Con ser duro, y vaya si lo fue para Max Aub ese reencuentro con otro mundo que daba la casualidad que era su país, o lo había sido, y que ya nunca lo sería, lo escandaloso y de mayor trascendencia es que no se trata de una experiencia individual, sino de un fenómeno colectivo. De una colectividad de individualidades que es la que formaba el exilio y que son conscientes, quizás por primera vez de forma concluyente, de que esta España ni es la suya, ni tiene nada que ver con la que ellos conocieron, ni - lo que es más transcendental en su caso - nadie les recuerda, no porque creyeran que habían muerto, sino porque nunca les interesó que estuvieran vivos; no los necesitaban. Están de más. Incluso incordian como le sucede a Max Aub. Esa será la cadencia, el condensado que rezuma como un jugo ácido ese libro tremendo que es La gallina ciega.
Gregorio Morán, El cura y los mandarines
El principal problema de la última obra de Gregorio Morán, perenne voz discordante en un relato de la historia reciente española que suele bordear la hagiografía, es que no acaban de quedar muy claras la intenciones del autor. Aunque su objetivo principal, según lo manifiesta, es la narración de la evolución de la cultura española durante el periodo 1962-1996, principalmente en sus vertientes literarias ,la obra asume también rasgos de una historia crítica de la literatura española, con su inevitable escala de mejores y peores, de reconstrucción del ambiente social del tardofranquismo, la transición y el periodo socialista/felipista, sin dejar a un lado la crónica de como la izquierda española dejó de serlo y pasó a ser un grupo más de la élite, con sus intereses creados y su herramientas de poder para mantenerlos.
Con esas ambiciones no es extraño que el libro se desequilibre, dedicando amplias secciones a ciertos periodos históricos y olvidando completamente otros, de manera que al final, la mitad de su espacio se dedique a los primeros años sesenta, ese periodo de crisis entre un franquismo que ya no puede permitirse ser lo que fue, dictadura sanguinaria, y una izquierda que no puede llegar a ser lo que desearía ser. guía y referencia de una nueva España. A este clara preferencia por un tiempo o unos tiempos se une una tendencia a divagar que hace saltar al autor entre los diferentes aspectos que he señalado al principio, sin acabar de elegir uno en concreto, incluso aventurándose en lo que sería auténtica historia política, de la que Morán sabe más de lo que cuenta, y por supuesto mucho más de lo que nos han querido contar.
Sin embargo, a pesar de estos defectos, el libro constituye una lectura fascinante, casi necesaria y obligada para toda persona interesada en nuestra historia reciente.
Esta virtud que compensa los defectos citados se debe a que la versión oficial, ésa que nos repiten desde hace décadas unánimemente medios de comunicación, historias sancionadas y tribuna varias, es la de una España en la que el único franquista era Franco, y donde todos sin excepción, desde el día posterior a la muerte del dictador, trabajaron sin descanso y sin dilación para construir la democracia, perfecta e inamovible. Esta narración sólo ha empezado a cuartearse en los últimos tiempos, con la llegada a la madurez de nuevas generaciones para las que la transición es algo tan antiguo y nebuloso, tan cosa de abuelos, como a los niños de la transición - mi caso - podía parecerles la guerra civil. No obstante, lo sorprendente es que esa historia, en esa forma heroica y fantástica, haya podido mantenerse durante tantas décadas sin que se la desmienta o contradiga, no ya porque simplemente no se sostenga o esté edificada sobre falsedades, sino porque cualquier aficionado a la historia sabe por experiencia que cada actor histórico se mueve por sus propios intereses, con demasiada frecuencia interesados, bajos y rastreros.
En otras palabras, el ser humano que surge del estudio histórico es alguien a quien ciegan sus convicciones y preferencias, cuya actuación se realiza a corto plazo, con el mero objetivo de defender lo que tiene o de conseguir lo que estima suyo. Cualquier otra explicación, en la que se mezclen ideales, altruismo o filantropía, es falsa por necesidad, así como todas aquellas en las que el estado presente de instituciones y personas se vea confirmado por los sucesos de muchas décadas atrás. Esa versión donde todos fuimos buenos y virtuosos es la que la historia oficial de la democracia y la transición nos ha querido hacer creer y la que Morán desmonta sin piedad. Por una parte, al enseñarnos como muchos demócratas de toda la vida, supuestos opositores en silencio de una dictadura a la que interiormente detestaban, no tuvieron escrúpulos en medrar bajo su protección, aplaudiendo sus medidas represivas, mientras aplastaban o ninguneaban a los que realmente la combatían, o, simplemente, eran mejores profesionales que ellos, para cuya eliminación la política se tornaba arma perfecta. La historia del franquismo y la transición, es así un retrato de bajezas y abyecciones que se complementan con el pasado tenebroso, voluntariamente olvidado, de órganos centrales en la cultura democrática, como es el caso caso del periódico El País, fundado originariamente como órgano de una derecha no-franquista, pero tampoco democrática, y repentinamente transformado en tribuna progresista cuando hacia 1978/1979 se quedó sin padrinos y tuvo que buscarse otros. Es decir, el PSOE, al que ligaría su trayectoria para lo bueno y para lo malo.
