Ya les comenté hace varios meses la muy buena impresión que me había dejado Kaze Tachinu (2013) de Miyazaki Hayao, la que parece ser su última obra, y que si al final fuera así, constituiría una despedida digna del maestro que es, sin nada que desmerezca sus mejores obras anteriores. Tras haber visto Kaguya Hime (2013) de Takahata Isaho, también aparente punto final a la carrera de este director, debo decirles que es otra obra de primerísima categoría, superior en muchos aspectos a la película de Miyazaki, además de obra inesperada y casi impensable en el panorama animado comercial de nuestro tiempo.
Lo primero que hay que señalar para comprender este pequeño triunfo final de Takahata sobre su compañero Miyazaki - el primero siempre un poco a remolque de su compañero, el segundo convertido en auténtica estrella de la animación mundial -, es que los temperamentos de ambos no pueden ser más distantes. El director de Kaze Tachinu se caracteriza por un dinamismo desbordante, que le lleva a crear obras rebosantes de peripecias y aventuras que se tejen y enredan las unas con las otras, hasta que la película no puede contenerlas y demasiadas veces queda un tanto inconclusa . Como contrapartida a esta efervescencia narrativa, el estilo visual de Miyazaki cristalizó definitivamente a primeros de los 80, sin apenas variar desde ente entonces, quedando reducido a un un sólido cimiento sobre el que construir el elaborado edificio de sus historias.
El talante de Takahata, por el contrario, es contemplativo, muy dado a olvidarse de la acción para observar un detalle, aparentemente nímio, o capturar un momento igual de pasajero. Este estatismo suyo, que a muchos les ha hecho dar de lado sus producciones, menos jugosas que las de sus compañero de Ghibli, se compensa por su acusada tendencia a experimentar, o mejor dicho a acercarse a las formas vanguardistas/independiente de la animación, de lo que ha surgido su estilo visual se haya en continua transformación. Esta diferencia entre ambos directores es crucial a la hora de valorar ambas películas finales, ya que si bien las dos parecen haber sido rodadas con la energía propia de personas jóvenes - y no con la cautela y prudencia de los ancianos que ambos directores son ya - la creación de Takahata se muestra más audaz y atrevida, auténtico comienzo de formas y experiencias nuevas, no un punto final, resumen brillante de toda una vida, como es el caso de la obra de Miyazaki.
Este vanguardismo de Takahata se plasma, paradójicamente, de una manera de animar que para algunos puede parecer retrógrada. Vivimos en un mundo donde la animación 3D se halla en vías de convertirse en la forma animada por excelencia, reduciendo al resto de manifestaciones al mero hecho de excepciones, de manera que el fotorrrealismo y la copia exacta de la realidad se acaben convertidas en la única medida de la calidad de una obra animada. Frente a esta corriente aparentemente irreversible, Takahata subraya la calidad de dibujado, de artificial, de (re)creado, planeado y trazado, inherente a la animación tradicional, llevándolo al extremo que en Kaguya Hime su dibujo es consciente y consistentemente inacabado, auténtico boceto en movimiento, incluso maraña indescifrable de líneas en las secciones más vanguardistas de la película.
Repito de nuevo, acabado vanguardista y experimental. Rasgos completamente opuestos a los del purismo que otros comentaristas han atribuido a Takahata. En Kaguya Hime, el director japonés se acerca a soluciones visuales propias de la animación independiente que parecían haber quedado relegadas al ghetto del festival especializado, y que, como pueden imaginarse, son evitadas por completo por la animación comercial, siempre temerosa de espantar a un público que suponen infantil y familiar, de padres aburridos que buscan entretener a sus hijos. Es ese esfuerzo por distinguirse y diferenciarse, por explorar nuevos territorios, nuevos paisajes, es el que hace de Kaguya Hime una excepción, por su experimentalidad, en el panorama animado contemporáneo, un recordatorio necesario de la multiplicidad y flexibilidad de una forma que a pesar de sus cien años de existencia aún está por constituirse y donde las posibilidad siguen siendo infinitas.
Un vanguardismo, por último, que en ningún momento se revela caprichoso o arbitrario. Central al estilo de Takahata, como ya les he comentado, es su carácter contemplativo y observador. En ese sentido, la historia de la princesa Kaguya, breve y condensada, mínima y esquemática es el punto de partida perfecto para que este rasgo de Takahata se despliegue en toda su amplitud. Sobre esa débil excusa narrativa, el director Takahata construye un complejo y elaborado edificio ornamental, cuyo motor y motivo no es otro que la celebración de la existencia en toda su amplitud, belleza y gloria. Gloria y belleza que radican en el mero ver con ojos atentos a lo que ocurre a nuestro alrededor, en apreciar los infinitos matices del mundo, las incontables transformaciones que este experimenta a lo largo del día y que sólo la animación, con su artificialidad es capaz de representar en toda su verdad.
Y en esa verdad, central, unica y definitiva la verdad del movimiento, el placer y la belleza de observar las multiples posturas, las multiples expresiones en las que nuestros sentimientos, nuestros estados anímicos se plasman a través de nuestras acciones. Tarea en la que Takahata se revela no sólo como perfecto observador de esa comedia humana, sino perfecto recreador, capaz de construir un personaje sin que este pronuncie una única palabra, simplemente invitándonos a contemplarlo, a compartir su existencia, sea en sus momentos públicos, sea en sus momentos más privados.
Tarea en fin asumida con la energía, con la entrega, con la sinceridad, con la pasión de alguien muchas décadas más joven, de alguien cuya mirada y sus ideales no se hayan aún embotado, no ya por la decepción y la amargura, sino por las largas horas de duro trabajo rutinario- y de desesperación y de desánimo - que son necesarias para crear la mínima belleza. Juventud, por último, de la que son inseparables los ideales, el desprecio y el asco por toda forma de disimulo, por toda forma de refinamiento y de cultura que acarree ser constreñido, limitado, encerrado, domado. Todo prescindible, todo sin valor, frente a un auténtico vivir en el mundo, a su modo, a su manera, sin reglas o cortapisas, aunque suponga la pobreza, la miseria, la incertidumbre.
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