martes, 9 de diciembre de 2014

La trastienda
















A estas alturas de la historia del cine, todo aficionado está más que aconstumbrado - y hastiado - a ese subgénero del documental que los ingleses llaman making of. Se trata en la mayor parte de las ocasiones de supuestas miradas a la trastienda del rodaje de una película, intentando mostrar cómo se creó y las dificultades que en ese proceso se encontraron, pero en realidad consituyen elaborados anuncios publicitarios, en los que el reparto proclama no haberse visto antes en ocasión igual, mientras que se muestran como logros insuperables las técnicas de producción más habituales.

A.K (1885), el filme de Chris Marker que he visto esta fin de semana, podría catalogarse como otro making of más, en este caso de la última gran película de Akira Kurosawa, Ran (1985). Podría aplicársele esta definición, es cierto, pero sería olvidarse que estamos tratando con Marker, es decir, con uno de los grandes nombres del documental, de aquellas personalidades que verdaderamente han creado formas y caminos nuevos en esa forma, que han quedado desde ese instante abiertos para que otros directores los exploren y completen.

En el caso de A.K, lo que Marker busca no es narrar el rodaje de Ran, ni tampoco realizar una semblanza de los métodos de trabajo de Kurosawa. El documentalista francés busca algo muy distinto, que podríamos definir como el registro del caos (ese mismo Ran que da nombre a la película del japonés) que todo rodaje conlleva y del que luego, como un milagro, habrá de surgir una obra coherente, sin una buena explicación que lo justifique y, por supuesto, sin que el documental de Marker llegue a darnos una respuesta válida.

Para dar constancia de ese caos, Marker no intenta abarcar todo el rodaje de la película, sino que se centra en una escena muy concreta, aquella en que los ejércitos de los dos hijos en los que el antiguo señor feudal ha abdicado sus derechos, asaltan el castillo donde éste se ha refugiado. Ésta reducción a una única localización permite que el espectador del documental se aconstumbre y aclimate a ese emplazamiento, acabando así, como los actores, extras y el resto del equipo, por hacer de ese lugar un espacio en el que se habrá de vivir un tiempo indefinido e indeterminado, en el que habrán de desarrollarse una serie de tareas precisas que sólo pueden realizarse allí.

De esa manera, el documental de Marker adquiere una cualidad atmósferica, casi impresionista. Su intención no es realizar un diario del rodaje en el que los diferentes sucesos se distribuyan siguiendo una estricta línea temporal, sino condensarlos en una unidad en la que se influyan los unos a los otros, siendo su única separación de orden temático, reflejando así el desorden al que hacía referencia. La cámara de Marker busca así los tiempos muertos del rodaje, las esperas hasta que la luz sea la adecuada o la meteorología la correcta, las largas horas de preparación del escenario y los actores, seguidas por el tiempo de recogerlo todo, ya casi de noche, y volver al hotel, para descansar un poco y  empezar de nuevo al día siguiente.

Poco a poco, lo que se va configurando, mediante la yuxtposición de imágenes aparentemente dispares, es un registro de todo lo que no vemos, de todo aquello que ha sido eliminado, situado fuera de cuadro en la versión definitiva de la película. Los caprichos del tiempo y como estos obligan a interrumpir el rodaje días enteros o a trabajar a ratos perdidos pequeñas escenas aisladas. Lo que se halla fuera del estrecho campo de visión de las cámaras, las nieves del monte Fuji, lo incompleto del decorado, los coches, los camiones, las excavadores, los elementos del mundo moderno que sirven para recrear un tiempo ya pasado y desconocido. El frío intenso, el cansancio y el hastio de los actores, cuando no sus errores inevitables y casi necesarios. La complejidad del propio equipo de producción, formado al menos en sus nombres principales por personas que acompañan a Kurosawa y su obra desde largo tiempo atrás, casi desde el principio de su carrera. El perfeccionismo, por último del propio director, atento a cualquier detalle, aunque sea mínimo, dispuesto a repetir cualquier toma si no se ajusta a sus deseos.

Pero sobre todo, como digo, esa descripción del caos. De una confusión formada por acciones sin conexión aparente de la cual habrá de surgir un todo coherente, en este caso una escena cumbre en una película que también es una cumbre de la cinematografía. Un darse cuenta de como el asistir al propio rodaje, ser  testigo de lo que ocurre allí, no da ninguna pista sobre cual será el resultado final, aparte de presenciar una confusa algarabía, de un embrollo inextricable que, tememos, habrá de propagarse y contaminar a la película una vez montada y terminada.

Pero sobre todo, registro también de todo aquello que el cine, o al menos el cine en su vertiente clásica, es incapaz de reproducir: ese lento modificarse de las horas del día, los sutiles cambios de la luz que las acompañan, las diferentes etapas y cambios de ánimo que en nosotros producen y por los que atravesamos sin prestar atención a ellos, sólo porque son habituales, corrientes, normales. Todo aquello, en fin que la obligación de convertir caos en orden obliga a dejar de lado, a dejar fuera, a olvidar, a despreciar, en ese arte que llamamos cine.

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