viernes, 5 de diciembre de 2014

Milagros






































Creo que no necesito repetirles lo mucho que me gusta el cine mudo,  pasión que se remota a mi adolescencia, cuando me aficioné a esta cosa del cine. En muchos aspectos, la década de los años 20 supone una de las cumbres absolutas de la cinematografía, un tiempo en el que se pusieron tanto los fundamentos del estilo clásico, que dominaría la cinematografía hasta los setenta e incluso nuestros días, como se trazaron las vías de la vanguardia, esas muchas maneras de superar las limitaciones y capacidades de un arte aún demasiado nuevo.

En esos años mágicos, los cineastas descubrieron que la ausencia del sonido era una ventaja decisiva en el ejercicio su oficio, al permitirles prescindir de la palabra y centrarse únicamente en la imagen, para así mostrar de forma directa lo que las palabras disimulaban y escondían. Esta confianza en la imagen dotaba a las películas mudas de una gran fluidez rítmica y narrativa, donde la menor de las anécdotas se revelaba plena en detalles que animaban y reducían la aparente duración del metraje de unas obras muchas veces de longitud excesiva.  Virtudes paradójicas que se mostraron imposibles de repetir en el sonoro posterior... y mucho menos en un presente nuestro tan ufano de sus logros técnicos.

Frank Borzage es uno de los grandes nombres de ese mudo final, quien como tantos otros protagonistas indicutibles de ese primer momento de gloria de la cinematografía, vio luego como su estrella se iba apagando paulatinamente en tiempos del sonoro. Debo confesarles que no estaba familiarizado con su obra del periodo mudo y que he empezado a revisarla reciéntemente con cierta aprensión, temeroso de que su fama se derrumbara o simplemente se cuartease al enfrentarme con sus películas. No ha ocurrido así, por fortuna, y al menos Lucky Star (1929), la primera que he visto, me ha parecido una película magnífica, a la altura de las muchas grandes obras que pueblan el periodo terminal del cine silente.

El cine de Borzage suele asociarse con el melodrama, en su vertiente más desaforada. En muchos aspectos el desarrollo de sus películas es de manual, siguiendo la estructura del chico conoce chica, chico se enamora de ella, chico tiene que superar diversas dificultades para conseguirlas. Lo distintivo de Borzage, en lo que se refiere a sus temas, es que tras un desarrollo realista, sus desenlaces pierden toda mesura, contradiciendo el rigor de la narración anterior. Es decir, los conflictos en sus películas suelen desembocar en un callejón sin salida del que sólo puede salvarlos un milagro, un hecho imposible, un deux ex machina.

En cualquier otro director esto hubiera bastado para convertirle en objeto de mofa y hacerle perder todo  prestigio y respeto. De hecho, en las películas de Borzage, como es el caso del final de Lucky Star, esos desenlaces chirrían y son claramente inverosímiles, especialmente para un tiempo, como el nuestro, que presume de cínico y desengañado. Sin embargo, el caso es que funcionan perfectamente, que el espectador y el crítico los aceptan sin problemas y que en muchos caso, como ocurre en esta misma película, parecen casi necesarios, una conclusión sin la que la película quedaría incompleta, coja, desangelada.

La razón de este éxito es el concienzudo trabajo de dirección y ambientación que precede al desenlace. Como ya he señalado, las tramas de Borzage son engañosamente simples, casi estereotipadas. Esta simplicidad, cuando no simpleza, se compensa con un cuidadísimo trabajo de dirección, consistente en dejar tiempo y espacio para que los personajes puedan, literalmente, respirar ante las cámaras. El secreto de Borzage es que no tiene prisa por llegar a la conclusión, ni miedo a un posible aburrimiento del espectador que le obligue a apresurar el paso. Su ritmo es deliberadamente lento y pausado, buscando que el espectador se aclimate a la historia y a los personajes, que llegue a conocerlos íntimamente, sus virtudes y defectos, sus tics y sus hábitos.

El resultado de esta honestidad narrativa es que en los pasajes donde otro director menos hábil habría pasado sin prestar apenas atención, buscando llegar cuanto antes a las partes supuestamente interesantes, Borzage descubre vastos paisajes narrativos, válidos por sí mismos y en si mismos, cuya visión y revisión produce un placer similar al que supone hablar con un viejo amigo o visitar un lugar al que nos unen intensos recuerdos. De esa misma manera, cuando llega la conclusión, en otro director más torpe y apresurado ésta sonaría a falsa y hueca, mientras que en Borzage, por su esfuerzo en que conozcamos personajes y ambientes, adquiere una resonancia inusitada, la precisa para que nos aceptemos como lógicos y verdaderos unos finales desaforados e imposibles, por mucho que nuestros sentido crítico nos alerte y avise.

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