Tras haber acabado mi revisión de la filmografía de Ozu Yasuhiro, me he dado cuenta que se me habían quedado en el tintero dos películas de su opuesto Mizoguchi Kenji. Una era la archifamosa Siakaku Ichidai Onna de 1952, más conocida como La vida de Oharu, que he visti este fin de semana; la otra, la casi olvidada, Yuki fujin ezu de 1950, traducida aquí como el El Retrato de la Señora Yuki y que veré seguramente dentro de dos.
A lo largo de estas revisiones en paralelo les he recordado más de una vez como, para la percepción actual, Ozu es más importante y valioso que Mizoguchi. Esta opinión está especialmente extendida entre aquellos cinéfilos educados en las doctrinas de la Nouvelle Vague, a pesar de la paradoja de que los críticos y directores de ese movimiento no hacían otra cosa que apilar elogio tras elogio sobre la figura de Mizoguchi. Este cambio de perspectiva puede deberse a que el estilo de Ozu, basado en el estatismo visual, el rigor estético y la falta de subrayados dramáticos o de puesta en escena, siguen pareciéndonos originales y únicos, casi imposibles de copiar y reproducir, por tanto, sin claros discípulos ni escuela .
Por el contrario, el estilo dinámico de Mizoguchi, basado en elegantes y suntuosos movimientos de cámara, a los que se une una tendencia innata hacia el conflicto político y la exasperación trágica, nos parecen demasiado normales, casi un manual de reglas que cualquiera puede aplicar de forma mecánica para conseguir un resultado cuya calidad pueda ser calificada y reglada también de forma mecánica, sin dejar espacio alguno a la originalidad o la personalidad. En ese sentido, parte de la fama y permanencia de Oharu entre los grandes filmes se puede deber a que es el ejemplo perfecto de ese supuesto estilo Mizoguchiano, la referencia de la cual pueden sacarse incontables copias que lleven el marchamo de estar inspiradas en la obra maestra de un maestro genial.
Como cualquier generalización, lo anterior debe de ser matizado.
Si algo he descubierto a lo largo de estas divagaciones mías es que intentar definir en qué consiste el estilo de Mizoguchi, más allá de unas cuantas etiquetas y constantes, es bastante difícil y complejo. En cada película suya se modifica la mezcla temática y estética , como conviene a un maestro que se halla constantemente explorando, intentando ir más allá de lo conseguido en el filme anterior. Oharu, como ya he señalado, podría ser la obra más Mizoguchi de Mizoguchi dada la presencia constante del travelling, su mirada retrospectiva a un pasado lejano que oculta en realidad una crítica devastadora a la sociedad presente, y su perenne denuncia de las injusticias políticas y sociales, plasmada en la situación de humillación y dominio a la que se ve sometida la mujer japonesa.
Sin embargo, y dejando a un lado los aspectos más políticos, la presencia constante del travelling en Oharu es engañosa. Si se observa la película con la atención requerida, se puede comprobar que la elegancia de los movimientos de cámara de Mizoguchi se debe a que se resuelven con una sencillez pasmosa, a pesar de la complejidad que requieren en su planificación. Es decir, otros autores modernos y antiguos intentarían hacer protagonista a la cámara y a sus movimientos, convirtiendo la puesta en escena en un ejercicio de malabarismo, mientras que en Mizoguchi estos mismos movimientos se reducen a una simple y casi burda translación de la cámara o a una leve modificación de su ángulo, a veces casi imperceptible, pero siempre certeros y apropiados, virtudes ausentes en gran parte de los cultivadores actuales de este modo de filmar.
Un ejemplo claro de esta diferencia entre el maestro y sus discípulos se podría encontrar en una de las escenas de Magnolia (1999) de P.T. Anderson, en la que la cámara sigue a un personaje a lo largo de un estudio de televisión, mostrándonos lo que sucede en él. Se podría argüir, por ejemplo, que esa escena sería una ocasión perfecta para un plano subjetivo, ya que lo que se quiere mostrar es lo que ve el personaje, no su espalda, pero lo que quería resaltar aquí es que cuando la cámara de Mizoguchi sigue a un personaje, lo hace para acompañarle como lo haría un amigo que se preocupa por él, frecuentemente para ilustrar su soledad, siempre para captar un momento de inflexión dramática, ese punto sin retorno entre dos estados psíquicos incomunicables.
Estos dos conceptos, sencillez elegante en los movimientos de la cámara y ésta a su vez como compañía y confidente de los personajes, pueden tener origen en otro factor distinto. Tanto Mizoguchi como Ozu eran grandes admiradores del teatro, de sus actores y del acto de su representación, lo cual se trasluce de diferentes maneras en su mirada cinéfila. En el caso de Mizoguchi, su cámara muchas veces podría estar reproduciendo el modo de ver de un espectador el patio de butacas, cuya mirada sigue las evoluciones de los actores sobre el escenario. Si esto fuera cierto, quedarían explicados otros rasgos muy característicos del estilo del director japonés: su renuencia a bajar al primer plano - no existe tal para el espectador teatral - , su tendencia a comenzar las escenas a plano vacio, como un escenario donde aún no han entrado los actores, o su falta de miedo a dejar elementos a medio a entrar en el plano o incluso a perderlos de vista, evitando así correcciones innecesarias, como ocurriría con la mirada de un espectador teatral que aún no ha identificado qué es lo importante en la escena o que ha sido distraído por otro acontecimiento.
Sea o como sea, lo cierto que Oharu abunda en escenas prodigiosas, como la ilustrada arriba, aparentemente sencillas, fáciles de copiar, pero que en manos de cualquiera se convertirían simplemente en ejercicios de mero lucimiento, fin que no puede estar más lejano del ethos de Mizovuchi
No hay comentarios:
Publicar un comentario