Como deben saber, el "Uncanny Valley" es un término inglés que expresa la profunda repulsión que sentimos hacia aquellas representaciones tridimensionales del cuerpo humano - maniquiés, figuras de cera - que son demasiado parecidas a un ser humano real, pero del que aún les separa un resto de inmovilidad, de falta de vitalidad. La razón que se alega para este fenómeno, en el que la ilusión de verosimilitud se derrumba al aumentar el realismo, es que esas figuras no nos parecen seres humanos reales, sino cadáveres, con toda la carga de connotaciones culturales y biológicas asociadas.
La formulación reciente de este término tiene su origen en dos fenómenos no menos modernos, la posibilidad de crear robots humanoides físicamente indistinguibles de los seres humanos y los avances en la síntesis de imagen por ordenador. Precisamente, en este último campo, la perfección sin tacha de las películas rodadas con esa técnica se ha visto negada, más bien refutada, cuando se ha intentado representar al ser humano, ya que hasta ahora sólo se han conseguido cadáveres andantes, a los que les falta un algo importante e indefinible para ser creíbles. No es de extrañar, por tanto que la 3D y los GGI se hallen en su elemento cuando remedan artefactos mecánicos, de los que no esperamos vida y naturalidad, o los muchos modelos de muñecos que eran habituales en la stop-motion, hasta un extremo que ya resulta casi imposible determinar si una película es 3D o stop-motion, a menos que se sepa de antemano.
La explicación anterior es una introducción necesaria a Eve no Jikan (El tiempo en Eve) serie de 2008 convertida en película en 2010. El mundo en que transcurre su peripecia es un tiempo cercano en el que ese Uncanny Valley ha sido al fin cruzado, de manera que los androides se han convertido en una presencia común y habitual, unido a que su apariencia se ha vueltO completamente indistinguible de la de los seres humanos. Tanto es así, que se teme por las consecuencias que su compañía pueda tener sobre el tejido social, por lo que se les obliga a circular por las calles debidamente identificados, con un círculo holográfico con su estado siempre encendido sobre sus cabezas, al mismo tiempo que se les fuerza a comportarse de forma mecánica y aséptica, sin asomo de sentimientos humanos.
La pena que deben sufrir aquellos que no cumplan con las normas, manteniendo ese apartheid entre hombre y máquina, es la retirada y desconexión en el caso de los androides, el estigma social para sus propietarios, desde ese instante considerados como unos desviados. Sin embargo, a pesar de esos temores y de la continua presión gubernamental contra una mayor integración entre robots y humanos, la serie y la película nos insinúan que en la mayoría de los androides de última generación los técnicos han incluido rutinas para permitir un comportamiento más humano, siempre y cuando este no contradiga las leyes de la robótica; mientras que aquí y allá, de forma espontánea y paralela, han surgido locales semiclandestinos, semilegales, donde seres humanos y máquinas confraternizan de forma libre, sin inhibiciones o limitaciones, y en muchos casos sin saber cuales son sus identidades y papeles reales.
Uno de estos lugares es el café Eve, recinto donde transcurre la mayor parte de la historia narrada por el filme, y al que su título, el tiempo en Eve, hace referencia. La película utiliza como medio de presentar su historia a dos estudiantes de bachillerato que descubren casualmente ese recinto, de manera que sus exploraciones, descubrimientos y sorpresas, son remedo de las que siente y experimenta el espectador, al que sirven de guía y compañero. A pesar de este hábil modo de introducción, es aquí, me temo, donde la película falla. No es la primera vez que la veo - ya van varias entradas dedicadas a ella en este blog -, pero hasta ahora no me había parecido tan visible, tan llamativo este defecto. El problema radica en que Eve no Jikan no acaba de encontrar el tema que debe tratar, si es que es una reflexión sobre la omnipresencia de la tecnología, hasta el extremo de que nosotros mismos devenimos productos industriales; si se trata de la descripción de una distopia, en la que el racismo tan frecuente en las sociedades humanas se aplica ahora a nuestras propias creaciones; o si es una exploración de la naturaleza humana, de los detalles ínfimos e intrascendentes que nos llevan a unirnos a otras personas, para acabar considerándolos parte irrenunciable de nuestras vidas.
Si Eve no Jikan acaba siendo algo es una nueva iteración de los que los franceses llaman Tranches de vie y los americanos slice of life, pero que entre nosotros recibe el apelativo vergonzoso de constumbrismo. Pequeñas escenas que intentan reproducir breves escenas de la vida diaria, frecuentemente intrascendentes, sin consecuencias, repercusión ni continuación, pero que nos gusta recordar con cariño, aunque ese sentimiento íntimo sea incomunicable y si se intenta expresarlo, lleve al ridículo. Por supuesto, Eve no Jikan no es constumbrismo habitual - de él le separa ese transfondo de ciencia ficción que le acompaña o la brillante factura técnica con que está rodada - pero la presencia de estos elementos constumbristas y su centralidad en su trama, conllevan que no llegue a culminar, que termine abruptamente, sin concluir. El espectador queda así frustrado, sin saber que ha sido de las muchas historias que se nos han contado - o simplemente sugerido - o cuales han sido los destinos de los personajes principales que hemos conocido, el androide Sammy, su joven propietario, o Nagi, la dueña del café Eve.
Película, por tanto, no completamente redonda, que traiciona su orígen en una serie de episodios independientes, pero que aún así continúa siendo fascinante, mejor dicho, reconfortante, dotada de esa misma humanidad a la que los robots protagonistas aspiran. Esos sentimientos que, como sus amos y dueños humanos, de repente han encontrado en su camino sin saber cómo o de donde vienen.
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