Raoul Dufy, La Grille |
Por explicarles un poco el título de la entrada, la sensualidad se refiere a Raoul Dufy, pintor que hizo del color, de su uso sensorial, su marca de estilo. Es lo que podría eaperarse de un pintor fauvista, movimiento caracterizado una utilización expresionista, aunque optimista, del color, pero lo que nos muestra la exposición es que Dufy descubrió su estilo propio en fecha muy tardía, los años veinte. Un momento historico, tras la primera guerra mundial, en el que el fauvismo ya era cosa del pasado, un tanto viejo y caduco, tanto que sus participantes pretendieron realizar una vuelta al orden, a una pintura más académica, menos audaz y combativa. El resultado de esa vuelta atrás es que un pintor esencial como Matisse se vio sumido en una profunda depresión, mientras que otros, como Derain, se perderían definitivamente para la historia de la pintura.
No así Dufy. En ese contexto donde los fundadores de la vanguardia se vieron superados por una nueva generación, la surrealista, este pintor se reveló como uno de los mejores coloristas del siglo XX. Alguien con la suficiente audacia para elegir los colores más chillones y opuestos que se pueden imaginar, y al mismo tiempo con el suficiente talento para combinarlos en conjuntos armónicos, serenos y equilibrados, tranquilizadores y reconfortantes. La pintura de Dufy se convierte así en un epítome de esa Joie de Vivre que caracteriza a la expresionismo francés y que lo sitúa en las antípodas ideológicas, aunque no estéticas, del expresionismo alemán, .
No es el único rasgo personal en el estilo de Dufy. También característico es crear una base de color formada por amplias manchas sin contornos definidos, sobre la que dibuja, a negro o con colores opuestos, las diferentes formas que componen sus paisajes, sus ambientes, sus personajes. Un dibujo que a su vez destaca por una profunda elegancia, propia del arabesco, del árbol y las plantas, casi de tapiz y decoración, que sirve para atenuar y difuminar, para aquietar y tranquilizar la violencia de sus colores, la rabia serena, la tranquilidad hirviente con que brillan sus cuadros.
Un último apunte. Hablaba al principio de que Dufy no es una gran divo de la pintura, principalmente por que su obra madura se desarrolla fuera del periodo propiamente fauve - y por tanto queda fuera del subrayado realizado por las historias del arte -, pero esto no quiere decir que su influencia sea despreciable. En la evolución de otras artes, como el cine, su percepción del color fue central, especialmente cuando se tenía que lidiar con sistemas de reproducción técnica que lo acentuaban, tornándolo artificial. Asímismo su disociación del color y la línea, así como la elegancia natural con que dotaba a esta última, fueron decisivos a la hora de romper con las restriccciones de la animación clásica, y permitir el nacimiento de una animación propiamente artística, vanguardista y experimental.
Paul Delvaux, La Terrace |
El caso de Delvaux, como buen surrealista, es opuesto al de Dufy. A Delvaux no le interesan tanto los aspectos matéricos del producto final, sino su carga ideológica, por mucho que esta sea un enigma dentro de un enigma cuya solución es otro enigma. Sin embargo, en la selección que ha hecho el Thyssen de su obra lo que destaca es el profundo e insospechado erotismo, ése al que me refería en el título de la entrada.
No es que el erotismo no estuviera presente en las interpretaciones habituales de la obra de Delvaux. Estamos hablando de un pintor en el que la representación escultórica del cuerpo femenino desnudo es una constante de estilo. Sin embargo, esa desnudez
Podría pensarse así que los cuadros de Delvaux constituyen así una representación a lo surreal de esa ciudad de las mujeres de donde el hombre ha sido prohihdo, y que por esa misma razón, permite la presencia del desnudo en toda su pureza, en toda su inocencia, al estar liberado de cualquier peligro o derivación incómoda. Sin embargo, lo que la exposición viene a demostrar, al incluir tanto los dibujos preparatorios de varios cuadros como las primeras obras de Delvaux, aun bajo la influencia de Ensor, es que esa mujeres/esculturas, frías como el hielo, son la destilación de presencias mucho más carnales, de deseos muy humanos, que no son otros que los propio pinjtor.
Así, el artista no duda en representarse como mirón en sus obras primerizas o en mostrar los juegos secretos a los que se dedicarían las presencias femeninas que habitan sus cuadros. Ambos factores continuarán muy presentes en sus obras posteriores, sólo que reducidos a mera alusión, sublimación incluso, que no quita que poco a poco, la presencia masculina se torne cada vez más accesoria, inclusa ridícula. El ejemplo paradigmático es la presencia constante del profesor Liddenbrock de las novelas de Julio Verne acompañado por un séquito de ciéntificos, quienes, perdidos en sus investigaciones, cesan de darse cuenta de la presencia de las mujeres que pueblan el mundo imaginado por Delvaux.
Un mundo que, al final, acaban por poseer y dominar en su totalidad, creado sólo para ellas, disfrutado sólo por ellas, y al que nosotros, los hombres, no podemos añadir ni influir en nada, quedando reducidos a la condición de mirones, eternamente separados de ese otro universo deseado por la barrera infranqueable de la superficie pictórica.
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