A pesar de mi ferviente admiración, casi adoración, por Shoujo Kakumei Utena (1998), tiendo a perder de vista la nuevas series que su creador, Ikuhara Kunihiko, viene creando en los últimos años. De Mawaru Penguin Drum (2011) me enteré casi terminada, y me ha venido a pasar lo mismo con Yuri Kuma Arashi, su serie de este invierno. A esas distracciones mías ayuda el hecho de que las imágenes y resúmenes que se filtran son engañosas, propias de tantas otras series de usar y tirar para consumo de otakus, algo que, como pueden imaginarse, no es el caso.
La cuestión es que, por una razón u otra, confesable o inconfensable, comencé a ver la serie. Ya desde el principio lo que allí aparecía, mejor, el modo en que se presentaba, me era familiar. Era el mundo, los modos narrativos de Utena, incluso los colores y manierismos del dibujo de antaño, trasladados a otra historia, otra excusa narrativa. De hecho, puede decirse que desde Ikuhara dio con la fórmula de aquella serie, no ha hecho otra cosa que construir variaciones sobre esa idea original, algo que tanto puede valer como elogio o como censura.
Sea una cosa u otra, lo cierto es que el estilo de Ikuhara continua siendo inimitable. A pesar de las posibilidades de variedad que ofrece el ordenador, él continúa repitiendo secciones enteras de animación en diferentes capítulos, no por ahorrar, sino por construir una suerte de ritual, un ámbito conocido al que vuelven una y otra vez espectadores y personajes, al mísmo tiempo lugar de reunión, de comunión, y cárcel donde se sufre martirio. Por supuesto, estas características estéticas obligan a que su narración sea cualquier cosa menos realista y cartesiana. Su mundo es el del símbolo, ya sea comprensible o incompresible, necesario o gratuito, pero donde cada detalle, cada pequeña pincelada, se une armoniosamente a un todo que acaba por cobrar una lógica y una coherencia propia.
Seriedad sí, pero al mismo, como conviene a cualquiera que viva en nuestros tiempos postmodernos - ¿o postpostmodernos ya? - una seriedad capaz de reírse de si misma y de cualquier asomo de sublimidad y endiosamento. Peligros que se salvan - ¿o se refuerzan? - mediante la inclusión de elementos claramente kitsch o pertenecientes a los aspectos más hortera de la cultura popular, sin miedo a incluirlos en los momentos de mayor tensión - furor - emocional, quebrando esa ascensión última, esa elevación a lo sublime que irremediablemente confluiría en el ridículo.
Tanto Utena como sus "continuaciones", Mawaru y Yuri Kuma, crecen sobre ese mismo substrato estético, lo que no significa que sean imitaciones serviles, copias sin originalidad de aquello que tuvo éxito. De hecho, Mawaru y Yuri Kuma, podrían considerarse como las hojas de un díptico. Unas exploraciones de los caminos divergentes que aparecieron en Utena y que merecían un desarrollo propio y extenso. En Mawaru, el centro temático eran las relaciones familiares y la pertenecia (o no) a este mundo, mientras que el amor carnal y humano, tan relevante en Utena, quedaba en segundo plano, casi reducido a intermedio cómico. En Yuri Kuma, sin embargo, es precisamente ese amor carnal y humano el que pasa a primer plano y se convierte en el motor y razón, único tema de la serie entera.
Repito. Amor carnal y humano. Porque el modo y la manera en que Ikuhara contempla ese sentimiento reduce a cenizas las muchas series que dicen abordar esos amoríos y enamoramientos, sólo que contemplados siempre desde un punto de vista adolescente y por eso mismo, ingenuo y demasiadas veces sensiblero y pacato. La mirada de Ikuhara, por el contrario, es una mirada adulta, madura, que se expresa de una manera sorprendentemente explícita,, como pueden ver por las imágenes que abren esta entrada. Un ansia por representar que está en el límite de lo permitido en la televisión comercial, al borde casi de la pornografía, y que dada la edad de los protagonistas podría incluso convertirse en material delictivo - como será quizás el caso de nuestro país con las nuevas leyes que están a punto de aprobarse -.
Nada nuevo, podría objetárseme. Nada que no hayamos visto ya, sólo que esta vez de manera más "bella", "delicada", "simbólica", incluso "cursi.". En realidad, podría añadirse, un mero reclamo para atraer a un público muy específico, el otaku hambriento de esas experiencias vitales que no son las suyas, ansioso de ensueños que contradigan la realidad solitaria en la que vive. Muy cierto y muy falso. Porque nos olvidamos a esa madurez inherente a la visión del amor y del sexo en las series de Ikuahara. Para él, el amor y el sexo no es otra cosa que amasijo de contradicciones, en eterno combate, pero inseparables e irrenunciables, si se quiere gozar plena y conscientemente de ellos.
Amor es placer y dolor. Locura y Razón. Desencuentros y encuentros. Soledad y plenitud. Posesión, destrucción, humillación, asesinato. Exaltación, ideal, protección y sacrificio. El más dulce de los dolores, el más doloroso de los placeres. Sin remisión ni aplacamiento, exigente y urgente, obligando a quien lo sufre a aceptar cualquier exigencia del amado, sea digna o sucia, forzando a quien ama a la mayor delicadeza, a la peor de las rudezas, ambas aplicadas, a menudo al mismo tiempo, sobre el cuerpo palpitante del amado.
Y todo mezclado, todo al mismo tiempo, todo inseparable e irrenunciable. El amor más espiritual con el deseo más corporal, la traición con la fidelidad, la desesperación con el éxtasis. Torbellino sin fin al que se arrojan los protagonistas, aunque sepan que en él les aguarda la muerte, la propia o la del amante/amado. Resumen y compendio de todas las contradicciones, de todos los imposibles, sentidos y experimentados en un único lugar, en un único momento, cuya conclusión, su desenlace, no es otro que el de la disolución del cuerpo y la consciencia.
O el de la destrucción del mundo, inerme ante el perfecto amor de una pareja de amantes. Como proclamaban los románticos. Como Ikuhara parece creer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario