Como es sabido, la estructura de Shoah es engañosamente simple: largas entrevistas con los protagonistas de los hechos - verdugos, víctimas y espectadores - en la que la cámara adopta una inmovilidad absoluta, casi temerosa de interrumpir el relato de los hechos. La única ruptura son los larguísimos travellings por los escenarios del exterminio, en su estado actual, sin intento alguno de reconstruir lo que allí existió o sucedió, pero que en su desnudez, combinadas con la narración de los protagonistas, sirven para que el espectador tome consciencia del tiempo que llevaba el asesinato de miles de personas y del espacio, corto o largo, que los exterminados recorrían en sus últimos momentos.
He hablabdo ya en otras ocasiones de lo efectiva que resulta esta estrategia a la hora de historiar el holocausto, sin caer en la pornografía fílmica - el filme de horror que haga babear a la audiencia ante el espectáculo de la muerte en sus más diversas variantes - o en la manipulación que torne ese horror inconcebible en algo palatable y comprensible para el público medio - error y horror cometido por películas y series famosísimas como Holocausto, The Schindler List o The Boy in the Stripped Pijamas -. En lo que me quisiera centrar ahora es la actitud, la postuurra que los diferentes entrevistados adoptan frente a los hechos que relatan.
Lo más sorprendente - no sé si calificarlo como turbador - es la frialdad, el desapego, con el que los diferentes testigos - víctimas, verdugos y espectadores - narran los hechos en que se vieron envueltos, como si fueran notarios de lo que sucedió a otros, de unos hechos sin conexión, ni relación con lo que son ahora. Apenas se siente - se ve, se contempla - implicación humana, en el sentido de evidentes o visibles demonstraciones de tristeza. De hecho, sólo uno de los entrevistados - el maquinista que conducía los trenes de deportados a Treblinka - mantiene siempre un rictus tenso y congestionado, como si viviera aún en ese tiempo del horror y despertase cada día para transportar un nuevo cargamento humano a los hornos crematorios.
En el caso de los asesinos nazis, este desapego e indiferencia es pefectamente comprensible, casi normal y natural. Su vida posterior ha consistido en demostrarse a sí mismos que lo que cometieron, lo que consintieron, en lo que fueron complices, fue algo normal, necesario, una obligación a la que no pudieron substraerse, incluso un deber que cumplieron con honor y orgullo, como buenos y leales soldados alemanes. La cuestión es - parece - completamente distinta en el caso de las víctimas. Mal aconstumbrados por decenios de reality shows, esperaríamos un claro ejercicio de pornografía sentimental, en el que participasen tanto el entrevistador y el entrevistador, durante la cual la re-presentación visible del dolor nos hiciese creer que nosotros estamos compartiendo, re-sintiendo, lo inconcebible y lo intransmitible.
No sucede así, salvo en algrunas excepciones, pero el aparente enigma - esa frialdad que en algunos casos extremos como el de Rudolf Urba, llega hasta el sarcasmo y la ironía - no es tal. Hay que tener en cuenta que todos estos testigos, en la expresión de uno de ellos, no son sino Leichen um Urlaub - cadáveres de permiso -. Todos murieron mucho tiempo atrás, en el mismo momento en que entraron en los campos de exterminio, de los que nadie debía volver. El individuo que salió de ellos, tras literalmente morir y resucitar, era una persona completamente distinta, alguien que viviría siempre con peso permanente sobre su espíritu, pero que si quería continuar viviendo, debía dejar atrás todo sus recuerdos, todo lo que marcó su existencia, sepultarlo y olvidarlo, o al menos disociarse de aquello, como si hubieran ocurrido a otro, a ese otro que murió con los demás y no fue rescatado por un azar del destino.
Por supuesto, esa pretensión no es más que una fachada. Una mentira necesaria, pero mentira al fin y al cabo, una falsedad que Lanzmann intenta demoler y destruir, como medio de derribar cualquier barrera que permita distanciarnos - a nosotros, los espectadores contemporáneos - de esos horrores pasados. Este objetivo - plasmado en el derrumbamiento ante las cámaras del entrevistado, en la captura del momento en que la máscara cae y las barreras se derrumban -, se consigue de forma muy desigual y en ocasiones cuestionable.
El momento más famoso - y citado - es el del barbero de Treblinka, cuya profesión en el Israel actual seguía siendo la misma. Debo decir que para mí resulta demasiado obvio, ya que parece buscado, ensayado - en contra de lo que pretende la película de Lanzmann - e incluso algo obsceno, al producirse a la vista de todos los clientes de la barbería, robando a esta persona de su intimidad en ese momento decisivo.
De mayor resonancia y humanidad son otros dos. El primero, el que le acontece a Jan Karski, el correo enviado por la resistencia polaca para informar al mundo del exterminio de los judíos. De lo que vemos en la pantalla queda claro que ese hombre fue elegido por su capacidad memorística que le permitía reproducir con precisión los acontecimientos de los que era testigo, sin importar el tiempo - meses, años - transcurrido en el intervalo. Es precisamente en ese esfuerzo por recuperar esa información en el que se produce el derrumbe - ilustrado al inicio de esta entrada -, causado por el enfrentamiento repentino del testigo con unos hecho que pesar del tiempo no han perdido su magnitud y su horror.
Parte de la importancia de este derrumbe estriba asímismo en que Karski es uno de los pocos testigos no judíos que muestra compasión - dolor - ante el exterminio nazi, sentimiento que no es producto de una reflexión posterior, sino que fue contemporáneo a los hechos. Lo que Karski expresa sin palabras es lo que toda persona de bien debería haber experimentado en ese tiempo, y por tanto se convierte en absoluta negación de la ideología, según la cual un abismo biológico separaba a ambas que las hacía tan separadas como hombres y chinces, por consiguiente, incomunicables.
En ese sentido, tan crucial es el momento del derrumbe Philip Müller. A pesar de haber pertenecido a los Sonderkommandos que mantenían los crematorios de Auschwitz desde el primer momento, y haber sobrevivido a varias de las periódicas limpias que las SS realizaban, su desplome, en este caso de consecuencias casi trágicas, no se produjo hasta fecha muy tardía. El momento fue cuando un grupo de mujeres checas fue gaseada y Müller las escucho cantar, como última medida de rebelión, el himno nacional checo. En ese instante Müller, también de origen checo, sintió que estaban asesinando a sus compatriotas yi que ése era el límite de su resistencia, qué tenía que morir con ellos, destino del que le salvaron los propios condenados, ordenándole sobrevivir y testimoniar.
El detalle del sentimiento nacional no es baladí. Para los nazis lo que caracterizaba a los judíos era su internacionalismo, ser una plaga que no reconocía, con dirección y objetivos globales, entre los que se encontraba acabar con las naciones particulares. Sin embargo, como prueba viviente contra los nazis, este judío checo era, ante todo, checo, y lo que ocurriese a su patria, a sus compatriotas, era lo único que podía destruirle y aniquilarle, puesto que sin ellos, no sería otra cosa que un apátrida, un paria sin hogar ni refugio.
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