar qué era creación, qué especulación, qué hechos fidedignos.
El libro dedicado a la cultura del franquismo tardío estaba libre de esos resabios de periodista de best-sellers. Sin embargo, se notaba un claro apresuramiento que le llevaba a saltar de un periodo a otro sin llegar a explorarlos convenientemente, a lo que se unía una clara voluntad de ajuste de cuentas contra otro mito no menor que el del 23-F: la concepción de esa intelectualidad conformista y conformada con un régimen dictatorial como resistentes en continua lucha contra la opresión, de la que surgiría, varios decenios más tarde, el espíritu de la transición y la normalidad democrática, como si el tiempo anterior no hubiera sido otra cosa que un paréntesis necesario y no demasiado incomodo, mucho menos doloroso.
El libro que nos ocupa, sobre el Ortega de vuelta a una España dominada por un franquismo aún claramente totalitario, sea en su vertiente fascista o en su vertiente católica, esta libre por completo de ambos errores, el novelístico y el polemístico, lo que acentúa aún más su innegable interés: trazar la historia cultural de un periodo vergonzoso de nuestro pasado, que ha caído en un olvido interesado por parte de todos los que en aquel tiempo ejercieron de aduladores rastreros y de sus herederos espirituales. Una labor en la que Morán destruye de paso algunos mitos, el propio de Ortega y junto con el del intelectual, entendido como motor social con ideología de izquierdas, o al menos progresista.
La pervivencia de Ortega en nuestra cultura no deja de sorprenderme. Cuando aún se daba filosofía en las escuelas, siempre estaba presente en el temario e incluso se convertía en pregunta obligada de los exámenes. Quizás era porque fue lo más cercano que hemos tenido a un filósofo en este país, llenando así un hueco molesto en nuestra historia intelectual, tan proclive a presumir de glorias inexistentes, especialmente si otros países sí las tienen. Lo cierto es que Ortega, ante todo, es un ensayista, literato excelso, eso sí, pero primeramente opinante, sin que su obra escrita llegue a constuir un auténtico sistema, como debería esperarse de un filósofo en toda regla. No es que en otras tradiciones no existan figuras así, caso de Sartre en Francia, pero son resultado de una evolución histórica en el que papel del filósofo pasa de ser el de sabio encerrado en su estudio a transformarse en figura relevante de la actividad social, figura apuntada ya en el XVII en alguien como Leibnitz .
No obstante, la condición de la obra orteguiana como conceptos esparcidos en infinidad de artículos no debería afectar a la consideración de su pensamiento, ni a su permanencia. Lo chocante es que continuidad se ha mantenido a pesar de que su ideario es cada vez más ajeno al sentimiento moderno, llegándose incluso a limar los aspectos más discordantes en los planes de estudio para que no se produzca el choque con nuestra mentalidad actual. Puede parecer extraño, pero la lectura de la obras magnas de Ortega, tanto La rebelión de las masas como España Invertebrada o La deshumanización del arte, nos revela a un pensador opuesto a las ideas democráticas e igualitarias que constituyen el fundamento de nuestras sociedades modernas, mientras que este filósofo se ufana de un elitismo con componentes raciales, cuando no racistas, que evoluciona a soluciones cada vez más autoritarias en las que un grupo de elegidos se encargaría de conducir al resto de la sociedad hacia su auténtico destino.
Lo que digo no es sino un secreto a voces y explica porque el exilio de Ortega, como el de otros pensadores de aquel tiempo, no fue tal, sino un retiro/huida de un país en guerra, para luego volver cuando los suyos - o los que creían ser los suyos - estaban firmemente asentados en el poder. Puede soprender que hable del régimen de Franco como el de Ortega, pero no es menos cierto que, como bien señala Morán, mientras Ortega se embarcaba en su periplo internacional durante la guerra, su hijo se alistaba voluntario en el ejército franquista, donde serviría toda el conflicto, para luego, ya en la paz, preparar la vuelta de su padre, quien, de nuevo según Morán, esperaba que con su influencia, el régimen de Franco se transformase en una monarquía autoritaria. Es decir que una vez derrotado el liberalismo democrático y los partidos marxistas, Franco se apease del poder y lo devolviese al rey legítimo, quien se dejaría guiar por los buenos intelectuales a su servicio.
