En mi primera entrada dedicada a la California Trilogy de James Benning, indicaba como el estilo maduro de este documentalista/ensayista norteamericano puede reducirse a una serie de viñetas en las que una cámara inmóvil observa de manera obsesiva una fracción de paisaje, bien natural o artificial, bien campestre o urbano.
Dicho así, las películas de Benning podrían confundirse con productos esteticistas - o en el peor de los casos, pintorescas - cuyo única intención e interés fuera el de investigar los límites de la representación visual, en su caso la duración del plano y la atención del espectador. Sí sólo fuera así, ya serían suficientemente valiosas y nada más sería preciso para considerarle uno de los grandes, pero este autor es incomprensible si se le separa de su dimensión política, de su claro activismo en imágenes.
Benning es un cineasta obsesionado por la historia, por el modo en que las sociedades humanas imprimen su huella en el paisaje, transformándolo hasta convertirlo en casi irreconocible. Un proceso de cambio que al mismo tiempo permite entrever, si se observa con la suficiente atención, las características de la cultura que lo propició, incluidos sus defectos y virtudes.
Estas características eran ya visibles en The Valley Centro (2000) la primera película de la trilogía, en la que se examinaba esa región del centro de California convertida en el granero de EEUU, pero son prevalentes e insoslayables en la segunda parte, Los (2001), donde la atención se vuelve hacia la inmensa conubarción/megalópolis que constituye la actual ciudad californiana de Los Angeles, ejemplo práctico de los ideales del capitalismo liberal, encarnación visible de sus supuestos logros, plasmación viviente de sus innegables fracasos.
Para adentrarnos en el laberinto de esa megalópolis, mientras se huye de los clichés de lo que los anglosajones llaman Travelogue - las guías de viajes vacía de cualquier sinceridad o compromiso, cuyo ejemplo más reciente serían las Lonely Planet - Benning engarza esas viñetas tan características de su estilo, perspectivas arrancadas de su contexto y que el espectador debe descrifrar y (re)contextualizar. En el caso de Los, la clave que permite orientarnos por el laberinto creado por el director, es que esas escenas se organizan en forma de contrarios, yuxtaponiendo vistas que se oponen las unas a las otras, se niegan y se contradicen.
Por poner un ejemplo. Una idea central en Los es la de la artificialidad de la ciudad que da nombre a la película. Los Ángeles es una aglomeración urbana crecida en medio del desierto, sin medios naturales para su supervivencia y mantenimiento, carencias que obligan a traer esos bienes de lugares muy alejados e imponen una pesada carga en un entorno ya demasiado frágil. Como puede notarse, este es un concepto especialmente complejo que requeriría estudios de cientos de páginas para su exposición y demostración. Sin embargo, Benning es capaz de ilustrarlo con un par de imágenes que por sí solas se convierten en paradigmáticas y que he incluido como capturas al principio de esta entrada.
La primera es de un surrealismo turbador. Se trata de una porción de desierto donde la futura conquista de la ciudad se anuncia mediante unos sacos terreros que delimitan las parcelas. Nada más es visible, por supuesto ninguna presencia humana, si no es una banda de asfalto que se pierde en el horizonte de una inmensa llanura y las tomas de agua sin utilidad presente, que desconocemos si funcionarán ya o no. La segunda imagen, banal y cotidiana, es tornada absurda por su contigüidad a la que le precede. Se trata de una imagen del paraíso artificial en la que el paisaje de la primera habrá de convertirse, la realización de ese sueño americano de la casa unifamiliar en la pradera, modelo constructivo repetido a lo largo y ancho de todo ese país, sin tener en cuenta la personalidad de sus habitantes o las características del clima y paisaje en el que se construye.
Un lugar también vacío de la presencia humana, más cercano al infierno que al paraíso debido a su carácter impersonal, prefabricado e intercambiable. Un ambiente que traiciona asímismo que ese sueño es el de unas élites definidas ante todo por la raza, puesto que la única figura humana es precisamente la de un jardinero, alguien que no habita allí y que sin embargo es pagado por embellecerlo, a quien se supone emigrante de ese sur tan despreciado - y temido - en el imaginario de los EEUU, simplemente por ser el "otro", por permancer irreductible.
Sería largo ir acumulando los diferentes contrastes con que Benning con los que va remachando sus tesis. Hay que señalar, no obstante, que aparte de ese ritmo principal que va puntuando la película, existen otras corrientes paralelas que amplifican la impresión de extrañeza y alienación que parece consustancial a una megalópolis como los Ángeles.
La primera es la imagen de una ciudad cuyos espacios urbanos no han sido diseñados a la medida del hombre. El urbanismo de Los Ángeles, como el de demasiadas urbes modernas, cobra sentido en sí mismo, como expresión de su propia grandeza y desmesura. Su racionalidad, su geometría, no necesitan del ser humano para completar su belleza o su perfección, es más, nuestra presencia, acompañados de nuestros afanes y deseos, en realidad es un elemento de discordancia en esa ciudad ideal, un sobrante que disminuye sus pretensiones y posibilidades de completitud.
La ciudad que hemos creado no necesita de nosotros, presencias incómodas que apenas somos toleradas en unos recintos diseñados para los dioses y no para las larvas, los parásitos que realmente somos. Esa concepción de la humanidad, como cáncer de la naturaleza, como elemento corruptor y destructor, en clara negación de la alta imagen que de sí mismos tienen los proponentes del neoliberalismo, queda perfectamente ilustrada por el otro hilo conductor de la película. Se trata de todos aquellos lugares donde acaban los desechos que constantemente generamos y de los que pensamos habernos librado, sólo por que otros los recogen y los apartan de nuestra vista. Parajes ocultos e invisibles, pero cuyo crecimiento es cada vez mayor, imparable, hasta el extremo de amenazar invadir los recintos del paraíso artificial en el que creemos haber hecho realidad esos sueños que tampoco son los nuestros.
Basuras, desechos y detritos que en realidad son la mejor expresión de nosotros mismos, el auténtico signo de esa sociedad de consumo en lo que todo se fabrica ya anticuado, destinado al vertedero, y donde nosotros mismos acabaremos siendo basura y desperdicio.
Por mucho que intentemos cotidianizar el lugar de nuestro último reposo, empeño en el que sólo conseguiremos tornarlo más turbador, más repelente.
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