Frank Craig, La doncella |
Para que vayan sobre aviso, la penitencia a la que me refiero es la exposición El Canto del Cisne, sobre la pintura academicista del XIXI, abierta en la Fundación Mapfre madrileña, mientras que el placer es la muestra del fotógrafo Garry Winogrand, también en la Mapfre, solo que en su sección de fotografía.
¿A qué se debe esta distinción? Pues que últimamente, más o menos desde la emergencia del postmodernismo, las instituciones culturales parecen hallarse inmersas en una campaña de recuperación del arte no vanguardista de los siglos XIX y XX, ese decir, todo aquel que no figura en la corriente principal que llevaría del realismo del XIX a la abstracción del XX. En sí, este esfuerzo no sería reprobrable, ni mucho menos un ejercicio vano, ya que en toda historia del arte es inevitable que se pierdan nombres o se olviden fenómenos tan importantes como los subrayados en las enciclopedias. Es necesario, por tanto, permanecer alerta, revisar constatemente la versión aprendida para cuidar que cuando la transmitamos no seamos complices en esos olvidos, intencionados o no.
Sin embargo, frente a estos loables afanes se alinean otros más turbios. Los últimos treinta años han sido de (contra)revolución conservadora, cuyo impacto se ha extendido a todos los ámbitos de la existencia, culturales incluidos. En la visión del arte del pasado se ha producido un claro appel à l'ordre, de manera que el desprecio de los pintores vanguardistas hacía los llamados academicistas, con su consabido reflejo en la narración histórica, se intenta atenuar, incluso borrar, poniéndolos a la misma altura que sus contendientes estéticos.
Tal es el objetivo de la exposición de la exposición El canto del Cisne de la Mapfre, tarea en la que se permite claras inexactitudes y distorsiones que de nada le sirven, porque fracasa estrepitosamente en su tarea de modificar la verdad.
La tesis de la exposición de la Mapfre es que esos artistas oficiales, cubiertos de medallas y recompensas en su tiempo, pero (in)justamente olvidados ahora, deben ser admirados por sus capacidades técnicas y compositivas, propias de los grandes maestros que son. Sin embargo, no creo que nadie les niegue su talento, más bien al contrario, sino que lo continua astragándonos hoy en día, es su falsedad, su cursilería y su continuo jugar sobre seguro. En todos estos cuadros se nota la trampa, el cartón piedra, el concepto de la pintura como alabanza de los gustos de una sociedad satisfecha de sí misma, para así conseguir los correspondientes pingües beneficios económicos.
Se podría objetar que siempre ha sido así, que los pintores del pasado partían de temas estereotipados, que su modo de trabajo era parecido al de empresarios y que su público eran los poderosos del momento, a los que se adulaba y se les hacía propaganda. Muy cierto. Y esa objeción es tan fuerte y tan cierta que bastaría para quitar todo reparo hacia los pintores academicistas... sino fuera porque ese rasgo, el de academicista, se basa en la copia de lo consagrado como bueno y válido por la academia, a lo que se añade la renuncia a la originalidad y la personalidad. Así, los pintores académicos suelen ser pintores sin ideas, que si algo saben hacer bien es saquear el pasado en busca de lo sancionado como bueno. Peor aún, toman lo que era vital, dinámico, nuevo en esos tiempos pasados para transformarlo en cáscara vacía, antigualla apolillada, cursilería intagrabable, exageración ridícula que sólo provoca la risa.
No quiere decir que la exposición sea completamente rechazable. Los esfuerzos distorsionadores de la Mapfre por convertir el academicismo en una forma respetable le han llevado a incluir pintores que no lo son en absoluto - como el pobre Gustave Moureau - extender el límite temporal hasta las primeras décadas del siglo XX, o directamente, insertar a artistas relacionados con la vanguardia como si fueran continuadores de la academia. Un esfuerzo que no sirve para apuntalar la tesis de la exposición, pero al menos permite contemplar algunos cuadros magníficos que ayudan olvidar tanta tontería al óleo.
La muestra que sí merece la pena es la de unas decenas de metros más allá, dedicada al fotográfo estadounidense Garry Winograd. La Mapfre parece embarcada en documentar la historia de la fotografía mundial, esfuerzo que por si solo ya merecería todo tipo de elogio, pero que además se ve complementando por su tino a la hora de escoger a las personalidades más relevantes de ese arte y realizar un recorrido exhaustivo de su trayectoria y evolución.... para ilustración y educación de los que no somos más que aficionados a esa forma aún novísima.
El elegido en esta ocasión es el fotógrafo Winograd, quien durante su vida se dedicó a registrar en imágenes la vida americana y que parecía estar bendecido con el instinto que permite capturar el instante preciso y único. Aquel que define un momento, una persona, una situación, una ciudad, y que si se hubiera tomado un segundo antes o un segundo después carecería de todo significado.
Por supuesto esta suerte, esta fortuna no existen en la realidad, sino que son producto de un trabajo sistématico, tedioso, rutinario, y a veces enloquecedor. Lo que la exposición nos descubre, acompañando las copias finales con las pruebas de contacto, es un fotógrafo siempre al acecho, en persecución del momento que sus ojos no serían capaz de identificar ni intuir, pero que finalmente surgía a base de tirar decenas de cliches y clichés, de los que sólo un par de ellos, si había suerte, serían aprovechables.
Esfuerzo laborioso y minucioso, sin resultado aparente y con muchas decepciones, del que al final surgía la realidad, la verdad, tal y como nos la encontramos todos los días sin darle su justo valor.
Tendremos que hablar más de él. Por hoy ya les he dado bastante la lata
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