Subrayo lo de intelectuales. Existen un error reciente, de los años cincuenta hacia acá, que iguala intelectualidad con progresismo, cuando lo cierto es que intelectuales, en ese sentido político, los ha habido de ambos bandos, de derechas y de izquierdas, algo que los pensadores de izquierdas se han esforzado en ocultar y que casi se ha convertido en dogma de fe. Como refutación tendríamos la figura de Ortega, pero no sólo la suya, sino la de un Céline en Francia, un Hansum en Noruega, un Pound en Inglaterra, todos ellos escritores egregios a quienes las generaciones posteriores han intentado exculpar de sus pecados fascistas, bien porque se dejaron engañar, porque les confundió su entusiasmo, o simplemente, porque terminaron enajenados.
Por supuesto esas excusas no se sostienen. El autoritarismo y el conservadurismo son bien evidentes en el Ortega de antes de la guerra, mientras que el de postguerra jamás se quejó en público de Franco e incluso evitó toda crítica contra el nazismo derrotado... incluso cuando se dirigió a un público alemán acabado el conflicto. Extraña, por otra parte, esa coincidencia de un pensador tan agudo con un régimen tan obtuso como el franquismo, que sólo pensaba en su supervivencia. ¿Ingenuidad? ¿Conveniencia? De todo un poco, especialmente porque la mezquindad y estrechez de miras del franquismo era tal, que a pesar de la clara sumisión de Ortega, los mamporreros del régimen no tardaron en volverse contra él, transformándolo en símbolo de todo lo que odiaban, convitiéndolo en enemigo a quien batir.
Porque si Ortega era conservador, clara y declaradamente antiliberal, ellos, los falangistas y los católicos de ese régimen, aun lo eran más, hasta extremos obsesivos, hasta llegar a sacarse los ojos entre sí por demostrar quien era más fiel, más puro, mas intransigente y radical. Hasta que no quedase más que un coro de loros que repitiesen ad eternum la misma y eterna canción: las loas a un caudillo que no era más que una nadería intelectual.
Gregorio Morán, El maestro en el erial, Ortega y Gasset y la cultura del franquismo.
Este libro sobre Ortega - y la cultura del primer franquismo - es el tecer libro de Gregorio Morán con el que me atrevo, después de los que escribió sobre Suárez y la cultura del tardofranquismo. Su principal característica, en comparación con los otros, es su mesura, su casi ausencia de estridencias y juicios fulminantes, que puede hacer de esta obra la mejor de las suyas. La biografía de Suárez presentaba una tesis interesante y verosímil sobre el golpe del 23-F, al proponer que el rey Juan Carlos había intentado hacer un Alfonso XIII, con Armada como Primo de Rivera, pero que este general en realidad pretendía un golpe similar al del 36, sólo que esta vez con éxito, discrepancias que llevarían al fracaso del golpe del 81 y la construcción posterior de la leyenda de la monarquía como garante y defensora de la democracia. No obstante, a la hora de presentar esta teoría, Morán caía en los clichés del periodismo/novela, lo que le hurtaba bastante de su valor de prueba y demostración, al no ser posible deslindar qué era creación, qué especulación, qué hechos fidedignos.
El libro dedicado a la cultura del franquismo tardío estaba libre de esos resabios de periodista de best-sellers. Sin embargo, se notaba un claro apresuramiento que le llevaba a saltar de un periodo a otro sin llegar a explorarlos convenientemente, a lo que se unía una clara voluntad de ajuste de cuentas contra otro mito no menor que el del 23-F: la concepción de esa intelectualidad conformista y conformada con un régimen dictatorial como resistentes en continua lucha contra la opresión, de la que surgiría, varios decenios más tarde, el espíritu de la transición y la normalidad democrática, como si el tiempo anterior no hubiera sido otra cosa que un paréntesis necesario y no demasiado incomodo, mucho menos doloroso.
El libro que nos ocupa, sobre el Ortega de vuelta a una España dominada por un franquismo aún claramente totalitario, sea en su vertiente fascista o en su vertiente católica, esta libre por completo de ambos errores, el novelístico y el polemístico, lo que acentúa aún más su innegable interés: trazar la historia cultural de un periodo vergonzoso de nuestro pasado, que ha caído en un olvido interesado por parte de todos los que en aquel tiempo ejercieron de aduladores rastreros y de sus herederos espirituales. Una labor en la que Morán destruye de paso algunos mitos, el propio de Ortega y junto con el del intelectual, entendido como motor social con ideología de izquierdas, o al menos progresista.
