La exposición La Villa de los Papiros, abierta en esa misteriosa institución madrileña llamada La Casa del Lector, ha recibido todo tipo de comentarios elogiosos, hasta llegar a ser elegida por algunos medios como una de las mejores exposiciones del año pasado.
Lamento disentir de esta opinión.
Matizando un poco mi afirmación anterior: Mis sentimientos son ambiguos. Tengo que confesar el tema elegido es especialmente interesante. El descubrimiento en Herculano, a finales del siglo XVIII - fecha y lugar que podrían marcar el inicio de la arqueología moderna - de una villa romana que contenía la única biblioteca completa que nos ha llegado de la antigüedad. Su conservación se debió a la erupción del Vesubio que enterró Herculano y Pompeya bajo varios metros de cenizas, impidiendo la pérdida - por descuido, por descomposición -de los rollos de papiro de esa biblioteca, que yacieron allí olvidados durante casi 17 siglos. Sólo que la misma erupción que los protegió los carbonizó por completo, impidiendo que pudieran desenrollarse, a menos que se quisiera destrozarlos.
Resulta increíble es que en ese siglo XVIII, sin los avances técnicos modernos, alguien se atreviese a intentar lo imposible. Fue el padre Antonio Piaggio, que con una máquina primitiva, mucha imaginación y mayor pericia, consiguió desenrollar algunos de esos manuscritos quemados y hacer público su contenido, para asombro y también decepción de la sociedad educada de este tiempo. Esta desilusión se debe a que sus contemporáneos esperaban encontrar allí un remedo en miniatura de la biblioteca de Alejandría, o al menos un conjunto de libros que viniese a completar el puzzle de la literatura grecorromana, tan abundante en obras mutiladas y perdidas. Lo que en realidad se encontrá, fue una biblioteca personal, con sus defectos, carencias y deslices, la de un romano de clase alta fascinado por el Epicureísmo, quien se dedicó a coleccionar obras, no del fundador de esa escuela, Epicuro, sino de un seguidor de segunda fila, Filodemo de Gádara.
Con este punto de partida, la exposición serviría de excusa perfecta para tratar una amplia variedad de temas: la extensión de la albabetización en el mundo romano, los modos de lectura y escritura en esa cultura, las distintas escuelas filosóficas de la antigüedad y su propagación, las escavaciones y hallazgos de Pompeya/Herculano, la crónica del nacimiento de la arqueología y su difusión en la Europa del siglo XVIII, o, para terminar, la aventura de la apertura y lectura de los rollos de papiro de la biblioteca de Herculano. Todos estos temas son tratados en un punto y otro de la exposición, traicionando una ambición demasiado enciclopédica que impide que cada uno en concreto sea tratados con la suficiente profundidad y detenimiento.
Éste es precisamente uno de los mayores defectos de la exposición. Al intentar ser demasiadas exposiciones en una sola, las transiciones entre las diferentes secciones no han sido completamente pulidas, explicadas o coordinadas. De hecho desde un punto de vista expositivo - aunque quizás no divulgativo - hubiera sido mejor comenzar por la historia del propio descubrimiento del a biblioteca en el siglo XVIII, para luego intentar explicar su significado y sus aportaciones al conocimiento de la sociedad romana del siglo I d.C. Esa misma multiplicidad de objetivos e intenciones provoca que a pesar de toda la información que se ha intentado prensar en el breve espacio disponible, el visitante se marcha con más preguntas que respuestas, si es que en realidad llega a darse cuenta.
Por poner un ejemplo, queda en la penumbre que la lectura y la educación, algo que parece universal en las sociedades modernas, era un privilegio de las clases más altas, las única que podían disponer del ocio y de los recursos para destinarlos al cultivo del espíritu, en vez de destinarlos al duro ganarse el pan de cada día. En ese sentido, mostrar la continua presencia de lo escrito en los espacios públicos de la antigüedad clásica - en monumentos, sepulcros, edificios oficiales - nos oculta que en su mayor parte estos testimonios escritos eran productos casi sacrosantos, emanaciones y símbolos del poder oficial, muestra ante los demas, en el caso de particulares, de poseer el dinero para dejar memoria escrita de uno mismo.
Únase a esto que, siendo el tema de la exposición el descubrimiento de una biblioteca epicúrea, las referencias a este filósofo y a sus doctrina son mínimas. Pocos visitantes se marcharán con una idea clara de las enseñanzas de esta escuela o de su lugar dentro de las otras escuelas en competencia dentro del mundo grecorromano. Por ejemplo, apenas se hace mención del ateísmo - idea central en el pensamiento de Epicuro - y su renuncia a cualquier tipo supervivencia tras la muerte, frente al deísmo, en forma de justicia universal, propagado por los estoicos y luego tan aprovechado por los pensadores cristianos de siglos posteriores.
Estas máculas, a pesar de todo, serían perfectamente disculpable, sino fuera porque la exposición cae en el error de todas la muestras que se pretenden esforzadamente divulgativas y populares. Las primeras salas se dedican a proyecciones multimedia, en las que prima el juego de luces y el espectáculo, intentado crea en el espectador ese sentimiento de yo-he-estado-allí-sin-necesidad-de-moverme-de-casa, en detrimento de cualquier intento por substancia, profundidad o la tan temida y aborrecida dificultad. Casi parece que lo importante, como en demasiadas exposiciones de ese tipo, es el video o las proyecciones iniciales, elementos irrenunciables, mientras que los objetos históricos expuestos a continuación son completamente prescindibles, antigüedades polvorientas de poca relevancia en nuestro ahora contemporáneo.
Una auténtica pena, puesto que si esos esfuerzos pirotécnicos iniciales se hubieran destinado a explicar y contextualizar los objetos expuestos, la exposición hubiera merecido ese timbre de honor que los medios le han concedido tan alegremente.
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