La conclusión del libro de Morán, como pueden imaginarse, es profundamente pesimista. El Franquismo esterilizó la cultura española, eliminando todas sus variantes progresistas, arrumbadas a los diferentes exilios interiores y exteriores, mientras convertía lo poco que quedó en una pirámide de favores y componendas, en la que se primaba la adulación, la adhesión y la fidelidad al líder. Estado de cosas que lastró la evolución posterior de nuestra cultura, ya en libertad, puesto que si bien las ideas cambiaron y todos nos volvimos demócratas y liberales, el modo de ejercer la vida cultural siguió siendo el heredado del franquismo, sólo que con otras élites y, por supuesto, con una conveniente amnesia para la que nunca había existido un exilio y el régimen anterior no había sido tan malo, ya que de el se derivó la democracia.
Gregorio Morán, El cura y los mandarines
El principal problema de la última obra de Gregorio Morán, perenne voz discordante en un relato de la historia reciente española que suele bordear la hagiografía, es que no acaban de quedar muy claras la intenciones del autor. Aunque su objetivo principal, según lo manifiesta, es la narración de la evolución de la cultura española durante el periodo 1962-1996, principalmente en sus vertientes literarias ,la obra asume también rasgos de una historia crítica de la literatura española, con su inevitable escala de mejores y peores, de reconstrucción del ambiente social del tardofranquismo, la transición y el periodo socialista/felipista, sin dejar a un lado la crónica de como la izquierda española dejó de serlo y pasó a ser un grupo más de la élite, con sus intereses creados y su herramientas de poder para mantenerlos.
Con esas ambiciones no es extraño que el libro se desequilibre, dedicando amplias secciones a ciertos periodos históricos y olvidando completamente otros, de manera que al final, la mitad de su espacio se dedique a los primeros años sesenta, ese periodo de crisis entre un franquismo que ya no puede permitirse ser lo que fue, dictadura sanguinaria, y una izquierda que no puede llegar a ser lo que desearía ser. guía y referencia de una nueva España. A este clara preferencia por un tiempo o unos tiempos se une una tendencia a divagar que hace saltar al autor entre los diferentes aspectos que he señalado al principio, sin acabar de elegir uno en concreto, incluso aventurándose en lo que sería auténtica historia política, de la que Morán sabe más de lo que cuenta, y por supuesto mucho más de lo que nos han querido contar.
Sin embargo, a pesar de estos defectos, el libro constituye una lectura fascinante, casi necesaria y obligada para toda persona interesada en nuestra historia reciente.
Esta virtud que compensa los defectos citados se debe a que la versión oficial, ésa que nos repiten desde hace décadas unánimemente medios de comunicación, historias sancionadas y tribuna varias, es la de una España en la que el único franquista era Franco, y donde todos sin excepción, desde el día posterior a la muerte del dictador, trabajaron sin descanso y sin dilación para construir la democracia, perfecta e inamovible. Esta narración sólo ha empezado a cuartearse en los últimos tiempos, con la llegada a la madurez de nuevas generaciones para las que la transición es algo tan antiguo y nebuloso, tan cosa de abuelos, como a los niños de la transición - mi caso - podía parecerles la guerra civil. No obstante, lo sorprendente es que esa historia, en esa forma heroica y fantástica, haya podido mantenerse durante tantas décadas sin que se la desmienta o contradiga, no ya porque simplemente no se sostenga o esté edificada sobre falsedades, sino porque cualquier aficionado a la historia sabe por experiencia que cada actor histórico se mueve por sus propios intereses, con demasiada frecuencia interesados, bajos y rastreros.
En otras palabras, el ser humano que surge del estudio histórico es alguien a quien ciegan sus convicciones y preferencias, cuya actuación se realiza a corto plazo, con el mero objetivo de defender lo que tiene o de conseguir lo que estima suyo. Cualquier otra explicación, en la que se mezclen ideales, altruismo o filantropía, es falsa por necesidad, así como todas aquellas en las que el estado presente de instituciones y personas se vea confirmado por los sucesos de muchas décadas atrás. Esa versión donde todos fuimos buenos y virtuosos es la que la historia oficial de la democracia y la transición nos ha querido hacer creer y la que Morán desmonta sin piedad. Por una parte, al enseñarnos como muchos demócratas de toda la vida, supuestos opositores en silencio de una dictadura a la que interiormente detestaban, no tuvieron escrúpulos en medrar bajo su protección, aplaudiendo sus medidas represivas, mientras aplastaban o ninguneaban a los que realmente la combatían, o, simplemente, eran mejores profesionales que ellos, para cuya eliminación la política se tornaba arma perfecta. La historia del franquismo y la transición, es así un retrato de bajezas y abyecciones que se complementan con el pasado tenebroso, voluntariamente olvidado, de órganos centrales en la cultura democrática, como es el caso caso del periódico El País, fundado originariamente como órgano de una derecha no-franquista, pero tampoco democrática, y repentinamente transformado en tribuna progresista cuando hacia 1978/1979 se quedó sin padrinos y tuvo que buscarse otros. Es decir, el PSOE, al que ligaría su trayectoria para lo bueno y para lo malo.
La conclusión del libro de Morán, como pueden imaginarse, es profundamente pesimista. El Franquismo esterilizó la cultura española, eliminando todas sus variantes progresistas, arrumbadas a los diferentes exilios interiores y exteriores, mientras convertía lo poco que quedó en una pirámide de favores y componendas, en la que se primaba la adulación, la adhesión y la fidelidad al líder. Estado de cosas que lastró la evolución posterior de nuestra cultura, ya en libertad, puesto que si bien las ideas cambiaron y todos nos volvimos demócratas y liberales, el modo de ejercer la vida cultural siguió siendo el heredado del franquismo, sólo que con otras élites y, por supuesto, con una conveniente amnesia para la que nunca había existido un exilio y el régimen anterior no había sido tan malo, ya que de el se derivó la democracia.
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