Ozawa Nankoku |
En el Caixaforum madrileño está a punto de cerrar una exposición que responde al nombre de Japonismo, una exposición problemática por demasiadas razones, no todas deseadas quizás por sus organizadores.
El primer pequeño problema que veo es el de su propio nombre, que en mi opinión debería haber sido un más castellano Japonesismo, para indicar así más claramente que se pretende explorar la influencia y la huella de lo japonés en la cultura y la sociedad europea del siglo XIX. Como pretexto es más que válido para una muestra, puesto que la apertura del Japón al comercio occidental en la década de 1850, tras el aislamiento de dos siglos impuesto por el shogunato Tokugawa, trajo consigo una invasión de productos comerciales japoneses. Lo curioso es que gran parte de esas mercancías - biombos, abanicos, telas, muebles, pinturas - no eran considerados como objetos de lujo en su país de origen, sino como bienes de uso cotidiano, siendo el hecho de su exportación y transporte el que les otorgaba un valor elevado en Europa. Un caso similar, y ciertamente irónico, al de esos abalorios con los que el imperialismo europeo en ascenso se ganaba los favores de los pueblos que iba a someter.
Partiendo de este sobradamente conocido hecho historico, la exposición ilustra con tino los primeros contactos de finales del siglo XVI y principios del XVII, cuando ambas civilizaciones supieron la una de la otra y se produjo una primera fascinación mutua. El producto de ese contacto, interrumpido a principios del XVII por el cierre al exterior que ya he comentado, fue el inusual arte namban en el Japón, con sus representaciones de los bárbaros europeos, mientras que Europa se añadían a la colecciones reales y privadas unas cuantas armaduras de samuráis y muchas arquetas lacadas de profusa decoración, aún así armoniosa, .
El segundo contacto tuvo un impacto mucho más importante, ya que durante las décadas finales del XIX casi todos los pintores de vanguardia japonizaron, llegando incluso a copiar las estampas de los artistas japoneses del Ukiyo-e, como Hiroshige y Hokusai. Esta fascinación no se detendría ahí, sino que muchos de los presupuestos artísticos de los artistas japoneses, como la bidimensionalidad o la visión directa del mundo que representan, casi descuidada, sin preparación ni ensayo, serían a su vez asumidos como emblema de la vanguardia. Sobre esta coincidencia formal habría mucho lugar para una discusión sobre sí los artistas de vanguardia europeos simplemente encontraron unos aliados convenientes en los artistas de un país lejano e inalcanzable, o si realmente se produjo una fertilización auténtica, que llevó al arte europeo contemporáneo en direcciones imprevistas por sus propios fundadores.
Fortuny, Los hijos del artista en el salón japonés |
Es en esta sección donde se produce uno de esos silencios estentóreos que pueden destruir una exposición. La muestra Japonismo parece limitarse a mostrar lo "bonito" y "avanzado" que era la difusión de esas formas menores en los ámbitos de la sociedad acomodada catalana del XIX, sin darse cuenta que el efecto final es el mismo que el de un nuevo rico actual que pretendiese aparentar cosmopolitismo y multiculturalidad acumulando en su salón estatuas africanas - o objetos de un supuesto aire africano - de las cuales desconoce el significado primigenio.
No hay que olvidar que el marco temporal de la exposición es el del triunfo del imperialismo. El mundo era entonces una posesión más de Europa, mientras que las culturas extraeuropeas eran invariablemente consideradas salvajes, estado bárbaro del que había que salvarlas quisieran o no, o como mucho, contempladas con condescendecia como receptáculos de un exotismo caduco y decadente, el lugar oculto en el cual el viajero podía encontrar los placeres prohibido que no le eran permitidos en su país de origen. Esta visión, general entre los europeos de su tiempo y de la que sólo unas pocas mentes lúcidas escapaban, conducía invariablemente en el terreno de las artes al pastiche, a unos productos de clara tradición europea a los que se mal adherían elementos exóticos sacados de contexto, justo aquellos que al espectador medio le sonasen a africano, a chino o a japones, como es el caso.
El resultado era un reduccionismo que simplemente perpetuaba la ignorancia que ambas culturas tenían la una de la otra y que aún en nuestros días, define al Japón como país de samuráis y geishas, o en una versión más moderna, de robots humanoides y adolescentes descaradas de ojos como platos. Lo triste no es la permanencia de estos esterotipos, inevitables en cualquier contacto entre civilizaciones, sino que una exposición de ahora mismo no llegue ni siquiera a plantearse esos problemas prefiriendo quedarse en una indefinición que sólo oculta una clara incomodidad.
La de los que no se atreven a hablar por miedo a ofender, no sea que vendan menos entradas.
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