La pervivencia de Ortega en nuestra cultura no deja de sorprenderme. Cuando aún se daba filosofía en las escuelas, siempre estaba presente en el temario e incluso se convertía en pregunta obligada de los exámenes. Quizás era porque fue lo más cercano que hemos tenido a un filósofo en este país, llenando así un hueco molesto en nuestra historia intelectual, tan proclive a presumir de glorias inexistentes, especialmente si otros países sí las tienen. Lo cierto es que Ortega, ante todo, es un ensayista, literato excelso, eso sí, pero primeramente opinante, sin que su obra escrita llegue a constuir un auténtico sistema, como debería esperarse de un filósofo en toda regla. No es que en otras tradiciones no existan figuras así, caso de Sartre en Francia, pero son resultado de una evolución histórica en el que papel del filósofo pasa de ser el de sabio encerrado en su estudio a transformarse en figura relevante de la actividad social, figura apuntada ya en el XVII en alguien como Leibnitz .
No obstante, la condición de la obra orteguiana como conceptos esparcidos en infinidad de artículos no debería afectar a la consideración de su pensamiento, ni a su permanencia. Lo chocante es que continuidad se ha mantenido a pesar de que su ideario es cada vez más ajeno al sentimiento moderno, llegándose incluso a limar los aspectos más discordantes en los planes de estudio para que no se produzca el choque con nuestra mentalidad actual. Puede parecer extraño, pero la lectura de la obras magnas de Ortega, tanto La rebelión de las masas como España Invertebrada o La deshumanización del arte, nos revela a un pensador opuesto a las ideas democráticas e igualitarias que constituyen el fundamento de nuestras sociedades modernas, mientras que este filósofo se ufana de un elitismo con componentes raciales, cuando no racistas, que evoluciona a soluciones cada vez más autoritarias en las que un grupo de elegidos se encargaría de conducir al resto de la sociedad hacia su auténtico destino.
Lo que digo no es sino un secreto a voces y explica porque el exilio de Ortega, como el de otros pensadores de aquel tiempo, no fue tal, sino un retiro/huida de un país en guerra, para luego volver cuando los suyos - o los que creían ser los suyos - estaban firmemente asentados en el poder. Puede soprender que hable del régimen de Franco como el de Ortega, pero no es menos cierto que, como bien señala Morán, mientras Ortega se embarcaba en su periplo internacional durante la guerra, su hijo se alistaba voluntario en el ejército franquista, donde serviría toda el conflicto, para luego, ya en la paz, preparar la vuelta de su padre, quien, de nuevo según Morán, esperaba que con su influencia, el régimen de Franco se transformase en una monarquía autoritaria. Es decir que una vez derrotado el liberalismo democrático y los partidos marxistas, Franco se apease del poder y lo devolviese al rey legítimo, quien se dejaría guiar por los buenos intelectuales a su servicio.
Subrayo lo de intelectuales. Existen un error reciente, de los años cincuenta hacia acá, que iguala intelectualidad con progresismo, cuando lo cierto es que intelectuales, en ese sentido político, los ha habido de ambos bandos, de derechas y de izquierdas, algo que los pensadores de izquierdas se han esforzado en ocultar y que casi se ha convertido en dogma de fe. Como refutación tendríamos la figura de Ortega, pero no sólo la suya, sino la de un Céline en Francia, un Hansum en Noruega, un Pound en Inglaterra, todos ellos escritores egregios a quienes las generaciones posteriores han intentado exculpar de sus pecados fascistas, bien porque se dejaron engañar, porque les confundió su entusiasmo, o simplemente, porque terminaron enajenados.
Por supuesto esas excusas no se sostienen. El autoritarismo y el conservadurismo son bien evidentes en el Ortega de antes de la guerra, mientras que el de postguerra jamás se quejó en público de Franco e incluso evitó toda crítica contra el nazismo derrotado... incluso cuando se dirigió a un público alemán acabado el conflicto. Extraña, por otra parte, esa coincidencia de un pensador tan agudo con un régimen tan obtuso como el franquismo, que sólo pensaba en su supervivencia. ¿Ingenuidad? ¿Conveniencia? De todo un poco, especialmente porque la mezquindad y estrechez de miras del franquismo era tal, que a pesar de la clara sumisión de Ortega, los mamporreros del régimen no tardaron en volverse contra él, transformándolo en símbolo de todo lo que odiaban, convitiéndolo en enemigo a quien batir.
Porque si Ortega era conservador, clara y declaradamente antiliberal, ellos, los falangistas y los católicos de ese régimen, aun lo eran más, hasta extremos obsesivos, hasta llegar a sacarse los ojos entre sí por demostrar quien era más fiel, más puro, mas intransigente y radical. Hasta que no quedase más que un coro de loros que repitiesen ad eternum la misma y eterna canción: las loas a un caudillo que no era más que una nadería intelectual.
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