Llevo ya varias películas de James Benning y creía haberme acostumbrado a su manera de aproximarse al género documental. No es que sea un modo difícil, o al menos a mí no me lo parece, pero sí es particularmente personal y pleno de ramificaciones políticas e históricas que transcienden y enriquecen las imágenes que su cámara captura. Sin embargo, tengo que reconocer que la última película de The California Trilogy, Sogobi, se me hizo especialmente dura, impresión a la que contribuyó sin duda el cansancio arrastrado por mis nuevas obligaciones laborales.
Benning, en The California Trilogy, intenta explorar las múltiples caras de ese estado de los EEUU, yendo más allá del tópico de la playa y la meca del cine. Así, The Valley Centro descubría la importancia agrícola de esa región en el contexto de los EEUU, mientras que Los se perdía por los inmensos laberintos urbanos de la megalópolis ilimitada en la que se ha convertido la ciudad de Los Ángeles. Entre ambas películas se establecía un intrincado juego de relaciones y correspondencias, de contradicciones y paradojas, que venían a mostrar como el mantenimiento en el desierto de un área estéril como la aglomeración urbana de Los Ángeles, siempre en continua expansión, como los hongos, exigia que amplias áreas naturales se dedicasen exclusivamente a suministrar los alimentos que ella misma no podía producir. Se establecía así un ciclo continuo de producción/consumo, creación/destrucción, que pasado cierto tiempo dejaba de tener cualquier atisbo de racionalidad, conclusión devastadora subrayada por la falta de comentarios con los que Benning presenta sus imágenes.
Frente a esta pareja de películas, Sogobi quedaba un tanto aislada, al centrarse en mostrar los espacios naturales (supuestamente) aún vírgenes de ese estado norteamericano. Esta disociación temática con respecto a las películas precedentes era responsable en cierta medida de la patente inaccesibilidad de la película a la que me refería antes. Simplemente, la observación objetiva de esos parajes naturales conducía a una negación del movimiento, de cualquier movimiento, dentro del plano, convirtiendo cada una de las secciones de la película en prácticamente la proyección de una foto fija, alargada durante varios minutos.
Esta deriva no era casual, como puede suponerse en un autor como Benning. En las películas anteriores, se quisiera o no, todo paisaje era urbano o había sido humanizado, por lo que aunque la figura humana estuviera ausente, las huellas de su actividad, sus creaciones, sus acciones, sus residuos, desechos y ruinas, estaban siempre presentes, provocando mínimos cambios que animaban el plano. En el caso de Sogobi, la propia definición de espacio natural viene a negar la presencia humana y sus acciones, de manera que que lo presentado en la pantalla se ve envuelto en una impresión de eternidad, la de una naturaleza siempre identica a si misma, cuya quietud y inmovilidad es recogida a la perfección por la cámara de Benning.
Aún así, a pesar de esta dureza estética plenamente justificada, existía otro riesgo, el de un preciosismo de postal o de película de exposición, que es más que evidente en algunos de los paisajes mostrados. Otro director hubiera caído en esa trampa sin apenas darse cuenta, pero no hay que olvidar que Benning es ante todo un cineasta político, o mejor dicho un autor preocupado por la historia y sus repercusiones sociales, así que frente a estas imágenes demasiado bellas, pronto otras muy distintas empiezan a filtrarse y superponerse a las de esa naturaleza ideal/idealizada.
El propio Benning cuenta que a medida que rodaba Sogobi le iba siendo cada vez más difícil mantener su propósito inicial de rodar una naturaleza sin huellas de la presencia humana. Le gustara o no, los espacios naturales que aún quedaban en California habían sido transformados irremediablemente por el hombre, o bien bastaba alejarse unos kilómetros de esa supuesta naturaleza salvaje para encontrarse de nuevo en un ambiente urbano o en una naturaleza domada, convertida en fuente de alimento o materias primas para una sociedad siempre hambrienta, en jardín decorado según los ideales de belleza de esa misma sociedad.
Así, poco a poco, a esos espacios prístinos que ocupaban el inicio de la película, se van yutaponiendo otros en los que la presencia humana se va haciendo cada vez más patente, y con ellos, el movimiento y el cambio - irremediable - que eran ajenos a la eternidad sin termino de los espacios naturales del principio. Esa invasión humana puede realizarse de forma casual, como el helicóptero del servicio de incendios que recoge agua de un río de montaña; o de maneras más sutiles, casi provisionales e inocuas, como es el caso de la valla publicitaria perdida en medio del desierto, o el convoy militar que cruza una pista de tierra situada en ninguna parte, pero que señalan los límites siempre en movimiento de esa civilización que todo lo devora.
Esta influencia de la civilización no se limita, desgraciadamente, a la aparición ocasional de vehículos o a la construcción de estructuras que no dañan o transforman demasiado el paisaje, como pudiera ser un ferrocarril cruzando la pradera. Característico del mundo moderno es la transformación de todo lo que toca en productos potenciales, en materias primas destinadas a ser manufacturados. Así, los bosques eternos e ilimitados son talados, acumulados en inmensas pirámides efímeras de troncos que pronto hallarán su lugar en casas y edificios no menos efímeros. Las montañas son aterrazadas, cuando no directamente eliminadas para ser convertidas en carreteras, en rascacielos, en nuevos elementos de un paisaje creado por los hombres y para los hombres, pero que apenas les sobrevivirá un poco más si acaso se extinguieran. Las aguas por último, son recogidas, decantadas, depuradas y transportadas, para servir las necesidades de una población que ha dado en vivir donde el agua es una rareza más preciosa quizás que el oro.
Todo lo anterior en fin, sería soportable, disculpable incluso, sino fuera por que la acción humana, voluntaria o involuntaria, no se limita a transformar lo que le rodea, sino que lo destruye o arrasa, irremediablemente, sin que nadie pueda beneficiarse de ello, convirtiendo la belleza del mundo en yermos estériles, esparciendo sobre esos paisajes antes fértiles venenos cuya potencia y cuya permanencia amenazan acabar con la existencia de aquellos mismos que los trajeron a este mundo.
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